Array Array - Atlas de geografía humana
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—¿Y por qué la ha aceptado? —parecía sinceramente sorprendida.
—Pues porque soy imbécil, así de claro… Porque Miguel me ha convencido de que meterla de buenas a primeras en su propio departamento resultaría escandaloso, porque me ha jurado que en cuanto pueda se la llevará a trabajar con él, porque sabe de sobra que vamos de culo y que nos vendría muy bien un ayudante que haga de todo, yo qué sé… He conseguido retrasar su incorporación un par de meses, hasta que empecemos un nuevo tomo, a ver si se hace defensora de las focas y se le olvida, o si nosotras, por lo menos, podemos ir haciéndonos a la idea. Al final he
pactado que mi cuñada pasará dos semanas trabajando con Rosa, dos semanas con Ana, y cuatro semanas con Marisa, porque los ordenadores son lo que más le interesa, ya ve, si lleva uñas de medio metro, qué le va a interesar a esa imbécil… Y cuando se lo he contado, se me han puesto contentas, claro, sobre todo Marisa, que se lleva la peor parte, porque la verdad es que estamos agobiadas de trabajo, y lo que nos faltaba era precisamente esto. Total, un desastre. Tendría que haber mandado a Miguel a la mierda, amenazar con colocarle a cambio a cualquiera de mis sobrinos en su libro de Lengua, negarme en redondo a cargar con Mari Pili, pero me ha pillado en un mal día, y eso es lo malo de mi hermano, que no se cansa jamás de discutir, y yo no sé estar una hora y media chillando y él sí…
Entonces callé, y la miré a los ojos, y encontré en ellos exactamente lo que esperaba. Desde que, en el preciso comienzo de la primera sesión, le advertí que prefería que no me preguntara nada, solamente se atrevía a interrumpirme para pedirme alguna aclaración trivial, o para glosar mis propias palabras. Las preguntas importantes, sin embargo, asomaban a sus ojos con tanta claridad como si pudiera escribirlas con alguna tinta mágica en el borde de sus párpados. Nuestras sesiones se habían ido convirtiendo poco a poco en un misterioso diálogo entre una voz que hablaba y otra que callaba, pero acertaba a expresarse siempre con silencios rotundos, más eficaces que cualquier sílaba. Aquella voz me preguntaba ahora por qué había tenido un mal día, y había sido tan malo de verdad, que me sometí a su voluntad sin calcular muy bien los efectos de mi respuesta.
—Estoy muy mal —admití, como un mínimo preámbulo—. Hace dos días le conté a mi marido que me estoy psicoanalizando.
Me pareció captar un fugacísimo destello de luz en sus pupilas, un inaudito síntoma de emoción que se extinguió muy pronto, sin embargo, en el acento neutro, convencionalmente profesional, que adoptó
para formular una pregunta inevitable, a la que mi raro acceso de sinceridad le daba cierto derecho.
—¿Y cómo reaccionó él?
—Me dijo que él creía que nosotros no hacíamos esta clase de cosas.
Eso fue exactamente lo que dijo, yo creía que nosotros no hacíamos esa clase de cosas, y se desmoronó en una esquina del sofá, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, para cambiar en un instante el signo de aquella escena, mi valerosa confesión deshinchándose hasta encajar en los mediocres límites de una inconveniencia, un error de cálculo, un comentario desafortunado e irreparable ya, otro desastre. Mi mirada vagó entre las familiares esquinas del salón de mi casa como si demarcaran un paisaje jamás visitado hasta entonces y después se hundió en mí misma, en mi vientre cansado, súbitamente atormentado por la inclemencia de mis propios ojos. La desnudez se me antojó de repente un estigma de mi propia decadencia, el eco de un clarín tardío que avisa de la ruina de un edificio cuyos muros se precipitan ya hacia el suelo, cayendo sin control en un violento estrépito de asombro y polvo. Como una Eva improvisada pero consciente, apenas fui expulsada del Paraíso corrí al dormitorio en busca de cualquier cosa que sirviera para cubrirme. Cuando regresé al salón, envuelta en un albornoz que ocultaba la ropa interior en la que había buscado una dosis suplementaria de seguridad, él todavía no había abierto los ojos.
Martín el lapidario, le llamaban en la facultad, porque le gustaba hablar a golpe de sentencias, frases cortas, afiladas, crueles a veces, certeras casi siempre e inapelables como sus propias convicciones, como las dudas que me confesaba últimamente con una angustia creciente y una frecuencia insólita hasta en alguien que practica en la duda una especie de metódica gimnasia intelectual. Yo le admiraba también por eso, y por la disciplina con la que pisaba el freno cuando estaba a punto de hacer daño de verdad a quien no lo merecía. Martín cultivaba la brillantez en los huecos libres de una bondad esencial, un sentimiento mucho más ligado al concepto de la dignidad individual y de la justicia universal, que a las blandas caridades en las que se asienta el desprestigio
contemporáneo de la virtud. Tal vez por eso, cuando me vio por fin, encogida en el sillón, aferrando las solapas del albornoz con las dos manos, cruzándolas tenazmente sobre mi pecho para cubrir hasta el último centímetro de piel visible, me llamó, y logró envolver sus palabras en el amable tono de una súplica.
—Ven aquí —me ordenó y me rogó al mismo tiempo, abriendo los brazos.
Yo tardé algún tiempo en decidirme. Le miré primero, fijamente, intentando adivinar qué sentía él en realidad, qué sentía yo, indecisa entre el desaliento provisional y la derrota definitiva. Mi resistencia acabó por descolocarle, y cuando echó nuevamente la cabeza hacia atrás, chasqueando los labios como un signo de impaciencia, fui hacia él y busqué sus brazos, enredándome en su cuerpo con el mismo tozudo desvalimiento que me había empujado hasta él al principio de aquella tarde cargada de preguntas.
—Yo creía que tenías un amante —dijo luego, después de besarme muchas veces en los labios, una ordenada ráfaga de besos breves, dulces, que posaron una nota amarga en la frontera de mi paladar.
—Y lo habrías preferido… —musité, con un registro ignorado de mi voz, una débil hebra sonora que parecía nacer de la hondura de mi propio miedo.
—No —contestó, con una rotundidad sospechosa de puro automática—. Desde luego que no.
Y sin embargo mentía. Estaba segura de que me estaba mintiendo. a pesar del aplomo con el que me sonreía ahora, como si la verdad acabase de quitarle un insoportable peso de encima, mentía, y yo no supe qué decir después, cómo excusar una inocencia que se había convertido de golpe en el más brutal de los delitos.
—No podéis pasaros toda la vida jugando al amor puro y eterno —me había dicho Marita una vez, muchos años antes, cuando el mundo entero parecía apenas un pequeño jardín que ella cultivaba en sus ratos libres—. Eso no funciona nunca. Hazme caso o acabaréis mal…
Si no le hubiera gustado tanto follar, habría sido la perfecta reencarnación de la virgen roja. Se llamaba María Tadea, santa del día, y cuando la conocí, poco tiempo después de desembarcar en la universidad, exhibía su nombre completo como una herida de guerra, una condecoración del destino, una especie de contraseña del origen rural y proletario que la destinaba inevitablemente a los puestos de mando, a la cabeza de las voluntariosas huestes revolucionarias que se nutrían sobre todo de los cachorros de una burguesía urbana más que complaciente con la dictadura, los auténticos beneficiarios del desarrollismo franquista, hijos de familias más o menos bien que no entendían ya por qué el pan está bendito, y reían entre dientes al escuchar la enésima versión del ancestral discurso que empezaba con cualquiera de aquellas frases memorables, yo he comido muchas berzas para que tú te hartes de filetes todos los días, o a tu edad yo ya llevaba muchos años trabajando y me compré mi primer coche a fuerza de matarme a horas extras, o mi padre me dio a mí diez pesetas a los veinte años para que me fuera de excursión a la Boca del Asno, y tú ya has estado en media Europa y todavía te quejas.
—En fin, éstos son los bueyes que tenemos para arar… —solía murmurar, fidelísima siempre a su prestigiosa estirpe agraria y cabeceando de desaliento, cada vez que pasaba revista a sus tropas. Pero, a pesar de la intensidad de su perpetua, fingida decepción, mandar le gustaba todavía más que follar. Por eso, luego levantaba la voz para soltar unos discursos aterradores, tan ardientes que las palabras parecían quemarle el paladar, con tal vehemencia escapaban de su boca, y tan feroces que más de un cortejador de la revolución pendiente agachó la cabeza antes de abandonar discretamente aquellas reuniones por la puerta de atrás, andando como los cangrejos, y se perdió para siempre en el confortable limbo de la socialdemocracia, donde nadie se atrevía a mencionar conceptos como el sacrificio, el combate, el dolor, el polvo, el sudor, o las lágrimas de esas madres heroicas que entregan sin vacilar a sus propios hijos a una muerte digna por una causa justa, que era el golpe de efecto preferido por Marita para concluir sus sanguinarias y melodramáticas arengas.
Ella fue la primera persona que me habló de Martín, casi un año antes de que le conociera, y desde luego, no pudo hablarme peor. Mi futuro marido, que la detestaba y era correspondido por
ella con creces, porque ocupaba el escalón inmediatamente superior en el complejo organigrama del partido de entonces, fue quien empezó a llamarla María Tarada, un mote que tuvo tanto éxito que algunos despistados llegaron a tomarlo por su nombre de pila. Él fue también quien, muchos años después, me reveló que Marita coleccionaba fotos, grabaciones y hasta películas de Pasionaria, y las estudiaba con ahínco para reproducir escrupulosamente los gestos, las poses, el tono y hasta el acento norteño de Dolores, en sus intervenciones. Copiaba frases enteras de los discursos emitidos por la radio durante la guerra —de ahí su insistencia en el sacrificio de las madres, en una época donde esa expresión remitía más bien al régimen de los hidratos de carbono, que se había puesto de moda—, pero, en mi opinión, lo hacía muy bien. Aunque ella estudiaba Derecho y yo Filosofía, nos veíamos casi todas las semanas en las reuniones del Comité Universitario de Solidaridad con Latinoamérica donde las dos representábamos a nuestras respectivas organizaciones, un invento que funcionaba en realidad como banderín de enganche para el Partido Comunista, porque ninguno de sus restantes miembros podíamos competir, ni de lejos, con la arrolladora capacidad de persuasión que Marita era capaz de desplegar ante cualquier indefinido aspirante a la tarea revolucionaria, incluso al precio de aterrarlo para el resto de su vida. Yo la admiraba por esa facilidad con la que acometía cualquier propósito que se hubiera empeñado en alcanzar, por descabellado que pareciera a primera vista, y me llevaba estupendamente con ella, aunque no me atrevo a decir que fuéramos amigas porque, en aquella época, Marita interpretaba seguramente la amistad como una debilidad urbana y pequeñoburguesa.
—Tú y yo somos interlocutoras —dijo una vez, definiendo nuestra relación con la rotundidad que caracterizaba su idea de todas las cosas, y era cierto. Durante toda la carrera, incluso después de que mi encontronazo dialéctico con Martín anulara el horizonte de mis ambiciones políticas concretas, y hasta cuando autodisolvimos el comité, seguíamos quedando casi todas las semanas para intercambiar puntos de vista, como decíamos entonces, aunque en realidad hablábamos un poco de todo, de la carrera, de la infinita nómina de sus novios de una noche, de música, de libros, de cine. Me gusta recordarla como era entonces, bajita y regordeta, con mucho pecho y las piernas ligeramente cortas, pero muy mona de cara, a pesar de las gafas redondas con montura de concha, deudoras del gusto de León Trotski y paradójicamente seleccionadas por la Seguridad Social franquista entre las monturas que se suministraban gratuitamente, que escogían todos los progres de la época.
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