Array Array - Atlas de geografía humana

Тут можно читать онлайн Array Array - Atlas de geografía humana - бесплатно полную версию книги (целиком) без сокращений. Жанр: Современная проза. Здесь Вы можете читать полную версию (весь текст) онлайн без регистрации и SMS на сайте лучшей интернет библиотеки ЛибКинг или прочесть краткое содержание (суть), предисловие и аннотацию. Так же сможете купить и скачать торрент в электронном формате fb2, найти и слушать аудиокнигу на русском языке или узнать сколько частей в серии и всего страниц в публикации. Читателям доступно смотреть обложку, картинки, описание и отзывы (комментарии) о произведении.
  • Название:
    Atlas de geografía humana
  • Автор:
  • Жанр:
  • Издательство:
    неизвестно
  • Год:
    неизвестен
  • ISBN:
    нет данных
  • Рейтинг:
    4/5. Голосов: 11
  • Избранное:
    Добавить в избранное
  • Отзывы:
  • Ваша оценка:
    • 80
    • 1
    • 2
    • 3
    • 4
    • 5

Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

Atlas de geografía humana - описание и краткое содержание, автор Array Array, читайте бесплатно онлайн на сайте электронной библиотеки LibKing.Ru

Atlas de geografía humana - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)

Atlas de geografía humana - читать книгу онлайн бесплатно, автор Array Array
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

que teníamos el viento a favor, y ya ve cómo estamos, deseando que la derecha llegue por fin al poder a ver si salta todo por los aires… No se puede dejar de creer de golpe en lo que se sigue creyendo todavía, Justicia, Progreso, Futuro, ya sabe, el simple intento deja huellas terribles. Porque cuando el gran sueño muere, arrastra en su agonía a todos los sueños, y quizás, ese sueño general que nos ha dejado huérfanos sostenía mi pequeño sueño de amor pasión por los siglos de los siglos. Quizás…

O no. me dije a mí misma, cuando me detuve a tomar aliento. Quizás esto no es más que una excusa, quizás no sé nada de lo que está pasando, por qué se ha muerto Manta, por qué mi marido duerme fuera de casa, por qué necesita creer que yo tengo un amante para volver a comportarse como antes, por qué se hundió al conocer la verdad de estas sesiones tan inocentes.

Podría haberle contado muchas cosas más. El acidísimo comentario que se le escapó a Martín sólo un par de semanas antes, la última vez que le hice un regalo sin otro motivo que haber notado cómo lo admiraba ante un escaparate, la tarde anterior, mientras íbamos al cine caminando. Era un jersey doble, de lana gruesa, con cuello de camisa polo y grandes cuadros oscuros, y estoy segura de que le gustaba, porque se lo puso inmediatamente, sin perder el tiempo en quitarle la etiqueta, pero luego, mientras se miraba en el espejo, dijo algo entre dientes, y seguramente no quería que yo lo escuchara, pero lo escuché, ¡qué bien!, fue lo que dijo, otro caprichito, ya sólo nos falta entender de vinos… Ella no habría sido capaz de descifrar una clave tan aparentemente tonta, la maldición oculta tras la transparencia de esa hilera de palabras corrientes, inofensivas, pero yo le habría revelado el sentido de aquel lamento que no lo parecía, le habría explicado que, entre nosotros, esa clase de insignificantes, prestigiosas sabidurías —entender de vinos, de tabernas típicas, de hoteles con encanto, de pueblos escondidos, de dulces de convento— eran una contraseña de la futilidad, un estandarte de esas vidas tan vacías que pueden llenarse con un puñado de direcciones, con un índice de sucedáneos de las emociones verdaderas. Nosotros sólo compramos lo que anuncian por televisión, solíamos afirmar antes, como una irónica provocación que jamás nadie quiso recoger.

Podría haberle contado muchas cosas más, lo que sucedió unos meses atrás, después de que Martín me anunciase que había descubierto que no estaba yendo a ningún gimnasio y yo no fuera capaz de perseveraren mi mentira ni de renunciar a ella, porque mis labios sucumbieron a una repentina parálisis que sólo me consintió callar y mirar al suelo. Entonces ya debía de pensar que yo tenía un amante, y su respuesta fue inmediata, fulminante. Al día siguiente, viernes, a inedia tarde, me avisó de que se iba a cenar a la sierra, con un par de amigos, sin inventarse siquiera cualquier celebración corno pretexto. Ya había comenzado el sábado cuando llamó de nuevo, uf, menos mal que te encuentro levantada, creo que no voy a ir a dormir a casa, ¿sabes?, porque Alfonso, que nos ha traído en coche, está muy borracho, nos hemos pasado mucho y no nos atrevemos a volver a Madrid, mejor nos quedamos a dormir por aquí… Eran las seis y media de la mañana cuando me lo encontré de pie, al borde de la cama, despeinado y sudoroso, la camisa medio abierta, el nudo de la corbata a punto de deshacerse, una manga de la chaqueta embutida en su brazo izquierdo y la otra en vilo, columpiándose a sus espaldas. Me miraba como si pudiera atravesarme, encontrar una respuesta en la cara oculta de mis ojos, no dejó de hacerlo mientras se desnudaba con torpeza, mientras recorría la corta distancia que le separaba de la cama, mientras se reunía conmigo debajo de las sábanas. Luego me abrazó, tan fuerte que me hizo daño, y de la profundidad de aquel abrazo brotó su voz, voz de borracho solo y hastiado.

—Yo te quiero mucho, Fran. Te quiero mucho. Yo quiero estar contigo hasta el final, quiero…

No terminó la frase. No hacía falta. Comprendí su silencio mejor que sus palabras. Me estaba pidiendo ayuda, ayuda para enfrentarse a mí, ayuda para enfrentarse a sí mismo, ayuda para seguir teniendo ganas de vivir conmigo, para seguir teniendo ganas de vivir consigo, para seguir teniendo ganas de vivir. Me pedía ayuda y yo sólo tenía amor, un amor infinito e inútil, porque tanto amor y a no era suficiente. Me pedía ayuda, y yo sólo podía abrazarle, devolverle el dolor, y su silencio.

Podría haberle contado todas estas cosas, pero sentí de repente que ya no podía más, y fue eso lo que dije.

—Estamos muy cansados.

Luego, recogí mis cosas y me fui.

Cuando llegué a casa, Martín no estaba esperándome.

Al escuchar el timbre de la puerta, eché un último vistazo a mi alrededor y me convencí de que, definitivamente, los mapas que había abierto a medias para distribuirlos después sobre la mesa con la vulgar intención de sugerir un espontáneo, trabajado desorden, parecían un mal ensayo de bodegón de una mala estudiante de decoración. Enrollé cuatro o cinco a toda prisa hasta que el timbre sonó de nuevo y fui a abrir por fin, resignada a aceptar los signos del caos que parecía cernirse sobre una cita que no tenía nada de especial, por más que yo estuviera tan nerviosa como para sentir la necesidad de repetírmelo a cada paso.

Vestirme había resultado una tarea tan ardua como disponer los mapas, o hasta peor. Nadie que me hubiera visto con unos vaqueros y una blusa amarilla de verano, sin mangas, discreta concesión al sol de mayo que todavía calentaba cuando salí de la editorial, habría podido calcular la cantidad de ropa que había llegado a amontonarse sobre la colcha de mi cama una hora antes de que me decidiera por un atuendo tan vulgar, pero la verdad es que hacía mucho tiempo que no me apetecía ponerme un vestido ceñido, una falda corta o un body escotado, y no renuncié al pequeño placer de mirarme en el espejo, lista para seducir, aun sabiendo que nada resultaría tan ridículo como reunirme a las ocho de la tarde de un día laborable con un autor vestida para una cacería, y que cuanto más arriba me dejara llevar por mi imaginación, más me dolerían los huesos después del batacazo. Como una mínima e higiénica precaución, me había propuesto adoptar todas las medidas posibles para encubrir hasta el menor indicio del estado en el que me encontraba, una especie de reliquia arqueológica que tomó por asalto mi propio organismo y, lo que fue peor, mi entumecida memoria, que no acertó a rescatar, de puro antiguas, las huellas más recientes de un hormigueo semejante. Esto va a acabar mal, me advertía a cada paso, retocando el decorado que debería convencer a mi invitado de que me había pillado trabajando, pero que muy mal, repetía mientras me pintaba, mientras me miraba en el espejo, y me limpiaba la cara, y volvía a pintarme más discretamente, y sin embargo, cuando por fin lo tuve delante, sus ojos huyeron de mi rostro a tal velocidad que me dije que podía haberme ahorrado todo el trabajo. Tardé un par de segundos en comprender que el gran cuadro colgado a mis espaldas había secuestrado instantáneamente su atención.

—¿Es un retrato tuyo? —preguntó, contemplando el violento conjunto de brochazos de colores vivos sobre el que un grueso trazo negro demarcaba la silueta de la más legítima descendiente directa de la Venus de Willendorf.

—Sí—admití a mi pesar, preguntándome una vez más si Félix, que abominaba furiosamente en público del hiperrealismo, habría pretendido machacarme para siempre coronando aquella montaña de carne desparramada con una reproducción casi fotográfica de mi rostro, o si, como él decía, sucumbiendo a un instante de íntima y brutal desolación, yo nunca había sido capaz de captar el espíritu alegórico del cuadro—. ¿Te gusta?

—Bueno… —frunció los labios en un torpísimo gesto de indecisión del que decidí rescatarle antes de que empezara a ponerse colorado.

—No, en serio… Dime la verdad.

Me miró un momento y sonrió, al comprobar que yo había sonreído primero.

—La verdad es que no me gusta nada.

—Me alegro… —y mi sonrisa desembocó en una risa breve—. Es de mi ex marido.

—¡Joder! —Él rió con más fuerza—. No me extraña que sea ex…

Mientras le rogaba que se sentara, y averiguaba lo que le apetecía tomar, y me iba a buscar un par de cervezas a la nevera, me pregunté por qué no me había atrevido a descolgar nunca aquel cuadro horrible, por qué cargaba con él como si fuera una especie de maldición indisoluble incluso ahora, cuando Amanda ya no necesitaba vivir entre recuerdos de su padre porque disfrutaba a diario del irreemplazable original, y mientras recorría el pasillo en sentido inverso con una bandeja entre las manos, me propuse incluso quitarlo de la pared aquella misma noche, ahorrarme para el resto de mi vida esa pequeña tortura a la que jamás había llegado a acostumbrarme, el instante de repeluzno que me asaltaba al contemplarme así, tan horrorosa, cada vez que ponía un pie en mi propia casa.

Creo que eso fue lo último que pensé con serenidad en muchas horas.

Cuando volví al salón, él no estaba de pie, estudiando los mapas, como había previsto, sino sentado en el mismo sillón en el que lo dejé, mirándolo todo con mucha atención, interpretando tal vez la realidad, mi realidad, recordé, como si fuera un paisaje más. Desde la primera vez que le vi, e incluso después de su acceso de cólera telefónica, demasiado violento para ser habitual, me había parecido un hombre muy tranquilo, y no sólo por sus gestos lentos, reposados, sino por una extraña cualidad, relacionada tal vez con su capacidad para comprender lo que le rodeaba, que le permitía integrarse casi instantáneamente en cualquier lugar, como si fuera uno de esos animales miméticos que pueden cambiar a voluntad de forma y de color. Por eso estaba ahí, más recostado que erguido, con Las piernas cruzadas de esa enrevesada manera típicamente masculina, el tobillo izquierdo encabalgado sobre la rodilla derecha, dejando caer la ceniza de su cigarrillo sobre el cenicero que tenía más a mano, relajado y divertido, con tanta naturalidad como si llevara toda la vida viviendo en mi casa, sentándose en aquel sillón, ensuciando aquel cenicero.

—¿Se cotiza mucho? —me preguntó, señalando otro enorme cuadro de Félix que tenia delante.

—Bastante, no creas… Si expusiera ahora mismo, los grandes podrían costar más de un millón.

—Pues tienes un capital aquí mismo.

—Ya, pero son la herencia de mi hija.

—Claro, claro… —dijo, como arrepintiéndose de haber sido demasiado sincero, y entonces, no sé muy bien por qué, menos por proteger a Félix que por defenderme a mí misma, que al fin y al cabo me había casado con él, le revelé que, al fin y al cabo los dos tenían un punto, aunque sólo fuera uno, en común.

—Él también fue profesor, ¿sabes? —me senté en un taburete, frente a él, y encendí uno de mis cigarrillos—. Concretamente, mi profesor de dibujo.

—¿Sí? —no parecía muy emocionado—. ¿Tú estudiaste Bellas Artes?

—No. Yo me casé con él a los dieciocho años. Me matriculé en primero de Periodismo, pero ni siquiera terminé…

Interrumpí el brevísimo recuento de mis experiencias universitarias al darme cuenta de que había empezado a mirarme de otra manera, como si una linterna oculta acabara de encenderse detrás de cada una de sus pupilas, y durante un momento los dos estuvimos callados, él calculando en silencio, yo calculando también si sería cierto lo que podía leer en aquella mirada. Entonces, se frotó la cara con las manos, sonrió, y recapituló en voz alta, mirándome de nuevo como un autor bien educado.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать


Array Array читать все книги автора по порядку

Array Array - все книги автора в одном месте читать по порядку полные версии на сайте онлайн библиотеки LibKing.




Atlas de geografía humana отзывы


Отзывы читателей о книге Atlas de geografía humana, автор: Array Array. Читайте комментарии и мнения людей о произведении.


Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв или расскажите друзьям

Напишите свой комментарий
x