Array Array - Atlas de geografía humana
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empieza a las ocho. Espero que llegues a casa antes de las siete y media, porque si no… En fin, un beso. Te quiero. Soy mamá. / Clack. Piií, Anita, cariño, soy tu padre. Paula me acaba de llamar, y me ha regañado mucho, pero yo creo que no tiene razón. ¿Por qué me va a tener que gustar a mí la ópera, a ver, por qué? No quiero que al final acabéis todos enfadados conmigo. Llámame esta noche, anda. / Clack. Piií, Espero que éste sea el contestador de Ana Hernández Peña. Soy Marta Peregrin, y… No sé por qué, pero no he cobrado la factura de este mes, y eran cuatro reportajes. Necesito el dinero, desde luego, no puedo vivir del aire. Bueno, prefiero suponer que la culpa no es tuya, pero no estaría mal que me llamaras. Hasta luego. / Clack. Piií, Hola Ana, soy Mariola. Esta noche tenemos una cita muy importante, y nos ha fallado la canguro. Te llamaba por si tú no tenías nada que hacer… pero ya veo que no estás. Si llegas pronto, llama, de todas formas. Gracias. / Clack. Piií, ¡ Anitaaa! Soy tu hermano Antonio. Mamá me está poniendo la cabeza como un bombo, y era para que me lo contaras, porque desde luego no pienso quitar el contestador… Bueno, pues ya nos veremos. Un besazo, guapa. / Clack. Piií, Ana Luisa, hija, soy mamá. Todo está arreglado, tú no te preocupes por nada. He llamado a mi amiga Marisol y me ha dicho que le daba lo mismo cuidar a su nieta sola, o con mi nieto, así que Paula y yo nos vamos a ver Rigoletto. ¡Me hace tanta ilusión! Ya te contaré. Un beso. / Clack. Piií, Hola, Ana, soy Paula. Que al final, Jorge se va a quedar en casa de Marisol, todo arreglado. Espero no dormirme en la ópera. Te llamo luego, un beso. / Clack. Piií, ¿Ana? Soy Félix… ¿Todavía no has vuelto? ¡Joder, qué vida te pegas! Llámanos. Amanda quiere hablar contigo y yo también. / Clack. Piif, Anita, hija, soy tu padre… En casa de mamá no hay nadie, en casa de Paula tampoco, Antonio y tú con el contestador y Mariola sin haberse enterado de nada, para variar. No estaréis enfadados conmigo, ¿verdad? Por favor, dime algo. Te quiero mucho, hija, muchos besos. / Clack. Piií, ¡Albricias, Ana! Soy Fran. Supongo que no te habrá dado tiempo a volver a casa, pero necesitaba contarte que, de momento, en los registros del ISBN no existe ningún Atlas de Geografía Humana en fascículos. ¡Has estado genial! Que lo sepas. Hasta mañana y un beso. / Clack. Piií, Ana, soy Forito… Es urgente, es que… no he cobrado este mes. No sé si lo han hecho con todos, o… A ver si puedes llamarme, por favor. / Clack. Piií, ¿Anita? Soy Nacho Huertas. Te llamo para pedirte el teléfono de Rosa Lara. Me… me ha llamado, y yo también tengo que hablar con ella. Espero que todo vaya estupendamente, muchos besos. /Clack. Piií. Clack. Clack. Pi.
Nada más descorazonador que escuchar precisamente estos 23 mensajes cuando llego a casa hecha polvo, podría haberme dicho, pero me consolé pensando que, al menos, la colección estaba a salvo, y que la había salvado yo. Todavía me ponía colorada cada vez que recordaba aquella cena, el desastre de las fotos de Suiza, aquel error tan tonto que nunca me podré perdonar precisamente por eso, y sobre todo porque había ocurrido en el peor momento de Rosa, la fase más crítica de la enfermedad del tiburón, ese virus voracísimo que la había atacado apenas vio su nombre en la puerta de un despacho, para transformarla de golpe en una especie de desproporcionado híbrido de Fran y la redactora divertida, inteligente y muy normal, que era ella misma cuando yo la conocí, en otro despacho del mismo edificio. La gente me cae bien en general, pero a Rosa he llegado incluso a cogerle cariño, por eso me dio tanta rabia proporcionarle un motivo más para perseverar en la infamia del superior implacable. Sin embargo, aquella misma tarde, cuando Fran nos convocó en su despacho sin avisar, sin atender a excusas y sin una triste copa de por medio, esa escueta hospitalidad que preludia las verdaderas emergencias, su sonrisa ausente, una expresión tan inmutable como si le hubieran prendido los labios con alfileres el mismo día que vino a verme, a la vuelta de Lucerna, hacía una semana ya, apenas me sugirió algo más que aquello de que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
—¡Hijos de puta!
Eso fue todo lo que dijo, y no era para menos, desde luego. Yo ni siquiera llegué a tanto, porque desde que me encontré a Fran sentada y no de pie, callada y no engarzando un discurso casi cómico a base de frases hechas —os he convocado para cambiar impresiones, creo que conviene reactualizar el programa, es el momento oportuno para hacer un balance…—, y seria, no con sonrisa
de flamante alumna de máster en relaciones públicas, esperaba malas noticias, pero nunca una putada semejante.
—Planeta–Agostini saca el lunes próximo a la calle un Atlas de Geografía Universal en 122 fascículos, para venta en quioscos —se limitó a informarnos, con su acento más seco y más concentrado—. La campaña de publicidad en televisión empieza el fin de semana que viene. En cuatro cadenas.
—¡Hijos de puta! —dijo Rosa. Y nadie se atrevió a decir nada más.
Cuando se acumuló tal cantidad de silencio que empecé a escuchar el interior de mis propios oídos, yo misma avancé la conclusión inevitable.
—Habrá que cambiarle el nombre al nuestro.
—Por supuesto —Fran asentía con la cabeza porque no le estaba contando nada nuevo—, pero está jodido, ¿sabes?, porque Atlas de Geografía General ya existe, Atlas de Geografía Mundial también, ése lo editamos nosotros mismos, en edición escolar, Atlas General de Geografía es un nombre registrado aunque nunca se ha llegado a publicar una obra que se llame así. Con deciros que existe hasta un Atlas de la Tierra, ya os digo bastante. Países del Mundo, Imágenes del Mundo…, existen títulos para todos los gustos. Con Atlas Mundial de Geografía no se ha atrevido nadie, pero suena fatal.
—Sí —murmuró Marisa, torciendo los labios—, suena un poco a–a chiste.
—Estupendo… —resumí, y el silencio se instaló de nuevo entre nosotras mientras Rosa seguía sonriendo como una boba, mirando al techo como si desde allí pudiera mirarse por dentro, o mirar a ninguna parte.
—Hay que encontrar un adjetivo —Fran volvió a la carga después de una pausa muy larga—, ¿pero cuál? Planetario es ridículo, Terrenal suena a pecado. ¿Atlas del Planeta…? No, eso parece una broma. Absoluto, Total, Completo… No sirve ninguno. Llevo dos horas rompiéndome la cabeza y nada. No lo encuentro. Podríamos titularlo Geografía Universal, a secas, pero entonces lo confundirían con el de Planeta, y el suyo sale antes. Aunque ya he decidido retrasar nuestra salida más de un mes, no podemos correr ese riesgo.
—¿Y a–algo de ecología? —Marisa nos miró, expectante, y Fran tardó algunos segundos en negar con la cabeza, en su dirección—. Bueno, como está ta–an de moda…
—Ya, pero no encaja con el texto. No se me había ocurrido antes, y es una buena idea, la verdad, pero no vale, porque hemos hecho hincapié exactamente en lo contrario, el arte, la cultura, las costumbres…
—¡No! —chillé—. ¡Ya lo tengo! Se me ha ocurrido ahora mismo, y creo que es buenísimo, pero buenísimo, en serio… Lo titulamos Atlas de Geografía Humana y andando. ¿Qué tal?
—Fantástico, Ana —y Fran se atrevió incluso a sonreír—. Sencillamente… Cojonudo, vamos.
La expresión de Rosa no cambió un ápice desde el planteamiento de la crisis hasta su resolución, y me pregunté cómo era posible que una tía tan sensata, tan lista, tan de vuelta de todo en apariencia, hubiera caído en las redes de un tipo como Nacho Huertas. La llamada que encontré en el contestador me hizo dudar, sin embargo, y cuando por fin pude rebobinar la cinta y estudiar con calma la lista de las llamadas que había recibido para intentar reducir al mínimo posible las que debería devolver a continuación, comprobé que antes, sin darme cuenta, había rodeado su nombre con un círculo, como si fuera una cifra, una solución, el resultado de una esquiva operación matemática. Decidí dejarle para el final, de todas formas.
Amanda comunicaba. Marqué una segunda vez aquella excesiva cadena de dígitos para estar segura de que no me había equivocado, como siempre que llamo a París, y dejé pasar unos minutos antes de hacer todavía un tercer intento, aunque sólo fuera por fidelidad a ese enorme número uno que había situado junto al nombre de mi hija y subrayado con tres definitivos trazos, al ordenar las llamadas inevitables.
Separarme de Amanda me había costado mucho más trabajo del que jamás me habría atrevido a sospechar, y todavía entonces, casi seis meses después de su partida, cuando descolgaba el teléfono
para llamarla y no conseguía hablar con ella, me asaltaba una desazón inexplicable, la absurda tentación de contarme mi propia vida al revés, como una descabellada necesidad de sentirme inmediata y absolutamente culpable por haberla perdido. En realidad, no la he perdido, pero a veces necesito cierto tiempo para recordarlo, para recuperar incluso la íntima felicidad que me asaltó al escucharla aquella mañana de sol de un verano recién estrenado, mientras disfrutábamos del mejor baño, el más temprano, en la piscina del edificio de apartamentos donde vive mi padre ahora. En aquel momento, me di cuenta de que ya lo había hecho todo, y de que lo había hecho bien. Mi hija, quince años recién cumplidos, razonaba como cualquier adulto al recapitular para mí, conmigo, y en voz alta, pasando por alto todos los desalentadores comentarios de su abuelo, las ventajas y los inconvenientes de su último proyecto, su primer auténtico proyecto, que pasaba por irse a vivir a París, con su padre. Nunca supuse que fuera a marcharse de verdad.
Jamás me gustó que Amanda se tomara tan en serio sus clases de ballet. La idea fue de mi marido, naturalmente, y al principio no me pareció mal, sobre todo porque se trataba de una actividad normal, hasta corriente, una saludable disciplina física que practican a la vez varios millones de niñas pequeñas en todo el mundo. Su vulgaridad representó un respiro, imprescindible ya para mí, en el descabellado plan que Félix había trazado, sin llegar a darse mucha cuenta, para convertir a nuestra hija en un bebé prodigio, tan genial, supongo, como él mismo se ha encontrado siempre a sí mismo. Cuando me matriculó en aquellos extravagantes cursillos de estimulación prenatal, todavía estaba tan colgada de él que ni siquiera tuve que simular mi entusiasmo. Tenía diecinueve años y no me había quedado embarazada por azar, nada de eso. El famoso pintor estaba a punto de cumplir treinta, y necesitaba tener un hijo antes de abordar la primera frontera crítica, esa barrera que altera el peso específico del tiempo, la amenaza de los años que se ahuecan, días que se afinan y adelgazan hasta arriesgar su propia consistencia, semanas progresivamente exiguas, incapaces de afrontar la distancia de unos viernes y unos sábados que cada vez se parecen más a los lunes y los martes, eso decía él, que la edad se paga con la levedad del tiempo, como si la vida sólo pudiera cobrarse en su antigua densidad, moneda de la juventud, que caduca igual que aquélla, y tenía razón, pero eso lo sé solamente ahora, cuando ya estoy, yo también, al otro lado de los treinta años, y empiezo a dejar de estar arrepentida de muchas cosas.
Amanda es la primera de todas. La he querido tanto como cualquier persona con suerte pueda querer a sus hijos y mucho más, porque desde aquel día en que mis ojos se perdieron en los ojos de Félix para anunciarle, con parejas dosis de admiración y de inconsciencia, que yo sería la madre de ese niño que tanto parecía necesitar, no ha habido otra válvula que regulara mi vida, y sin embargo, y porque es posible sentir al margen de un amor del que jamás se duda, durante muchos años creí que Amanda había sido el mayor de mis errores. Como mínimo, me equivocaba a medias.
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