Array Array - Atlas de geografía humana
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Forito me había visto primero. Levanté los brazos como si llevara toda la vida esperándole y le vi arrancar en mi dirección con pasos indecisos.
Supongo que, si es que lo hizo alguna vez, él describiría aquella escena diciendo que entonces se echó la muleta a la izquierda y se fue para los medios, pero lo cierto es que más bien llegó hasta mí con la justa mezcla de pavor y determinación que agarrota las rodillas de esos diestros muy viejos, muy gordos, muy sabios, que se acercan al toro preguntándose si tanto miedo se puede comprar con todo el oro del mundo. Su desconcierto era tan patente que, absorta como estaba en mi papel, no pude negarle una brizna de atención, y temí que lo echara todo a perder antes de ganar el modesto objetivo de mi mesa. Cuando lo tuve delante comprendí que, a la sorpresa de encontrarme allí, sola pero arreglada como para ir a una boda, se habían sumado una vaga intuición de que yo no era exactamente yo, la mujer que él conocía, y un recelo todavía más intenso, y más turbio, nacido de la euforia que su presencia había desatado. Él, que me había visto aquella misma mañana, no podía entender que mis brazos, tendidos hacia delante con el gesto de gran señora que nunca antes había tenido la ocasión de practicar, y esa sonrisa plena que parecía celebrar un reencuentro acariciado en secreto durante años, no tuvieran otro propósito que convocarle a mi lado, y hasta cuando pronuncié su nombre en voz muy baja, porque decididamente existen pocos nombres menos glamurosos, pero con un acento de infinita satisfacción, se comportó como si creyera que todo aquello iba dirigido a un desconocido que caminara sólo un paso detrás de él.
Mientras se sentaba a mi lado, giré rápidamente la cabeza para comprobar qué cara se les había quedado a esas dos imbéciles que creían haber desentrañado mi impostura, y tuve que encajar el único chasco genuino que la suerte decidió repartir aquella tarde, porque en alguna inadvertida fracción de los últimos dos o tres minutos, ambas se habían levantado y se habían marchado sin hacer ruido ni atender, seguramente, a ningún detalle de lo que yo me prometía como un triunfo apoteósico. Mi primer impulso fue desmentir a mis propios ojos. Luego, cuando ya sospechaba que tal vez ni siquiera hubieran llegado a fijarse de verdad en mí, me pregunté por qué siempre tenían que ser así las cosas. Después, me vine abajo, tanto que me dolió reconocer la voz que se esforzaba por devolverme a la silla en la que estaba sentada.
—Qué casualidad, encontrarnos aquí, ¿no?
—Sí… —reconocí, imponiéndome una sonrisa menos tranquilizadora para él que para mí misma, mientras acababa de hacerme una idea de la ratonera en ia que me había encerrado yo sólita.
—Pues… Voy a pedir una copa, ¿no?
—Cla–aro.
Con un gesto de caballero antiguo, uno de los muchos que descubriría en él aquella misma noche, se levantó y echó a andar en dirección a la barra en lugar de esperar la aparición de un camarero. Aproveché su ausencia para trazarme un plan que me permitiera sobrellevar con dignidad los errores cometidos hasta entonces y marcharme a casa lo antes posible. En aquel momento, no sólo no me apetecía nada pasar un rato con él, sino que incluso, y a sabiendas de que ninguna otra sensación podía ser más injusta, sentía un fulminante acceso de antipatía por el inocente peón súbitamente asociado al fracaso de aquella noche, pero todavía teníamos por delante un año de trabajo en común, tal vez más, porque Ana lo llevaría consigo a donde ella fuera, y nadie sabía aún si Fran tenía la intención de disolver el equipo cuando el Atlas estuviera terminado. Aunque sólo fuera por eso, no me quedaba más remedio que comportarme de una manera coherente con mi estruendoso recibimiento, pero además, y sobre todo, a pesar de que lo único que deseaba era desaparecer, marcharme corriendo para que no me encontrara cuando volviera con una copa en la mano, sabía muy bien que él no había tenido la culpa de nada, y que me sentiría fatal a la mañana siguiente si optaba por este o por cualquier otro improvisado proyecto de fuga.
Lo cierto es que siempre me había caído bien. Me obligué a recordarlo mientras le veía cruzar el salón con una actitud muy distinta al temeroso encogimiento de antes. Ahora andaba erguido, los hombros tan firmes, tan crecidos en su firmeza que, de lejos, hasta parecía otro hombre, más alto que desgalichado, más delgado que raquítico, y con cierto aire ensimismado, esa melancólica mirada extraviada de los ojos alcohólicos, que prestaba a su nimiedad física la difícil dosis de espiritualidad que han perseguido sin resultados todos los actores que alguna vez se han atrevido a fracasar con Alonso Quijano. Estaba ya muy cerca cuando me pregunté si no estaría viendo visiones pero, por alguna razón que no acerté a explicarme aunque seguramente tenía que ver con los violentos altibajos que habían estrujado mi ánimo durante la última hora como si fuera una pelota de esparto, al fijarme en su rostro logré distinguir, con una claridad que parecía más bien clarividencia, los rasgos primitivos que aún latían, aunque muy débilmente, bajo la tosca careta tallada gota a gota por el coñac. Claro que, además, iba muy elegante. Acostumbrada a verle con sus eternos pantalones oscuros de color incierto, una mezclilla de lana opaca que, según la luz, parecía a veces gris, a veces marrón, y a veces negra, pero siempre tejida con la gelatinosa sustancia que aplica un brillo siniestro a las alas de los insectos, y una camisa de algodón crema tan usada que el tejido se había deshecho ya en el canto del cuello invariable prenda invernal que cambiaba en primavera por un par de camisas polo de marca anónima, una verde oscura, la otra burdeos, ambas finísimas y lavadas con tal saña que la piel se transparentaba casi con detalle en algunos claros repartidos tan caprichosamente como las calvas de un monte—, quizás me dejé impresionar más de la cuenta por la impecable línea de su traje de lino crudo, tan nuevo que sus arrugas estaban recién hechas, en lugar de acomodarse a los surcos abiertos por la tenacidad de las arrugas precedentes, un atuendo excesivamente veraniego para una noche de primavera, pero de tan buen gusto que hasta se le podía perdonar que no lo hubiera combinado con algo mejor que una camisa rosa, sobre la que apenas destacaba una corbata de tono amarillo pálido estampada con dibujos muy menudos, es decir, rigurosamente de moda.
En cualquier caso, cuando se sentó a mi lado, ya había descubierto que él también tenía los ojos verdes, aunque empañados por un velo acuoso, grisáceo, y una nariz que habría sido bonita antes de que la sanguinolenta hinchazón de las aletas, ahora una esponja rugosa y dilatada, los poros tan abiertos como los de una fresa, hubiera anulado el nítido perfil del tabique, digno del más severo emperador romano, un rasgo que aún destacaba, sin embargo, por ser la única arista visible en un rostro informe de puro abotargado, que se prolongaba en una papada discreta, pero muy llamativa en un hombre tan delgado como él. Predispuesta como estaba a salvarle de mi propia arbitrariedad a cualquier precio, encontré en el conjunto, pese a todo, cierto aire de nobleza, como el que distingue a las ruinas clásicas menos visitadas, esos montones de piedras sueltas, irreconocibles ya, sobre los
que se yerguen, absurdas, solas, pero auténticas, dos columnas desmochadas que desafían el desprecio de los turistas con una especie de enloquecida arrogancia.
Él, que ignoraba por fuerza el proceso que le había convertido en sujeto de tan meticulosa observación, se sentó de nuevo a mi lado, bebió un trago considerable de su copa de coñac, la depositó sobre la mesa con el pulso todavía tembloroso, y me miró, como preguntándome qué iba a pasar a continuación.
—Ha–a sido una suerte encontrarte aquí —rompí el hielo con el acento de templada cortesía que mejor se ajustaba a la bola que iba a soltarle inmediatamente después—, porque he quedado con una a–amiga, ¿sabes?, y no ha aparecido…
—Ya, yo tampoco contaba con encontrarme a nadie de la editorial, porque he venido a la presentación de los carteles de San Isidro.
—¡ Ah! —exclamé, sólo por hacer tiempo, aunque no se me ocurrió gran cosa qué decir—. Pero pa–ara eso falta mucho, ¿no?
—Bueno, no tanto… —me miró—. Un mes y medio. Hay que cerrar las corridas con mucha antelación, ya te digo…
—Claro —asentí, y resignada a la uniforme laguna en la que se resumía mi cultura taurina, cambié de tema sin sospechar que un elogio tan trivial como el que escogí casi al azar para burlar al silencio, iba a abrirme las puertas de una historia que no olvidaría jamás—. Va–as muy elegante…, y llevas una corbata preciosa.
—Sí… —admitió él, bajando la cabeza como si necesitara estudiarse un instante para recordar cómo iba vestido—. El traje me lo ha regalado un colega mío de toda la vida, ¿sabes? Su viejo era utillero de la plaza de Vista Alegre, no sé si te acordarás, una que había en Carabanchel, que le echaron el cierre hace muchos años… —me interrogó con una mirada a la que respondí negando con la cabeza, y siguió hablando—. Bueno, pues, ya te digo, el caso es que le conozco desde chavalín y, buah, no veas lo que hemos pasado los dos… Lo más grande. íbamos juntos a todas partes, hasta le acompañé un montón de veces a tentar vacas, ¿sabes?, cuando tenía permiso del dueño y hasta cuando no lo tenía, porque se le metió en la mollera lo de ser torero, oyes, la verdad es que le tenía al toro una afición que no veas, y eso que ya se veía de largo que él no… Porque es que eso se nota, no sé, lo notaba hasta yo, siendo tan crío como él, que no tenía trapío, ese toque especial de los que van para figura, pero él, dale que te pego, ya te digo… Llegó a debutar, ¿sabes?, como novillero sin picadores, Chulito de Vista Alegre, se quería llamar, pero entre su padre y el mío le quitaron esa idea de la cabeza y al final lo cambió por Chicuelo, Chicuelo de Vista Alegre, que suena mucho mejor. Su primera novillada fue en San Sebastián de los Reyes, yo estuve allí y, buah, no veas, la verdad es que al pobre le tocaron dos chotas que sabían más que Lepe, yo creo que hasta las habrían soltado ya en algún encierro de esos que hacen en los pueblos de la sierra… Total, que el pobre hizo lo que pudo y… ruina total, te lo puedes figurar, pero el infeliz salió hasta contento, no he estado mal, ¿verdad?, me decía, ¿a que no he estado mal…? Tres novilladas más le salieron, antes de que le convenciéramos de que recogiera los trastos para siempre. Bueno, pues, lo que es la vida, cuando parecía que el Antoñito iba para abajo, porque al dejar de torear se quedó sin ganas de nada, oyes, pues se le ocurrió montar un videoclub, uno de los primeros, allí, en los Carabancheles, y le fue de puta madre, ya te digo, no te lo puedes ni figurar, y entonces un día se llegó a la Escuela de Tauromaquia esa que ha montado la Comunidad, habló con un par de chavales, se convirtió en su apoderado, con la guita que ganó montó un mesón en Marqués de Vadillo, le volvió a ir de puta madre y ahora…, buah, no veas, está el tío en grande, pero en grandeza máxima, oyes, tiene dinero para quemar una vaca, el tío. Total, que como le gusta ir hecho un figurín, y no tiene tiempo de ponerse toda la ropa que se compra, pues, de vez en cuando me cae un ternito. Éste lo heredé casi nuevo, porque está echando barriga, el Antonio, aunque hace unos meses se metió a socio de un gimnasio, se lió a hacer pesas y adelgazó un montón. Entonces se compró este traje, pero como se cansa enseguida de todo, que es lo que les pasa a los ricos, que acaban hartos de todo, pues, ya te digo, lo dejó, volvió a engordar, me lo pasó, y yo tan contento… Me pagó hasta el arreglo, porque la
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