Array Array - Atlas de geografía humana
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y un par de cojones, oyes, y ella se achantó, y no pasó nada. Todas las tardes, nos íbamos a los toros por la patilla, porque yo tengo muchos amigos en Las Ventas, y me dejan pasar gratis, y estaba todo el rato preguntándome, qué va a pasar ahora, por qué hacen esto o lo otro, se ponía de un pesado… Yo se lo explicaba todo, y él me decía, es que tengo que aprender, papá, para cuando venga a trabajar aquí, dentro de unos años… Por eso he venido hoy, para enterarme de los carteles porque, dentro de nada, lo tengo en casa otra vez, ya hemos hablado de eso y él, dale que te pego, que quiere ser fotógrafo, igual que yo… No se le quita de la cabeza, ya te digo, y entonces pienso que, a lo mejor, todo lo que he pasado ha estado bien empleado, que al final he tenido suerte y todo… Y ya sé lo que estás pensando, lo sé, aunque me digas que no, porque es lo que piensa todo el mundo, yo mismo lo pensaría, si alguien me contara una ruina como ésta, pero el niño es mío, oyes, mío, pero mío, estoy seguro, y no porque su madre me lo haya jurado, que esa tía ni tiene palabra, ni seso, ni nada dentro, sino porque yo soy su padre, he sido su padre desde que nació y seré su padre hasta que me muera, y punto. Y encima, es clavado a mí, fíjate…
Se sacó del bolsillo una cartera que parecía de cartón, tan desgastada estaba la piel que el uso había mordido las esquinas hasta hacerlas desaparecer, convirtiendo el rectángulo original en un objeto oblongo, delicado de puro precario, y extrajo con mucho cuidado una foto embutida en una funda de plástico que me tendió con la punta de los dedos. La miré, y no pude contener una sonrisa. Lo que tenía delante era todo un premio para la minuciosa labor de reconstrucción en la que mis ojos se habían empeñado con un tesón creciente, casi amoroso, a lo largo de toda la noche. Por eso, porque aquella imagen tenía algo de triunfo, me felicité íntimamente mientras contemplaba una fotocopia del rostro que una vez había poseído el hombre que ahora me miraba en vilo, aguardando con impaciencia un veredicto. Allí estaban sus ojos verdes, de mirada limpia, incontaminada de cualquier veneno, la nariz romana, recta y severa, y el ángulo de una barbilla nítida, equidistante entre dos pómulos salientes y afilados.
—Desde luego, es hijo tuyo —sentencié, al devolvérsela.
—Claro que sí —exclamó con disimulada euforia, mientras la guardaba de nuevo—. si lo dice hasta el Antonio, y eso que no puede ver a la madre… Cuando era pequeño, que no se notaba tanto, pensé que, si no era mío, por lo menos podía agradecerle al destino que se me pareciera, pero desde que pegó el estirón… buah, no veas, si no hay duda, oyes, si es que es escupido, pero escupido a mí, ya lo ves… Y además, que igual que te digo que con lo de la boda no sé qué pensar, con lo del crío siempre lo he tenido claro, que Fernanda se quedó embarazada aposta para poder largarse de casa y seguir viviendo de mí, ya te digo…
—Pues la historia no termina ta–an mal… —resumí, mientras advertía que nos habíamos quedado solos en un bar de mesas vacías. Hasta los músicos —dos violines y un violoncelo— que llevaban un rato recogiendo sus bártulos, se habían marchado ya. Forito pidió la cuenta a un camarero que esperaba pacientemente, apoyado en una columna, a que nos diéramos cuenta de que eran casi las dos de la mañana, y ya no fui capaz de tender ninguna trampa eficaz para detenerle.
Le dejé pagar, porque sabía que cualquier otra solución le ofendería, y recorrimos en silencio los pocos metros que nos separaban de la calle, mientras una tremenda sensación de vacío, como un hueco húmedo y frío que avanzara sin pausa desde el centro de mi cuerpo para conquistar hasta el más insignificante residuo de calor, me anulaba un poco más a cada paso. Conocía muy bien ese fenómeno, la garra de la desolación que me esperaba, agazapada entre los magníficos muebles de la cocina de mi casa, cada domingo por la noche, cuando el reloj me obligaba a abandonar la novela que estaba leyendo para imponerme la obligación de hacer una cena mínima, la tortilla francesa que engulliría a solas, sin ganas, a veces hasta de pie, antes de acostarme por pura disciplina para afrontar una semana idéntica a la anterior, idéntica a la inmediatamente sucesiva, ese tiempo entre paréntesis que es mi vida.
Entonces, por mirar a alguna parte, miré mis propios zapatos forrados de tela roja, los elegantes zapatos de Alejandra Escobar, y comprendí de repente que aquella noche sí me pertenecería para siempre, que aquella noche había sido mi noche, aunque no hubiera tartamudeado apenas, aunque
hubiera bebido más de la cuenta, aunque apenas hubiera hecho otra cosa que escuchar, y la conciencia de mi propia identidad cambió el signo de ese fantasmagórico parásito interior, que mutó en un instante desde la negra naturaleza de la desolación hasta un dolor mucho más confortable, que nacía del simple presentimiento de la ausencia. El final de aquella noche, de aquella historia, me producía una tristeza inmensa, casi insoportable.
Fuera hacía mucho frío. Forito, que no era un personaje de novela, supuso en voz alta que querría coger un taxi. Yo, a cambio, le aplasté contra la fachada lateral del hotel Ritz, y le besé.
—Perdóneme… —me excusé en el umbral de la puerta—. No me gusta llegar tarde, pero he tenido problemas de última hora en la editorial.
Me dirigió una mirada apacible, todas sus miradas lo eran, antes de invitarme a ocupar mi sitio con un gesto de la mano derecha. Salvé la distancia que me separaba del sillón de costumbre andando muy despacio, como si la lentitud que imponía a mis piernas, a mis brazos, pegados al cuerpo, indiferentes al movimiento, pudiera disolver, o encubrir al menos, las huellas de la indignación que todavía palpitaba en mis sienes, coloreando mis mejillas con una contundencia que descartaba por sí sola cualquier posible interpretación de sonrojo o de apresuramiento. Era rabia, pura rabia. Ella frunció las cejas al descubrirlo.
—No ha tenido un buen día —comentó solamente, sin embargo.
—Desde luego que no —corroboré, con parejo laconismo.
Llevaba más de un año hablando para ella cada jueves, más de un año mirándola a la cara, contándole mi vida, desplegando ante sus ojos fragmentos más o menos sinceros del desnudo brutal de mi memoria, y sin embargo, todavía no era capaz de tutearla. Nunca lo haría, como nunca sería capaz de dejar de ver en ella una borrosa versión del enemigo, una especie de testigo insobornable, eterno, de todas mis miserias. Pero la bronca de aquella tarde estaba muy lejos de la frontera que separa la intimidad superficial de la más oscura, esa que no se comparte ni siquiera con uno mismo, y al fin y al cabo, por alguna parte había que empezar.
—Me he peleado con mi hermano Miguel —anuncié, encendiendo el primer cigarro de la tarde—. La verdad es que me he pasado la vida pegándome con él, en casa primero, de pequeños, y luego en el trabajo, y eso sería lo de menos si yo hubiera ganado alguna vez, pero no, porque soy tan imbécil que siempre acaba saliéndose con la suya.
—Miguel es el mediano, ¿verdad?, y es mayor que usted…
—Sí, dos años. Antonio, el primogénito, le saca quince meses, pero se llevan mucho mejor entre sí de lo que yo me llevo con cualquiera de los dos, aunque con Antonio no he discutido nunca, la verdad, porque nos ignoramos mutuamente, lo cual resulta mucho más civilizado, pero también es cierto que le tengo menos cariño, en fin, creo que ya hemos hablado de esto alguna vez… —asintió con la cabeza y seguí hablando—. Bueno, no sé si le he contado que Miguel acabó casándose con una amiga mía del colegio, María Pilar, que era buena chica, bastante cursi, eso sí, porque no consentía que nadie la llamara Pilar a secas, y un poco pava, pero simpática y muy divertida. Era muy guapa, también, una chica que llamaba la atención, como mi hermano, por otra parte, y aunque parezca mentira, los dos se cuidan tanto que ahora resultan incluso más guapos que antes, porque a los veinte años quien más y quien menos tiene buen tipo y una piel estupenda, ya sabe, pero a estas alturas es más raro destacar, y ellos destacan, desde luego… También es verdad que no hacen otra cosa. Desde que tuvo a sus hijos, y el pequeño debe de estar a punto de cumplir trece años, María Pilar se ha pasado la vida entre la peluquería y la esthéticienne, porque ella siempre lo dice así, en francés. Cada vez que alguien le comenta que está más guapa cada día, confiesa que su secreto consiste en dormir mucho, como si levantarse todos los días a las once de la mañana estuviera al alcance de cualquiera. Se ha montado un gimnasio en el sótano de su casa y se pasa la mañana haciendo pesas, luego va a nadar, y después queda con sus amigas para ir de compras, porque gastar dinero es lo único que la cura de la neurosis. Ella dice que está expuesta a la neurosis del ama de casa, y que las mujeres que trabajamos no podemos imaginarnos siquiera lo que se cansa una sin hacer nada en todo el día, y lo que se sufre sin salir de casa, bueno, ya se puede imaginar, su vida parece un chiste machista, y con fundamento, no le digo más… Una gilipollas integral, desde el último pelo de la cabeza hasta la uña meñique del pie izquierdo, y me quedo corta.
—Está claro que ya no son amigas…
—Está claro —admití, notando con alivio los efectos del rutinario catálogo de insultos que había soltado sin detenerme a respirar siquiera, y que empezaba, a desalojar un pesado estanque de agua sucia de mi interior—. Hace ya muchos años que dejamos de serlo. La novedad es que, a partir de hoy, somos más bien enemigas. O, mejor dicho, que estamos a punto de empezar a serlo, porque no la aguanto y voy a tener que cargar con ella todos los días… Por eso me he peleado con Miguel. Me ha venido esta mañana con que Mari Pili…, bueno, mi marido siempre la llama así y yo me apunté al diminutivo hace muchos años, en fin, que su mujer tiene una especie de crisis, que está triste y como desorientada, que no sabe lo que quiere ni lo que le pasa. O sea que, por una vez, ha sucumbido a la vulgaridad y está igual que todo el mundo, igual que yo, por lo menos. Lo han estado hablando, y se les ha ocurrido que lo que necesita es trabajar. ¿Se da cuenta? Trabajar, así, por las buenas, como si fuera lo mismo que pasar una temporada en un balneario. María Pilar necesita trabajar, eso me ha dicho. Y aunque él tiene un departamento entero para él solo, aunque hace doce o trece libros de texto cada año, no ha tenido una idea mejor que endosármela a mí, porque como es una mujer y yo trabajo con mujeres… —tenía el mechero en la mano, y lo encendí sin motivo, oprimiendo el pulsador con el dedo pulgar hasta que el metal empezó a quemar, pero ni siquiera así logré tranquilizarme—. Es que es la hostia, vamos, pero la hostia, no sé… Estoy harta, de verdad, harta. A veces tengo la impresión de que nadie nos toma en serio, de que somos una especie de Chicas de la Cruz Roja en versión editorial, y tiene cojones, desde luego… —volví a encender el mechero y esta vez me quemé, y lo hice aposta—. Perdóneme. No he querido hablar tan mal.
—No importa.
—Ya me lo imagino, pero no me gusta.
—Porque le molesta perder el control —sugirió.
—Desde luego —a veces pensaba que si el mérito de un psicoanalista consiste en sacar ese tipo de conclusiones, tenía la vida resuelta aunque no volviera a hacer un libro en toda mi vida—. A todo el mundo le molesta, ¿no? —hice una pausa, pero ella no quiso añadir nada—. De todas formas, en este momento he formado un equipo con mujeres por puro accidente. Me costó Dios y ayuda fichar a la documentalista, Ana, que es la mejor editora gráfica de todo el grupo. Se la quité a mi hermano Antonio en el último momento. La coordinadora, Rosa, había trabajado conmigo muchas veces, como redactora, como correctora, como traductora. Hace de todo, y lo hace bien, así que no se me ocurrió nadie mejor para que controlara la edición. El tratamiento informático se lo encargué a un hombre, sin embargo, Ramón Estévez, un tío estupendo, listísimo, pero que anda siempre muy sobrecargado de trabajo y no podía hacerse cargo de un proyecto más. Por eso me recomendó a Marisa Robles, una de sus ayudantes, y la verdad es que no me hizo ninguna gracia renunciar a él, que acepté a Marisa de mala gana, eso lo reconozco, y sin embargo, todo ha funcionado estupendamente. Hasta el punto de que lo único que tengo claro es que, pase lo que pase después del Atlas que estamos haciendo ahora, voy a intentar quedarme con ella para siempre, porque tener a un buen informático a mano es un verdadero lujo. Pero igual que le digo esto, le digo que si Ramón me hubiera recomendado a un hombre, lo habría contratado sin dudar, créame. He trabajado con muchísimos hombres hasta ahora, y no he tenido más problemas con ellos que con las mujeres. Y con cualquiera, por supuesto, menos problemas de los que voy a tener con Mari Pili, eso seguro…
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