Array Array - Atlas de geografía humana
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perdía el tiempo tontamente en el hall del edificio, hablando con las recepcionistas, con el portero, hojeando las revistas destinadas a las visitas, mientras esperaba a que yo saliera.
La segunda vez le dije que no podía ir a tomar copas directamente desde la editorial porque tenía que relevar a la canguro de mi hija, pero antes de que el desaliento amargara del todo las comisuras de su boca, le aclaré que, si me avisaba con tiempo, podíamos quedar cualquiera de aquellas noches. Y me avisó con tanto tiempo que fue allí mismo. Mañana, propuso, no, le contesté, mañana no pue…, pasado mañana, rectificó, y sonreí para mí, halagada por su ansiedad, hice una pausa antes de acceder, vale, y quedamos, dejé a Amanda en casa de mis padres por si acababa trasnochando más de la cuenta, pero no llegamos a tomar copas, sólo una, la situación explotó antes de que tuviéramos tiempo para acceder al plural, vamos, dijo solamente, vamos, se había empeñado en citarme al lado de mi casa con la excusa de que seguramente llegaría tarde y no quería hacerme esperar, así que fuimos, y llegamos enseguida, y fue estupendo, porque desnudo, el hermano de Fran siguió siendo el hombre más guapo con el que me he acostado en mi vida, y además, se las sabía todas, nunca he tenido un amante capaz de desenvolverse con tanta seguridad en un territorio tan pantanoso como la fase inicial de un adulterio, tenía mucha práctica, claro, y no arriesgaba nada, pero a mí todo eso me seguía pareciendo muy bien, porque nunca, jamás, en ningún momento, se me pasó por la cabeza que existiera ni la más remota probabilidad de que pudiera llegar a enamorarme de un hombre como Miguel Antúnez, así que decidí consentirle que hiciera conmigo lo que quisiera, y él supo hacerlo, y disfruté enormemente de su enorme capacidad de disfrutar de mí, y cuando terminamos de follar, la ropa de la cama esparcida sobre la moqueta y yo misteriosamente tumbada encima, sin poder reconstruir muy bien las etapas de un proceso que había empezado muy lejos, justo en la puerta de mi casa, contra la que me había aplastado cuando todavía tenía las llaves en la mano —a la mañana siguiente llegué tarde al archivo porque invertí más de media hora en encontrarlas y descubrir, entre otras cosas, que Miguel se había marchado sin calcetines—, levanté trabajosamente la cabeza y le miré, y me pareció que él estaba incluso más conmovido que yo. Entonces pensé que tal vez había encontrado un buen amante, y me puse muy contenta, porque en los tres años largos que llevaba viviendo sola en Madrid, mi vida sexual se había limitado a una docena de polvos nostálgicos, durante las visitas de Félix, de los que siempre me arrepentía luego.
Mi alegría duró poco, sin embargo. Dos días más tarde, justo después de comer —yo misma le había explicado muy cuidadosamente que ésa era la mejor hora para encontrarme en casa, porque ya ganaba más dinero colaborando fuera del archivo que trabajando en él, y había conseguido acortar mi horario para acabar a las tres y ganarle dos horas a Amanda, que no salía del colegio hasta las cinco y media—, una llamada telefónica me proporcionó la exacta medida de aquel espejismo.
—Nena —dijo, masticando esas dos sílabas con el acento más hueco, más pastoso, más fatuo que he alcanzado a escuchar nunca, y antes de que tuviera tiempo para horrorizarme, continuó—, pon a enfriar una botella de champán, que voy.
A veces, una sola frase es capaz de definir a quien la pronuncia con una precisión asombrosa.
Por eso, sólo después de asombrarme, recordé la verdadera transcendencia de ponerse cachonda, la debilidad principal entre todas aquellas que han cooperado para arruinar mi vida. Porque yo, inclinada hasta un segundo antes sobre una mesa repleta de fotografías de templos budistas de Sri Lanka, no lo estaba, y por eso, de repente, una máquina de cortar huesos, de esas que hay en todas las carnicerías, empezó a rebanar el esqueleto de una vaca entera dentro de mis oídos, a sabiendas de que no puedo soportar el más leve de esos chirridos, de la dentera que me da. Sin embargo, recordaba vagamente haberle oído decir cosas parecidas la otra noche, y no haber sido capaz de escucharlas del todo mientras mi cuerpo se esponjaba como un merengue, obturando mis oídos en favor de otras capacidades.
—No, mira… —logré articular, después de un rato—. Mejor no vengas.
—¿Qué? —su pregunta, instantánea, sonó más bien como una protesta, pero la contesté de todas formas.
—Bueno, para empezar, no tengo champán en casa.
—¿Y para seguir? —la confianza reconquistó su voz, ahora risueña, como avisándome de que estaba dispuesto a jugar si yo quería, debía estar sonriendo, y sus labios parecían hincharse y crujir cuando sonreía, y estuve a punto de volverme atrás, pero ya me conocía lo suficiente como para adivinar que siempre me arrepentiría de haberlo hecho, y estaba segura de que aquello nunca sería amor verdadero, y además, y definitivamente, aquella tarde no estaba cachonda.
—Pues para seguir… y para terminar, porque no me apetece.
—¿Y por qué?
Pues porque eres un pedazo de hortera, pensé para mí, pero le contesté que no lo sabía.
Desde aquel día, Miguel Antúnez me la tiene jurada. No me borró aquella misma tarde de la lista de colaboradores de la editorial porque tiene más escrúpulos que su hermano Antonio y porque, además, los dos sabemos que le gusto demasiado como para perderme de vista, pero, en ocho años, no ha dejado pasar la menor oportunidad de hacerme una putada. Marta Peregrin —23 años, un metro setenta, piernas larguísimas, tetas enormes, cintura breve, fotos incalculablemente pésimas— es la última del catálogo.
A lo largo de mi vida, he conocido, he aprovechado, he padecido todas las consecuencias que pueden derivarse de la propiedad de un cuerpo de vedete de revista, desde la tradicional incertidumbre en mis facultades intelectuales que asalta a quien me ve por primera vez, hasta la más abrumadora cosecha de ventajas que puedan obtenerse sin haberlas sembrado jamás. Estoy acostumbrada a que las mujeres, de entrada, sean sistemáticamente desagradables conmigo, pero no sé si eso me molesta más que la instantánea y pegajosa simpatía que inspiro en una buena parte de los hombres, y procuro vivir al margen de ambas cosas. Tendría que haber llamado a Marta Peregrin para contarle todo esto, pero desistí por anticipado al recordar aquella escena, sus gritos, la histeria, el portazo con el que saldó nuestra entrevista, te arrepentirás de esto, me dijo, pero no me he arrepentido nunca, la acepté, simplemente, veinte minutos después de haberla despedido, porque no podía negarme, porque Miguel Antúnez abrió la puerta de mi despacho para que ella se colara detrás, como una sombra descompuesta y llorosa, y me dijo lo de siempre, creo sinceramente que te has equivocado, Anita, ella intentaba sorber con la nariz sin hacer ruido, el trabajo de Marta es muy valioso, deberías reconsiderar… Le miré a los ojos y supo que era suficiente. ¿Quieres que la contrate, Miguel?, pregunté, sí, lo considero imprescindible, contestó, muy bien, pues habla con tu hermana, que es la jefa del proyecto… Fran acabó diciendo que sí —tengo muchos problemas, Ana, en serio, me paso la vida negociando con él, una fotógrafa más o menos, la verdad, ¿qué nos importa?— y la contraté, y lo único que lamento es que no puedo evitar recordarme a mí misma con veinte años menos cada vez que la veo.
Cuando Belén Rupérez, que ya se había quitados los hierros de los dientes pero seguía llevando gafas de culo de vaso, me explicó que ella se escribía las chuletas en los muslos con un bolígrafo Bic, yo todavía no tenía muy claro qué significaba ser una tía buena, pero me pareció un truco estupendo, y no sólo porque ningún profesor, por muy mosqueado que estuviera, se iba a atrever a pedirle a una alumna que se levantara la falda delante de él —incluso, si la que pillaba era una profesora, cualquiera podría comprender que una niña se negara a acatar una orden semejante—, sino porque, además, en un muslo caben muchísimas más letras que en esas miserables tiritas de papel donde había que escribir con una letra tan pequeña que luego era imposible leerla en medio de un examen, y eso cuando conseguía sacarla del puño de la camisa sin levantar sospechas, que ya era difícil. Así que, a mediados de sexto, cambié radicalmente de indumentaria, descartando los pantalones y las camisas de manga larga para afiliarme de golpe, víctima de una pasión incomprensible para mi madre, a las faldas más bien cortas y con mucho vuelo, siempre encima de unos pantys muy claros y finísimos que, además, escogía cuidadosamente entre los de pésima calidad, para que el refuerzo de la zona superior resultara lo más transparente posible. El nuevo sistema resultó tan rentable que lo seguí utilizando en COU a pesar del empeoramiento de las
condiciones —por un lado, mi grupo era más pequeño y tenía muchos compañeros nuevos, casi todos chicos, y por otro, los exámenes ya no se hacían en las aulas, sino en una sala mucho más grande, con bloques de asientos escalonados, separados por largos pasillos, que permitían una visión perfecta desde la tarima— y nunca me descubrieron, nunca, nadie llegó a sospechar de mí siquiera, hasta aquella mañana, cuando me pilló él.
Cánovas del Castillo y la Restauración Borbónica, ése era el tema, jamás podré olvidarlo, y me lo sabía, eso era lo peor, que me lo sabía, la Historia siempre fue una de mis asignaturas favoritas, pero en el último momento, aquella misma mañana, sufrí un acceso de pánico de urgencia, nombres propios, fechas, batallas, leyes, de repente decidí que no estaba segura de nada, así que me metí en el baño, me senté encima de la tapa del retrete, me bajé las medias, abrí el libro y empecé a apuntar como si me fuera la vida en ello. Y la vida me fue, en aquel gesto, pero al principio todo marchó bien, encontré un sitio libre casi en el ángulo izquierdo de la sala, la primera silla de la penúltima fila, taponé con una montaña de libros y carpetas el pasillo que me separaba de la tranquilizadora protección de la pared, y empecé a escribir con la falda sobre las rodillas, procurando concentrarme completamente en el examen, la introducción me estaba saliendo muy bien y ni siquiera me di cuenta de que un profesor subía lentamente por el pasillo, hasta que llegó a mi altura y se inclinó para apartar mis pertenencias en silencio, como si no quisiera molestarme, antes de subir el último peldaño y quedarse allí quieto, de pie, por lo menos cinco minutos.
Lo reconocí enseguida, Félix Larrea, Dibujo Artístico, mi profesor más joven, amor platónico de toda la clase y niño mimado del instituto en general, porque cuando sacó la plaza no era nadie, pero ahora se había convertido en una gran promesa, Tabacalera y Coca–Cola le compraban cuadros y había salido hasta en el telediario, una vez, peleándose con unos cubos llenos de pintura de colores. Por lo demás, el profesor ideal, porque en clase estaba siempre ausente, como si le importara un pimiento que progresáramos o no, pero era muy simpático, nunca suspendía a nadie, y dibujaba tan bien que cuando corregía una lámina prácticamente la hacía nueva, mientras el alumno, encantado, con una mano encima de la otra, le escuchaba decir, esto es así, ésta viene por aquí, la oreja tiene esta forma…, ¿lo ves? Cuando dibujaba él, todo el mundo lo veía.
Larrea no me daba miedo, y además se fue enseguida, andando por el pasillo que corría por detrás de la última fila, y después de un rato, me empezó a picar la pierna izquierda, y me levanté la falda mientras me rascaba, reinado de Amadeo I, ¡bien!, estaba justo donde lo esperaba, y seguí escribiendo, y luego me picó la pierna derecha, y tuve que rascármela, claro, pero no encontré la segunda fase de la tercera guerra carlista por ninguna parte, y eso que la había apuntado, estaba segura, porque me confundía siempre con la primera, y maldije por los siglos de los siglos al carca de Carlos VII antes de volver a mirarme el muslo izquierdo, pero nada, me estaba poniendo muy nerviosa y no lo encontraba, y al final, y aunque sabía que era lo más peligroso, me levanté la falda con las dos manos y agaché la cabeza como si necesitara pensar, y entonces lo vi todo, una inscripción diminuta —2F 3GC 1873–75— en la cara interior del muslo derecho y, un poco más allá ,dos zapatos de ante castaño plantados en el escalón de al lado. No me atreví a levantar la cabeza, pero dirigí los ojos hacia arriba y descubrí unos vaqueros bastante gastados, blanquecinos, inconfundibles, ningún otro profesor llevaba vaqueros. Era Larrea, y me había pillado.
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