Array Array - Atlas de geografía humana
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—Lo siento —me dijo, y me cogió del brazo para echar a andar—.
Lo siento mucho, Fran. Yo… no contaba con esto. Estaba muy segura de todo, no sé…
—¿Cómo estás? —pregunté, para acabar de sentirme irremediablemente imbécil.
—Fatal. Muy mal. Y no lo entiendo, la verdad es que no lo entiendo, yo había pensado mucho en todo esto, y no quería ese niño, no quería a ese niño, no lo quería…
Mientras se doblaba hacia delante, para volver a llorar con todo el cuerpo, recobré al mismo tiempo la movilidad y la cordura.
—No era un niño —sentencié, al tiempo que levantaba la mano para parar un taxi libre.
La empujé dentro del coche y le di al conductor la dirección de mi casa. Aquel dato la hizo reaccionar.
—No —me pidió—. No quiero ir a tu casa. Vamos a la mía, mejor…
—Pero si estoy sola —aclaré—. Mis padres ya están en la playa.
—De todas formas. Mejor vamos a mi casa.
En aquella época, después de muchos cursos de casas compartidas, Manta vivía sola, en una buhardilla muy pequeña pero tan asombrosamente bien organizada como era de esperar, que se asomaba al cielo de Madrid justo encima de la plaza del Conde de Barajas, cuyos límites apenas se atisbaban sacando medio cuerpo por una de las dos claraboyas abiertas en el techo. Allí, mientras una botella de vodka más bien malo menguaba al mismo ritmo que una Coca–Cola de dos litros, Marita, tirada en la cama, me fue contando los últimos episodios de su vida, que escuché sentada a su lado, en la única butaca que poseía. La convicción con la que aplicaba todo su bagaje teórico a una sórdida historia de amor accidental con un tipo siniestro, citando a Wilheim Reich cada tres frases, y enunciando los presupuestos básicos de la liberación femenina, el amor libre y la lucha de clases para explicarme que él estaba casado pero no se lo había dicho, y que ella no lo sabía pero tenía la obligación de comprenderlo, y que él se había quitado de en medio nada más conocer la noticia del embarazo y ella había asumido libremente la decisión de abortar, me conmovió tanto como la tristeza que no se disolvía bajo la mecánica eficacia de un discurso que, irónico presagio de tiempos aún insospechadamente venideros, por muy justo que fuera en sus intenciones, no servía absolutamente para nada.
El último de sus desastres amorosos daba en realidad tan poco de sí que antes de que se acabara
el vodka ya estábamos hablando de su familia y de la mía, de la vida, del destino y de la Historia, tal y como la entendíamos entonces. Cuando me serví la última copa, instalada en el recuento de los primeros años de la carrera y borracha ya sin remedio, le conté que no había podido olvidarme de Martín, y esa confesión por fin la arrebató, haciéndola saltar en la cama de pura indignación.
—No le conoces —me dijo—. Pero yo sí, yo tengo la desgracia de conocerle de sobra. Y será guapo, no te digo que no, pero además es un estalinista, un machista y un pedazo de gilipollas. Entérate bien porque eso es lo que hay.
Media hora más tarde, mientras inflaba la colchoneta de goma en la que me disponía a dormir, al lado de su cama, casi me alegré de haber tenido que escuchar estas cosas y otras peores, porque al menos, el odio que sentía por Martín parecía haberle ayudado a superar la crisis del aborto. A la mañana siguiente, en cambio, despertó mustia, y tan triste otra vez, que llamé al trabajo para avisar de que no me encontraba bien, lo cual era muy cierto, y me quedé con ella. Era viernes, y no nos separamos en todo el fin de semana. El lunes por la tarde, cuando volví a acompañarla a Canillejas para que le hicieran una revisión, ya habíamos alcanzado un grado de intimidad superior al que yo había tenido nunca con nadie. Y sin embargo, la perdí otra vez.
—Estoy pensando en irme a mi pueblo, ¿sabes?, a pasar unos días con mi familia. A lo mejor, empalmo con las vacaciones y me quedo hasta septiembre…
Eso fue lo único que me dijo, y yo la animé tanto como pude, porque me pareció una idea estupenda. Quedamos en vernos a su vuelta, pero ya no fui capaz de encontrarla. Cuando su teléfono enmudeció del todo, me acerqué hasta su casa y el portero me contó que había dejado la buhardilla a primeros de octubre. Lo único que sabía de Marita es que ahora vivía en Cuenca, pero en la guía de aquella provincia no encontré ningún número a su nombre. En el colegio de abogados tampoco supieron darme ninguna pista, y me resigné a echarla definitivamente de menos.
Fue durante aquel otoño, en noviembre del 77, cuando me encontré con Martín en Bolonia. Me acordé mucho de ella, y hasta pensé en invitarla a mi boda, pero entonces, un año y medio después de verla por última vez, ya ni siquiera intenté localizarla, porque su recuerdo había empezado a habitar en ese desván de la memoria donde se amontonan los náufragos que han perdido toda esperanza de rescate. Una tarde cualquiera del verano de 1982, mientras esperaba a mi marido, que contra todo pronóstico había logrado aficionarme al fútbol, para ver el correspondiente partido del Mundial, no fui capaz de presentirla tras la sonrisa cómplice que iluminaba su rostro de estalinista escéptico.
—¿A que no sabes a quién me he encontrado en la comisaría de Aluche?
Cuando la vi, en el marco de la puerta del salón, chillé de sorpresa y de alegría.
Entonces recuperé a una Marita básicamente feliz, más gorda pero igual de mona y, por supuesto, tan eficaz como siempre. Se había casado seis meses después que yo, en octubre de 1979, embarazada —ya ves, el destino, dijo sonriendo—, con un chico de su pueblo, Paco, que era médico y militaba en el PSOE. Al principio se instalaron en Cuenca capital, donde nació su hija mayor, Teresa, que no lleva el nombre de la santa del día, me aclaró su madre, y allí estuvieron hasta que él consiguió un traslado que les permitió volver a Madrid.
—Yo estoy encantada, desde luego —proclamó en voz alta cuando Martín, que se había ofrecido para poner copas, volvió de la cocina, ausencia que había aprovechado para darme dos o tres risueños codazos de felicitación por haber logrado salirme con la mía, hay que ver, la mosquita muerta, dijo exactamente, cuando me lo contaron no me lo podía creer—, pero te advierto que el trabajo está bastante peor que allí… Durante un par de años he sido prácticamente la única mujer matrimonialista de izquierdas de Cuenca y no daba abasto, la verdad, pero aquí es distinto, y encima, nada más llegar, me quedé embarazada otra vez… Mi hijo pequeño tiene ocho meses. Se llama Paco, igual que su padre, que se puso de lo más cerril con lo del nombrecito, no veas, pero yo le llamo Fran, que me gusta mucho más…
La final de aquel Mundial la vimos todos juntos en su casa, un piso moderno y bastante grande, situado en una bocacalle del Paseo de Extremadura, que parecía un modelo de cualquier revista de
decoración para familias de clase media, tan exhaustivamente explotado estaba cada rincón, tan limpio y bien resuelto y armonizado todo. Encontré a Marita muy identificada con su papel de madre de familia, pendiente de la menor necesidad de los niños, severa y dulce al mismo tiempo, y también me gustó su marido, aunque era aproximadamente el último hombre que habría podido imaginar jamás a su lado. Paco era mayor que nosotros, y aparentaba serlo todavía más. Al borde de los cuarenta años —Martín acababa de cumplir veintinueve, Marita y yo teníamos todavía veintisiete—, estaba casi completamente calvo, y su perfil proyectaba hacia delante una barriga, indiscutible estigma de la edad, con la que aún no habíamos tenido tiempo de familiarizarnos. Se había enamorado de Marita cuando era casi una niña, y seguía viviendo para ella. Era un hombre muy apacible, silencioso, cariñoso y paciente, pero carecía de cualquier veleidad intelectual, y a veces daba incluso la sensación de que le molestaba un poco la brillantez de su mujer, que seguía compitiendo tenaz, aunque ahora risueñamente, con Martín por convertirse en el motor de todas las conversaciones. En política era muchísimo más moderado que nosotros tres, aunque en aquella época, cuando su partido estrenaba gobierno, aquel detalle, que al cabo de unos años terminaría provocando discusiones atroces, no tenía tanta importancia.
A pesar de todo, le cogí cariño enseguida y creo le querré siempre, como Martín, que antes de que terminara aquel partido ya le había catalogado como un tío estupendo. Desde el primer momento, advertí también el empeño con el que se había propuesto hacer feliz a Marita, y tuve muchas ocasiones para comprobar hasta qué punto lo conseguía, aunque llegué a conocer tan bien a mi amiga que ni siquiera me sorprendió descubrir en ella, en la misma medida en la que pasaba el tiempo, una cierta envidia impregnada de viejas nostalgias. Marita, que siempre había aspirado a la perfección en todo, me miraba como si mi vida le gustara más que la suya, como si ella hubiera planificado siempre vivir como yo, en lugar de esperar la vida que le había tocado vivir. Durante años, Martín y yo cultivamos cuidadosamente el papel de adolescentes perpetuos. Viajábamos mucho, gastábamos todo lo que ganábamos sin preocuparnos por saber en qué se esfumaba el dinero, nos hacíamos regalos constantemente, y nos permitíamos otro tipo de lujos, como meternos mano en público o intercambiar despreocupadamente alusiones sexuales, que estaban absolutamente fuera de su alcance, porque ellos habían traspasado la línea que convierte a una pareja en una familia, una frontera que yo me proponía no atravesar jamás.
—Lo que os pasa es que, por mucho que lo neguéis, sólo sois dos niños ricos —me regañaba ella—, que siempre habéis tenido las espaldas cubiertas por la familia y nunca os habéis tomado la vida en seno…
Seguramente tenía razón, pero la razón jamás ha bastado para cambiar nada en este mundo. Por eso nunca le hice mucho caso cuando me advertía que no podíamos jugar siempre a ser novios eternos, que si no evolucionábamos en alguna dirección, nuestra historia acabaría muy mal. Estaba empeñada en que tuviéramos hijos, pero yo le contestaba siempre lo mismo, ya los has tenido tú, yo puedo malcriarlos, regalarles muchos juguetes y jugar con ellos. Mi versión de las cosas era muy distinta, porque Martín era exactamente el hombre del que había querido enamorarme siempre, con él me bastaba, y él me protegía del hastío que atenazaba periódicamente a Marita, con su vida llena de hijos, de proyectos de futuro, y de episódicos, pero fulminantes, deseos de escapar, que justificaba con afán cuando yo los enfrentaba con la soleada placidez de mi vida.
—Pero es que, no lo entiendes, los problemas también son necesarios… Forman parte de la realidad. Ayudan a valorar lo que es importante de verdad. No es sensato rehuirlos eternamente.
Y así, en polémicas tan irresolubles como una amistad que se hacía hasta demasiado estrecha para caber cómodamente en ese nombre, fue pasando el tiempo. Los niños crecieron y los mayores engordamos, pero nada cambió, y el tiempo siguió pasando, no había dejado de pasar mientras Marita depuraba sus tres o cuatro convicciones básicas, entre ellas que los seres humanos debemos de ser mucho más duros de lo que los médicos dicen, porque &u marido era médico y no hacía nada de lo que sus colegas nos recomiendan hacer a los demás, no dejó de pasar el día que me pidió que la acompañara al hospital, otra vez, después de tantos años, porque le habían encontrado un bulto en
el útero que seguramente sería una tontería, y siguió pasando cuando una biopsia confirmó que el tumor era maligno. Ni siquiera se detuvo el 13 de julio de 1992, cuando perdí a Marita otra vez, pero ahora para siempre, víctima de la mala suerte y del mal Dios que permite que muera a los treinta y siete años una persona necesaria para tanta gente. El tiempo no deja nunca de pasar. No conoce la piedad. Y cada segundo seguía perdiéndose sin remedio en el vacío cuando Martín, que estaba convencido de que yo tenía un amante, y había provocado en nuestras vidas una especie de primavera tardía que no era de ninguna forma el final de una mala racha, le dio la razón a Marita por fin, después de tantos años.
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