Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—¿Te gustaron las fotos? —preguntó primero, como un inevitable e inocente preámbulo.

—Sí —contesté, presintiendo con certeza la etapa sucesiva—. Mucho.

—¿Todas las fotos? —insistió, y yo me eché a reír como se ríen los niños pequeños, y mi cuerpo entero pareció ablandarse, encogerse, sucumbir al peso imaginario de mi risa.

—Sobre todo ésas —admití, y él debió de juzgar que ya no hacía falta esperar más, pero aún añadió algo antes de abalanzarse sobre mí con el bendito afán de devorarme.

—Cuánto me alegro… —llegué a escuchar antes de dejar de oír nada, de ver nada, de saber nada, sus manos desmenuzando mi razón, sus labios bebiéndose mi conciencia, su lengua colonizando la inmensa cavidad que era mi cuerpo, sus sentidos absorbiendo los míos hasta que no quedó nada en mí que fuera yo, excepto el impulso que había decretado esa implacable rendición masiva.

Cuando salimos de aquel bar, me aturdió la belleza de una calle vulgar. Cuando llegamos a aquel portal, me asombró la brevedad de un paseo tan largo. Cuando encendió la luz de su estudio, me admiré de la amplitud de treinta metros escasos. Cuando me condujo hasta la cama disimulada detrás de medio tabique, me deslumbró la intimidad lograda en un hueco tan pequeño. Cuando sus dedos se posaron sobre mi piel desnuda, me maravillé de que se dirigieran a mis pechos sin dudar. Cuando me penetró, me estremecí sólo porque él hubiera decidido hacerlo. Cuando me dio la vuelta, le pedí que no fuera impaciente, y él me contestó, no soy impaciente, amor mío.

Luego me recosté sobre su cuerpo y me advertí a mí misma que cada segundo de aquella noche sería el más hondo y afortunado de mi vida, y que debía fijarlo escrupulosamente en mi memoria para poder recuperarlo después. Todavía ignoraba hasta qué punto esa tarea gozosa llegaría a pesarme como la maldición que gobernaría sin piedad días y noches, semanas y meses, años enteros de mi vida perdidos en la obsesiva reconstrucción de una misma e infinita secuencia, la repetición monótona, tenaz, de cada movimiento que hicimos, cada palabra que dijimos, cada gesto, por nimio que fuera, que cada uno de nosotros pudiera haber llegado a esbozar en cada instante concreto, mi imaginación convertida en el burro ciego que mueve agónicamente la rueda de una enorme noria, encadenada por mi voluntad más propia y más ajena a la tarea de rastrear sin pausa en cualquier parte, una grieta, un signo, una palabra o un símbolo capaz de explicarme lo que pasó después. Pero cuando me despedí de Nacho estaba segura de haber llegado a alguna parte, y jamás habría sospechado que una vez llegaría a sorprenderme la luz tenue, casi mortecina, que alumbra en mi memoria aquella noche que iba a ser la única noche, aquellas horas que iban a ser las últimas horas y ahora en cambio resultan una especie de versión descolorida del radiante recuerdo de los días de Lucerna, días que resplandecen aún con el brillo de las estrellas recién nacidas cuando tengo la debilidad de evocarlos.

No lo podía saber cuando cogí aquel taxi que me llevó a casa. El conductor llevaba la radio encendida, iba escuchando uno de esos pintorescos programas de madrugada en los que la gente llama por teléfono para contar su vida, lo primero que se les pasa por la cabeza o todo lo contrario, y yo no podía pensar en otra cosa que en la historia que acababa de contarme. No lo podía saber cuando entré en casa de puntillas, y me desnudé sin hacer ruido, mirando cada objeto, cada mueble, como si fuera la última vez que lo contemplaba. No lo podía saber cuando me metí en la cama sonriendo, y oí los ronquidos de Ignacio sin escucharlos, y recordé como algo muy lejano mi propia, previa desesperación de tantas noches de insomnio en la compañía de aquel estruendo arrítmico, polifónico, más digno de La Cosa que de aquel extraño que roncaba, un hombre del que lo sabía todo, desde la marca de sus calcetines favoritos hasta el segundo apellido de sus abuelas, y al que sin embargo ya no reconocía, como si estuviera roncando a mi lado por puro azar.

No podía saber a qué horrible especie de soledad me encaminaba, porque Nacho me había llamado amor mío, y eso era lo único que yo quería saber.

Los bares de los hoteles de lujo son mis favoritos.

Nadie sospecha de una mujer sola que se toma tranquilamente una copa en una mesa discreta del bar de un hotel muy caro. En los hoteles baratos, no sé por qué, el efecto es diferente, como si las ejecutivas en viaje de negocios, las parientes lejanas que acuden a una boda, las funcionarías de provincias que se presentan a una oposición en la capital, o cualquier otra categoría de huésped contemporánea en la que me hayan clasificado por error alguna vez, solamente se animaran a aventurarse más allá del vestíbulo al sentir sobre su cabeza el relampagueante destello de la luz que viaja sin pausa entre las lujosas lágrimas de una araña de cristal, y una alfombra de tres dedos de grueso bajo sus tacones. En el bar de un hotel barato, una mujer sola, no sé por qué. inspira incluso en quienes la contemplan una ambigua punzada de compasión, como si su soledad nunca fuera accidental, ni escogida, ni transitoria, y desvelara a cambio, aun sin proponérselo, la huella de una tragedia reciente. En los hoteles baratos, todas las mujeres solas parecen viudas de un viajante, o huérfanas de un sargento, o amantes clandestinas y abnegadas de un hombre sin corazón.

Los bares de copas son menos solidarios y tal vez, y justo por eso, mucho más amables, aunque no estoy muy segura de que las bebedoras sin pareja lleguen a apreciar de corazón sus intenciones, porque el contacto con el aire azulado de humo y desteñido de sudor amontonado de cualquier local de moda, convierte instantáneamente a la más desvalida de las viajeras solitarias en lo que mi abuela, mi tía y mi madre solían definir con inapelable concisión en una sola palabra, buscona. Ahora ya nadie se atreve a utilizar esa etiqueta rancia y maloliente, un hechizo capaz de destejer el tiempo para evocar con instantánea precisión los días perdidos en un país sucio, tristísimo, que existió de verdad y sólo por eso sigue dando miedo, pero, a pesar de que ya no se reúnan aquellos espontáneos tribunales de matronas veladas que sentenciaban la desventura del prójimo en los pórticos de las iglesias, su espíritu aún no ha llegado a disolverse del todo. Aunque parezca mentira, los bares de copas son uno de sus últimos reductos. La información se procesa desde un punto de vista diferente, casi opuesto, eso es verdad, pero los resultados poseen un inquietante aire de familia con la mirada que las busconas recibían cuando aún conservaban ese nombre, y sin embargo, a veces pienso que quizás entonces mereciera la pena arriesgarse, porque la imagen de una mujer sola, bebiendo una copa detrás de otra en cualquier barra del Madrid de los años cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta, evoca una clase de arrogancia que yo nunca me he podido permitir. Al margen de cualquier desafío, de cualquier consolador escándalo, los bares de copas de los años noventa tienen la dudosa virtud de desnudarme de cualquier disfraz para transparentar exactamente lo que soy, una mujer sola, que sale sola por no quedarse en casa, es decir, un habitante marginal del mundo que no inspira ya la condena de los protagonistas del reparto pero conserva íntegramente su bondadosa lástima y, lo que es peor, una especie de autómata obligado a desarrollar, aun al margen de su voluntad, el odioso don de convertir a cualquiera con quien se tropiece en un prototipo de ser superior. Más allá de todo esto se sitúa mi reputación, una inmaculada urna de la que, desde hace ya muchos años, lo único que me preocupa es su desoladora limpieza. En el otro extremo se alinean factores más sutiles. Los clientes de un bar de copas jamás piensan que una mujer sola pueda estar de paso en la ciudad, y así, sin una mínima dosis de misterio, sin la garantía de un anonimato que vaya más lejos de un nombre propio y dos apellidos, no sé divertirme, porque me cuesta demasiado trabajo encajar en el personaje que me haya inventado antes de salir de casa. Y luego están los hombres, esa masa inconcreta de desconocidos de la que siempre acaba destacándose un pesado dispuesto a conquistar a cualquier precio a la chica que está sola en una mesa, por muy horrorosa que pueda llegar a ser. Ya sé que nadie en el mundo estaría dispuesto a creerlo, pero ligar no es exactamente lo que me propongo.

Por eso me gustan los bares de los hoteles muy caros. Allí, los hombres que están solos suelen parecer cansados, pero nunca desesperados. Me gusta verlos circular entre las mesas, rastrear las huellas de un día agotador por las arrugas de una americana que apenas conserva en la tiesura de sus solapas el impecable apresto de las ocho de la mañana, anotar la pátina sudorosa y grasienta que demasiadas horas de lectura aplazada han acabado por imprimir en las esquinas de un periódico descompuesto ya, de tantas veces abierto y cerrado tan sólo en un instante, o medir el grado exacto de sinceridad de las sonrisas que cruzan con hombres tan parecidos a sí mismos que a veces tengo que pararme un momento a pensar a cuál de ellos estaba siguiendo yo con la mirada desde el principio. Sus colegas femeninas se cuidan más, pero de todas formas resulta fácil distinguirlas de las emperifolladas acompañantes de los trabajadores con corbata, que se suelen reunir con sus amantes o maridos —a menudo, la duda es un requisito puramente metódico— a la caída de la tarde, con el rostro a un tiempo radiante y relajado de quien acaba de rematar una siesta de cuatro horas con una sesión de compras en un centro comercial de lujo. Mi propia experiencia laboral me hace absolutamente implacable al menos en este punto: las detesto. En cambio, me conmueve registrar los esfuerzos de quienes, después de haber pasado diez horas trotando por la ciudad —de taxi en taxi, de reunión en reunión, de problema en problema—, se proponen acudir a la cita de la cena como unas señoras, más o menos lo que sus madres hubieran querido que fuesen a todas horas. Las ojeras y las bolsas se insinúan bajo el maquillaje en polvo por muy carísimo y de última generación que sea, los labios conservan intacta la tensión de la jornada a despecho de las mejores intenciones del rojo más fresco y más frutal, y la falta de sueño descuelga párpados y mejillas cuando toda la cara no presenta la uniforme hinchazón que delata los efectos de un éclat, esas ampollas de emergencia que prometen una tersura instantánea y consiguen casi siempre provocar en cualquier rostro una repentina inflamación que parece más bien síntoma de un colapso circulatorio. Y sin embargo, ninguno de estos indicios puede competir en eficacia con la señal que, como una indeleble marca de fábrica, identifica a una mujer trabajadora allí donde se encuentre, vinculándola en secreto con todos los restantes individuos de su especie repartidos por el mundo. El trabajo emancipa, esclaviza, eleva o degrada, pero siempre, e inexorablemente, dilata los tobillos de quien lo realiza. Los bares de los hoteles de lujo están repletos de mujeres que intentan descalzarse con disimulo, que colocan los pies de lado o los apoyan apenas sobre las plantas de los dedos para librarse del taladro de los tacones mientras están sentadas, que aprovechan el travesaño de las sillas para encajar sus zapatos en ellos, y que se atreven incluso, cuando ya no pueden más, a elevar las piernas para apoyar los talones en el canto de una columna, de un arcón, de cualquier mueble lateral y discreto. Yo las miro con cariño, pero se me parecen demasiado para convertirse en mis favoritas. Porque a pesar de que, en estos tiempos, los ejecutivos de cualquier género y categoría, con eventuales aportes de políticos y periodistas —cada vez más similares a los anteriores y más idénticos entre sí—, integren el capítulo principal de la clientela de los hoteles de lujo, los auténticos amos del mundo, los de verdad, los de toda la vida, todavía se dejan ver de vez en cuando.

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