Array Array - Atlas de geografía humana

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    Atlas de geografía humana
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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—Porque ya la conocías… —sugerí, dispuesta a hurgar en la herida hasta el fondo por mucho que doliese, aunque siempre podré alegar en mi defensa que nadie habría presentido dolor en un rostro tan radiante, porque la expresión de su cara había cambiado como si de repente se hubiera hecho de día en su interior. El hombre hastiado y tembloroso que yo conocía recordaba aquel episodio con la ilusión de un niño que cuenta sus canicas una y otra vez, sin cansarse nunca de mirarlas, de acariciarlas, de sostenerlas sobre la palma de sus manos para apreciar su peso o de acercarlas a la luz para maravillarse de su transparencia. Aquélla había sido su gran historia, esa historia que marca una vida para siempre pero no siempre llega a marcar todas las vidas, una historia como la que yo no había vivido jamás, y que ahora envidiaba hasta el punto de necesitar vivirla por mi cuenta en las pausas que dejaban sus palabras.

—Claro que la conocía, ya te digo… O, mejor dicho, conocía a otra mujer, una tía imponente, guapísima, buenísima, uf, tendrías que haberla visto entonces, pues no era nadie, Fernanda, si ni siquiera parecía de verdad, si parecía un póster de esos del Playboy, buah, no veas… Fue querida del Antonio durante una buena temporada. La había sacado de un coro de revista y se colgó con ella… pero bien, oyes, yo nunca le había visto así. Entonces, cuando la empezó a pasear por Madrid, iba siempre como una reina, llevaba un traje distinto cada día, y unas joyas para caerse de espaldas, él

le compraba todo lo que se le antojaba, perfumes, visones, ropa, y hasta un coche, nuevo y todo. Le comía en la mano, oyes, y podría haber seguido así, viviendo de puta madre, durante un montón de años, pero ella era mal ganado, ya te digo, no era buena, y siempre quería más, más, más, y de tanto ir el cántaro a la fuente… Un buen día, le fue al Antonio con el cuento de que estaba embarazada y quiso colgarle el mochuelo, y el otro… Buah, no veas, pues sí, bueno es Antoñito, encoñado y todo, y a su señora ni tocarla… ¿No ves que está rico? Le dio boleto en menos que se tarda en decir amén. Entonces se perdió de vista. Debió venderlo todo, poco a poco, hasta que no le quedó más remedio que volver a trabajar, y entonces, ya te digo, como tres años después…, más o menos, fue cuando me la encontré yo en aquel pueblo. A mí me gustaba mucho, muchísimo, y ella lo sabía, no lo iba a saber, total, que se pasaba las noches enteras coqueteando conmigo, de coña, claro, que si Forito por aquí, que si Forito por allí, que si hay que ver, Forito, cómo te las gastas, ese tipo de cosas… A Antonio no le importaba, porque sabía que yo no era competencia y además, Fernanda nunca llegó a tomarme en serio, pero yo estaba loco por ella, oyes, loco de verdad, porque sólo a un loco se le habría ocurrido hacer lo que yo hice. Aquella noche, en el teatro chino, vino a verme en cuanto terminó su actuación. Se sentó a mi lado y, buah, no veas cómo cambia el tiempo, si no parecía la misma con la cara lavada y aquella ropa, una faldita tableada de las que llevaban entonces las estudiantas y un minipul desgastado en las coderas, ya te digo, una ruina… Empezó a contarme cómo vivía, en una ruló cochambrosa, todo el tiempo viajando de pueblo en pueblo, aguantando al baboso del empresario, ganando lo justo para comer… Como esto siga así, dijo al final, me meto en una barra americana, eso dijo, y nunca sabré si lo hizo aposta, pero a mí me dio… Mira, no sé qué me dio. Mucha pena, y mucha rabia, y unas ganas muy grandes de matar a alguien. Haz la maleta, le dije, que te vienes conmigo a Madrid esta misma noche. Eso le dije, y no chistó, oyes, y luego, cuando ya estábamos en el coche, se me echó a llorar, Fernanda, y empezó a decirme que yo era su padre, que era el único hombre bueno que había conocido, que nunca me podría pagar lo que estaba haciendo por ella… Eso por lo menos fue verdad, que nunca me lo pagó, ya te digo…

Con unos reflejos que jamás habría imaginado en alguien tan absorto en su propia memoria, levantó la mano para detener a un camarero que pasaba a nuestro lado con una botella de coñac, y pidió que le rellenara la copa con un gesto del dedo pulgar. Luego me miró, sonriendo de una forma diferente a la que yo había visto hasta entonces.

—Tú me recuerdas a ella —disparó sin anunciarse.

—¿Yo–o? —estaba tan asombrada que me encasquillé en la o, una vocal que siempre pronuncio a la primera—. Si yo no soy una tía imponente…

—Ni falta que hace, pero eres muy rubia, igual que ella, y tienes los ojos claros, y la piel blanquísima, y se te hacen dos hoyitos en las mejillas cuando te ríes.

—Pero yo soy buena —sonreí.

—De momento… —soltó una carcajada y yo reí con él—. Es broma —aclaró enseguida—. no te enfades. Lo que pasa es que ella también fue buena al principio, o mejor dicho, se comportaba como si le gustara estar conmigo, y yo creía que éramos felices, ¿sabes?, yo por lo menos fui muy feliz entonces, ya te digo… Empezamos a vivir juntos por esta época del año, más o menos, y yo no se lo conté a nadie porque me conozco a mis clásicos, y a ver a quién cono le importaba lo que hiciéramos o lo que dejáramos de hacer, pero luego empezó la feria y… ruina. Ahí me perdió la vanidad, oyes, y lo reconozco, que si la hubiera dejado en casa, quién sabe, pero ella se había aficionado a ir a Las Ventas con el Antonio y, buah, no veas, cualquiera la decía de perderse una corrida, pues no era nadie, Fernanda, cuando se cabreaba… Y además, que estaba otra vez, uf, buenísima, pero buenísima, oyes, sólo le hizo falta dormir mucho y comer bien durante un par de semanas para ponerse como siempre, de bandera, ya te digo. Yo no me cansaba de mirarla, ésa es la verdad, que a veces me tiraba la noche en vela viéndola dormir, intentando convencerme de que aquella mujer era la mía, de que estaba en mi cama de verdad, y no me lo creía, ni yo me lo creía, así que te puedes figurar cómo me puse la primera vez que hicimos juntos el paseíllo, buah, no veas… Ya en el mentidero liamos una que para qué. Nos miraba todo quisqui, pero todo, oyes, y yo

me fijaba en la cara de mis conocidos y adivinaba lo que estaban pensando, joder con el Forito, la tía que se ha llevado, ver para creer… Corté las dos orejas, ya te digo, hasta que el Antonio me amargó la tarde. Primero, porque estaba celoso, eso lo primero, por mucho que siga negándolo hasta ahora, que lo niega, y fíjate si ha llovido, pero la verdad es que estaba muerto de celos, si lo sabré yo, oyes, verde de envidia, estaba, y luego, que lo diría por mi bien, no digo y o que no, pero aquello me sentó como una patada en los cojones, así mismo me sentó… Ten cuidado, Foro, me dijo en un rincón, que ésa está muy toreada, que tiene menos formalidad que el cono de una cabra, que te lo digo yo, que la conozco… Yo no le contesté nada, no creas, yo, chitón, pero le cogí por las solapas y le solté dos hostias que si no llegan a separarnos, acabamos mal, pero mal… Años enteros estuvimos sin hablarnos, hasta que nació mi chico y vino a conocerlo al hospital, muy señor, eso sí, que lo primero que hizo fue pedirme perdón, y luego nunca se ha atrevido a decirme que él ya me lo advirtió, y yo eso se lo agradezco mucho, oyes… Alguna bronca más tuve en aquella feria, pero la verdad es que Fernanda no tenía la culpa, todavía no, porque ella llamaba mucho la atención, ya te digo, pero no podía remediarlo, y hay mucho cabrón suelto por ahí, mucho bocazas y mucho chulo de vía estrecha, y en el toro…. buah, no veas, menudo ganado hay en el toro, pero la sangre nunca llegó al río. Luego, enseguida, empezó el calor. Madrid se fue quedando vacío, que es como más me gusta, y yo le dije que, si quería, nos podíamos ir a la playa unos días, y hasta un mes entero, lo que ella quisiera, porque a mí todo me daba igual con tal de que Fernanda estuviera contenta, oyes, que si me hubiera pedido que me tirara por una ventana, me habría tirado, te lo juro, y eso que nunca había disfrutado tanto estando vivo, pero habría hecho por ella lo que fuera, lo que fuera, hasta meterme un mes a pensión completa en un hotel de Benidorm, que es lo que más me da por culo en este mundo, ya te digo… Pero no, porque ella tenía gustos de señorita, y me dijo, mejor nos vamos en septiembre, que no hay nadie, y estamos en un hotel de lujo por el precio que ahora nos cuesta uno barato, y yo pensé para mí, gloria, y le dije que sí, que lo que ella quisiera, y pasamos julio y agosto en grande, pero en grande de verdad, buah, no veas, todo el día encerrados en casa, con las persianas echadas para que no entrara el calor, ganduleando en la cama hasta la hora de comer… Luego, a la caída de la tarde, ella hacía una tortilla de patatas y unos filetes empanados y nos íbamos a la Casa de Campo a cenar y, ya te digo, allí estábamos hasta las dos o las tres de la mañana, tan ricamente…

Justo entonces, en el peor momento, porque sus ojos habían empezado a arder con la súbita necesidad de consumirse que acelera la muerte de esos carbones que parecen ya apagados cuando un golpe de viento les devuelve de pronto al temblor rojo de la vida, tres individuos que respondían con una precisión casi sospechosa, tan ajustada al modelo como un disfraz, a la imagen que las turistas nórdicas deben de tener de los toreros de paisano —tupés negros engominados, relucientes, las patillas largas, las camisas abiertas, unas medallas de El Rocío de oro puro y cinco o seis centímetros de diámetro enredadas en el vello ensortijado y brillante que trepa hasta la clavícula, pantalones muy ajustados, botines oscuros, enormes gafas de sol y anillos en los dedos que sostienen un puro habano—, se acercaron a nuestra mesa para despedirse de mi confidente, que se levantó enseguida para intercambiar palmetazos en la espalda, bromas desgastadas por el exceso de uso e inmejorables deseos para el futuro de todos. Antes, por supuesto, me los presentó, utilizándome como excusa por haberlos dejado solos en el bar, y añadiendo al nombre propio de dos de ellos un mote que tal vez sirviera de nombre artístico. El tercero se llamaba Antonio, a secas. Mientras lamentaba que mi presencia no fuera a apabullarles en absoluto, sin advertir siquiera que ese sentimiento no era otra cosa que el principio de una rampa por la que me estaba deslizando, una vez más, en una historia que me pertenecía tan poco como la vida que usurpo a los protagonistas de las novelas que leo los fines de semana, como la vida que me invento para Alejandra Escobar antes de salir de casa, me pregunté si aquel hombre no sería el mismo que flotaba en el aire desde el principio de nuestra conversación.

—Ese Antonio, ¿no será…? —pregunté en voz baja apenas nos dieron la espalda, pero enseguida me di cuenta de que era demasiado joven para haber compartido la infancia de mi interlocutor.

—¿Ése? No, qué va… —Forito me había entendido, de todas formas, pero no quiso ser más explícito. Se entretuvo durante algunos segundos en impulsar su mechero con los dedos para hacerlo girar encima de la mesa y luego, después de un suspiro que parecía anunciar un cambio de tercio, se dio dos palmadas en las rodillas, y me miró—. Nosotros también nos vamos, ¿no?

—¿A–adónde? —pregunté, sin tratar de disimular mi inquietud.

—Pues… no sé —ahora, él parecía tan desconcertado como yo misma un segundo antes—. Nos vamos, ¿no?

Cuando ambos tuvimos claro que, en aquel extraño intercambio de preguntas, ninguno de los dos había pretendido proponerle al otro ningún final comprometedor, se abrió un silencio turbio y espeso como un charco de aceite, una inconcreta señal de que Forito estaba arrepentido de haber hablado demasiado. Sin embargo, yo, que había empezado a escucharle por pura cortesía, todavía no sabía lo suficiente para dejarle marchar sin más. Por eso, cuando él ya había levantado la mano para pedir la cuenta, me dije que aquella noche no me podría dormir sin conocer antes el final de la historia, y me atreví a preguntar a bocajarro.

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