Array Array - Atlas de geografía humana
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—Vamos a ver —dijo para empezar—. En Periodismo no se da dibujo, ¿no?
—No —a pesar de que él guardaba admirablemente la compostura, se me escapó la risa al comprobar que la dirección de sus cálculos era exactamente la que yo había previsto.
—O sea, que te dio clase en el colegio y os encontrasteis luego por la calle, o algo así… — levantó la mano en el aire, como imponiendo una pausa, al comprender que el margen de su última resta era demasiado estrecho—. No, espera, eso no puede ser, porque si te casaste a los dieciocho años, no te dio tiempo… ¿o sí?
—¿A qué?
—A encontrártelo por la calle.
—Yo nunca he dicho que me lo encontrara…
—¡Aaahg! —subrayó su impaciencia dándose un manotazo en la pierna, un gesto infantil que intensificó una sonrisa abierta y levemente ansiosa, la expresión de un niño que busca un regalo escondido en el instante en el que acaba de atisbar por fin una esquina del envoltorio de colores tras el vuelo de una cortina. Yo me estaba divirtiendo, y tenía ganas de divertirme mucho más, así que no me quedaba otro remedio que colaborar.
—Bueno —accedí—. Te lo voy a contar. Me dio clase en COU.
— ¿Y?
—Y me enrollé con él.
—¿En COU?
—Sí.
—Tiene gracia… —se tapó de nuevo la cara con las manos antes de dejar caer la cabeza, que oscilaba suavemente a un lado y a otro, y se mantuvo así, negando para sí mismo, un par de segundos. Luego me miró. Parecía sencillamente encantado por lo que acababa de oír.
—¿Por qué? —le pregunté, a punto de quedarme atrapada yo también en una sonrisa boba.
—Pues no sé, es que no me lo esperaba… —hizo una pausa antes de pasar al ataque—. Al fin y al cabo las alumnas han sido una de las grandes fantasías sexuales de mi vida.
—¿Y ya no lo son?
—Bah, ahora es distinto… Ellas son siempre unas niñas, y yo soy cada vez más viejo. Hace años que me llaman de usted. Pero al principio… Bueno, yo entré en la facultad muy joven, con la carrera recién terminada…
—Eras un chico listo —le interrumpí.
—El más listo —sonrió—. Así que a los alumnos de mis primeros cursos les sacaba solamente dos años, tres años, y entonces sí, en aquella época no lo podía evitar, al empezar el curso me fijaba en las chicas, calculaba sus posibilidades, o mejor dicho, las mías, las estudiaba durante meses… Y en fin, ya sabes…
Decidí demostrar que sí sabía.
—Te liaste con muchas.
—Con algunas —confesó, con una expresión de pesar fingido que le favorecía mucho.
Intenté mirarlo con los ojos de cualquier alumna de primero, imaginármelo en la facultad, dando clase, un hombre que parecía más alto de lo que indicaba su estatura, más corpulento de lo que revelaría su peso, mucho más joven de lo que era en realidad, y muy listo, con una cara peculiar, porque sería convencionalmente guapo si su cabeza no fuera un poco demasiado grande, sus orejas un poco demasiado grandes, sus cejas un poco demasiado grandes, aunque aquellos excesos le sentaban bien, tanto como para seducir a promociones enteras de futuras geógrafas, o para seducirme a mí, que a aquellas alturas, cuando introdujo una matización más que previsible, ya podía mirarle con ojos de alumna.
—Pero todas eran mayores de edad.
—Yo era casi mayor de edad.
—Casi. Ahí está la gracia… ¿Cuántos años tenías?
—Diecisiete. Lo siento.
Se echó a reír y yo le acompañé mientras mi sangre me insinuaba que aún podía recordar el peligrosísimo camino que solía desembocar en el estado efervescente.
—No —dijo entonces—. No lo sientas, pero cuéntamelo.
—Ni hablar —respondí sin pararme a pensarlo siquiera, antes de disponer incluso de tiempo para sospechar que aquel juego podía volverse en contra mía.
—Sí, anda —él parecía muy interesado—, cuéntamelo, por favor.
—Es que es una historia muy larga.
—No tengo prisa. Mi mujer se ha ido esta tarde con los niños y el perro a pasar el puente en casa de una amiga suya que me cae especialmente gorda, una especie de apóstol del amor canino que tiene una casa muy grande, en Santander, con doce o catorce perros babosos y malolientes. Se van a divertir muchísimo…
—¿Y tú? —pregunté como de pasada, como si no me hubiera dado cuenta de que él acababa de aprovechar la primera coyuntura mínimamente favorable para informarme de que estaba solo en Madrid, como si a mí no me hubiera saltado el corazón dentro del pecho al enterarme, y aún más, como si mi imaginación, atrapada ya entre las cadenas de la alucinación más deliciosa, no hubiera comenzado instantáneamente a conspirar para sugerirme que él había planificado esta situación al milímetro cuando me citó precisamente aquella tarde, y cuando eligió hacerlo precisamente en mi casa.
—A mí me ha salvado, otra vez, el bendito karst —contestó, con tanta tranquilidad como si no hubiera advertido la velocidad a la que yo procesaba su información—. Estoy escribiendo un libro sobre mis montes favoritos y tengo que ir a Los Monegros este fin de semana a medir un montón de cosas, así que puedo estar escuchándote hasta mañana —hizo una pausa estratégica—, o hasta pasado mañana, si hace falta…
Acusé el golpe con un nuevo acceso de risa floja que no me impidió calcular deprisa la clase de riesgos a los que me había expuesto yo sola.
—No, en serio, es que… —opté por la posición más conservadora—. No me apetece.
—¿Por qué?
Él, que me hablaba ya en un tono premonitorio, casi propio de un amante, no parecía dispuesto a rendirse. A mí tampoco me apetecía quedar como una tonta, por eso fui sincera.
—Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharlo.
—¿Qué pasa? —y en su mirada, la sagacidad se mezcló con ciertas notas de una excitación precoz—. ¿Que empezaste tú?
—¿Por qué dices eso? —protesté, y miré al suelo sólo por no mirarle a la cara, aunque tuvo margen de sobra para comprobar que me acababa de poner roja como un tomate.
—¡Eh! —me llamó, poniéndome una mano sobre la rodilla, como una forma de reclamar mi atención—. Yo también soy profesor. En la universidad es peligroso, en un instituto, y en aquella época, tuvo que ser directamente suicida. Así que tuviste que empezar tú. Y la tentación debió de ser formidable, desde luego, irresistible. Como para arriesgarse a ir a la cárcel…
—Pues no creas… —protesté de nuevo—. No fue tan sencillo, en realidad no empezó nadie, yo… Yo era muy pequeña y no entendía bien… Además, lo que tenemos que hacer es mirar los mapas.
—No —sonrió.
—¿Cómo que no? Claro que sí.
—No. Tú pones los que tú quieras y a mí me parece todo muy bien. Cuéntamelo, anda.
—Eso no es muy riguroso, precisamente…
—Claro que es riguroso —y empezó a mover la mano, que no había abandonado mi rodilla, para trazar una caricia lenta y circular—. No lo sabes tú bien…
—¡Javier, por favor! —supliqué entre risas—. Pero ¿por qué quieres que te lo cuente?
—Porque estoy muerto de envidia —admitió, con una sinceridad que me desconcertó—. Porque me habría encantado que fueras alumna mía a los diecisiete años. Y porque no habría perdido el tiempo en hacerte retratos espantosos, por cierto.
A partir de ahí, caí en picado. Mis últimos forcejeos fueron meramente simbólicos y él lo sabía.
—Pues te advierto que la historia no te va a gustar.
—Claro que sí. Me va a encantar.
—Es que no vas a pensar bien de mí, después de escucharla.
—Mejor. Voy a pensar muchísimo mejor.
—No creas, porque me jode mucho reconocerlo, pero la verdad es que me porté como una calientapollas…
—Estupendo. Seguro que él no se merecía otra cosa
—¿Y tu solidaridad?
—Estoy dispuesto a ser absolutamente solidario contigo, ya te lo he dicho.
—Muy bien. Pero antes necesito una copa.
—Ponme a mí otra, anda…
Mientras dejaba caer los cubos de hielo entre las paredes de dos vasos de cristal con una parsimonia que traicionaba gráficamente mi in–certidumbre, intenté en vano anticipar los efectos que mi historia con Félix podría llegar a producir en el delicado y fragilísimo embrión de algo, una cosa de rango todavía indeterminado, que parecía haber brotado a lo largo de mi conversación con Javier Álvarez. Pero si al final decidí contárselo todo con pelos y señales no fue porque sospechara que era fácil que se quedara colgado de la enloquecida adolescente que fui una vez, y difícil que
pudiera ver en mí, tantos años después, una fiel prolongación de aquella caprichosa aventurera que cayó de cabeza en su propia trampa. Sí se lo conté fue porque de repente me dije que, a lo mejor, todo aquello había sucedido solamente para que yo pudiera contárselo a Javier, aquella noche.
Cuando se marchó por fin, al tercer intento, eran las doce y media de la mañana.
Yo le acompañé desnuda hasta la puerta, me escondí detrás de la hoja, y le besé en la boca. Ninguno de los dos dijo adiós, ni siquiera hasta luego. Después, cuando deduje por el ruido del motor que el ascensor había comenzado a descender, me pregunté qué podía hacer yo. Levanté los ojos hacia el Retrato de Ana como diosa de la fecundidad que tenía delante y pensé en descolgarlo en aquel mismo instante, pero no me sentía con fuerzas ni siquiera para eso. Mis párpados cayeron suavemente sobre mis ojos y sólo entonces me di cuenta de que estaba sonriendo, y mi sonrisa parecía despegarse de mis labios, dibujarse en el aire, multiplicarse entre las esquinas de aquella habitación, entre las esquinas de mi cuerpo y de mi alma, como la feroz sonrisa del gato de Chesire. Pero tú no te llamas Alicia, me advertí, e intenté ponerme seria.
—No estás enamorada, Ana —me dije en voz alta a mí misma—. No te has enamorado, no lo creas porque no es verdad, no puede ser verdad, no es posible…
Ha estado bien, seguí negociando en silencio con mi propio deseo, bueno, vale, ha estado muy bien, un tío cojonudo, unos polvos estupendos, una noche de amor… No, de amor no. Bueno, de amor, pero ¿y qué? Está casado, tiene un montón de alumnas más jóvenes que tú para ligar con ellas, y no lo vas a volver a ver, así que…
—¡Oh, Dios mío! —mis labios rompieron de nuevo el silencio cuando comprobé que toda mi inteligencia, toda mi sensatez, todo el peso de la experiencia acumulada en treinta y seis años de vida, no lograban acortar la amplitud de mi sonrisa ni en una miserable milésima—. ¡Dios mío! —y no encontré nada mejor que decir—. ¡Dios mío!
Entonces comprendí que mi estado era muy parecido a la convalecencia de una enfermedad imprevista y fulminante, y volví a la cama, me tendí en el lado en el que había dormido él, acerqué el cenicero a la esquina de la mesilla, y me fumé el pitillo más espléndido de toda mi larga trayectoria de fumadora. Me había enamorado de Javier Álvarez, y aunque me empeñara en vivir negándolo desde aquel mismo momento hasta el instante previo al de mi muerte, la verdad es que estaba muy contenta de haberme precipitado de golpe en el abismo sin fin donde se pierden los únicos seres humanos que han llegado alguna vez a estar vivos.
Lo intuía ya cuando serví la segunda copa, mi relato avanzando muy despacio entre las continuas interrupciones que forzaban sus preguntas —¿en el muslo?, ¡no me digas!, pero ¿dónde exactamente?—, sus minuciosas puntualizaciones de alumno aplicado —un momento, un momento…, eso no lo he entendido, yo creo que a través de las medias no se puede leer nada—, sus sutiles matizaciones de profesor en ejercicio —pero tú no debías de ser nada aniñada, ¿verdad?, claro que tiene que ver, porque en un grupo de COU el aniñamiento es la norma, todo lo contrario que en la universidad—, entonces lo intuí, casi lo supe, porque no había conocido a nadie como él, y esa insólita mezcla de curiosidad y conocimiento, de serenidad y agitación, de jocosidad y reflexión, que le convertía en un hombre muy joven y muy maduro al mismo tiempo, me gustaba mucho más que cualquier otra posible combinación de aquellos ingredientes. Y no sé cuánto aprendió él de mí mientras me escuchaba con una sonrisa indescifrable, que parecía irónica a veces, y a veces incrédula, pero siempre complacida, mientras me miraba con la contenida avidez de un entomólogo que estudia minuciosamente la mariposa que dentro de un instante va a clavar sin piedad en un cartón, pero yo, que estaba al acecho de la menor de sus reacciones, descubrí también algunas de sus cartas, porque me di cuenta de que no era absolutamente nada tímido, por más que se esforzara en cultivar la apariencia de lo contrario, justo al revés de lo que hace todo el mundo, e incluso llegué a sospechar que su agudísima curiosidad, ese interés pretendidamente ingenuo con el que me pedía detalles cada vez más difíciles de confesar en voz alta, era sobre todo una estrategia
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