Array Array - Atlas de geografía humana
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Entre las adustas paredes de aquel modernísimo edificio, donde el lujo se expresaba con una frialdad extrema, casi conventual, la realidad me asestaría un nuevo golpe aquella misma noche. Tras la aburrida sesión de la tarde, dedicada a exponer nuevas perspectivas comerciales, y la correspondiente cena, que esta vez se celebró en un restaurante del puerto, descarté la última etapa del programa oficial, copa en una macrodiscoteca muy de moda, para unirme a un pequeño grupo que decidió regresar al hotel caminando. Cuando llegamos, no era todavía la una de la mañana, y yo no tenía sueño, pero no logré convencer a Ramón, que bostezaba aparatosamente mientras la recepcionista iba a buscar su llave, ni a ningún otro de mis ocasionales acompañantes —un par de vendedoras de Zaragoza, muy simpáticas, el distribuidor de Málaga, que había venido con su mujer, y otra pareja más, a cuyos miembros no llegué a identificar— de que me acompañaran al bar del hotel Como sabía que me iban a mirar raro si anunciaba mis intenciones de tomarme una copa yo sola, me despedí diciendo que quería mirar unas plumas que había visto por la mañana de pasada, en el escaparate de una de las tiendas de la planta baja, y me dirigí, con pasos lentos y firmes, a un bar escondido en una especie de semisótano, al que se accedía por unas escaleras situadas en un extremo del vestíbulo.
Por primera vez en mi vida, yo misma suplanté a Alejandra Escobar, y los resultados no pudieron ser más desastrosos. Es cierto que ni ella ni yo habríamos escogido nunca aquel escenario gélido, desabrido, que evocaba la tristeza antiséptica de un hospital recién estrenado, el suelo desnudo de mármol blanco, ¡os pilares revestidos de acero pulido, la fría amenaza del metal
serpenteando entre las mesas, las sillas, las lámparas, mucho cristal opaco y mucho laminado con tacto de plástico y engañosa vocación de madera noble, un espejo helado capaz de empequeñecer y desarbolar la imagen de cualquiera que tenga el valor preciso para enfrentarse a su inmaculado rigor. Mientras me daba cuenta de que ninguna mesa resultaba más discreta que las demás en aquel recinto dispuesto como un escenario, recordé las espléndidas fachadas de algunos viejos hoteles de lujo que había contemplado en el paseo de Gracia, y lamenté el dudoso criterio de quienes hubiesen descartado cualquiera de ellos en favor del templo polar donde nos habían alojado por un precio seguramente no muy inferior al que decretan prestigio y tradición. Sin haberme decidido todavía a sentarme, eché un vistazo a la clientela y sentí una punzada de nostalgia por mi habitación de la tercera planta, la cama inmensa, tan bien hecha, el televisor manso y complaciente, incapaz de discutir mi voluntad, y una novela de seiscientas páginas sobre la mesilla, todo un proyecto de bienestar en comparación con la pobre oferta de aquel local medio vacío, tres mesas ocupadas por grupitos de individuos bien trajeados, incluyendo a alguna mujer con el preceptivo traje de chaqueta de corte clásico —muy parecido al que yo misma llevaba en aquel momento— que se ha convertido en una especie de sinónimo femenino de la corbata, y dos turistas varones de aspecto nórdico y unos cincuenta años, ataviados como para asistir a una póstuma edición del festival de Woodstock, que lucían sus piernas canosas desde los altos taburetes enfrentados a la barra gracias a unos bermudas modelo aventurero de un color indescifrable ya, de tan lavados. Cuando estaba a punto de volver sobre mis pasos-, me dije que yo no me llamaba Alejandra Escobar ni necesitaba pretexto alguno para tomarme una copa en aquel lugar, así que, imponiéndome a un certero desaliento, me senté en la silla que estaba más a mano, llamé al camarero con un gesto mudo, y pedí un whisky con hielo y un poco de agua, porque Alejandra y yo siempre bebemos lo mismo. Tres cuartos de hora después, cuando me levanté para marcharme, mi vaso aún contenía dos dedos de un líquido vagamente amarillento. Ése era el único detalle revelador de que se hubiera producido cierto progreso desde el momento en que entré en aquel bar.
Quizás a Alejandra no le hubieran ido las cosas mejor que a mí en esta ocasión. Es difícil saberlo porque ella, que aprendió muy pronto que no se debe esperar gran cosa de los hoteles de lujo recién estrenados e inmediatamente ocupados por una insulsa horda empresarial de medio pelo, jamás habría escogido un escaparate semejante. De todas formas, cuando entré en mi habitación muerta de sueño, sin ganas de tiranizar al televisor, sin ánimo para hacer avanzar la señal a lo largo de las cuatrocientas y pico páginas de la novela que me faltaban por leer y, lo que es más grave, sin fuerzas para embadurnarme la cara sucesivamente con leche limpiadora, tónico y crema nutritiva, tal y como me había propuesto hacer sin falta cada noche desde el día en que me di cuenta de que iba a cumplir cuarenta años mucho antes de lo que me imaginaba, estaba ya segura de que la clave de aquel fracaso tenía que ver sobre todo con mi propia identidad, porque es muy difícil ser feliz cuando una sabe que lleva un vestido feo, incómodo y pasado de moda, y Cenicienta nunca habría llegado a ser princesa con sus viejos harapos manchados de hollín.
El poder de Alejandra Escobar reside también en su propia identidad, el hueco maleable y acogedor donde cabemos cientos de historias diferentes y yo misma, feliz por estrenar un vestido nuevo cada noche, capaz de quererme un poco mientras me apropio de un personaje que no es el mío. Ése es el único propósito de mis noches secretas, esas noches de las que no puedo hablar con nadie y en las que no busco nada que no esté ya dentro de mí misma, de la mujer ajena que soy yo, y que es a la vez mucho mejor que yo. Alejandra jamás fracasa, y si alguna vez nadie se apercibe de su presencia, no falla ella, que es siempre una criatura apasionante, que arrastra una historia intensa y tiene un larguísimo futuro por delante, falla el mundo, incapaz de reconocer a la mejor de sus hijas. Por eso, no importa que no ligue, que llegue a aburrirse, que no hable con nadie. Su único sentido es existir, y con eso basta.
Después de aquella noche de Barcelona, no volví a suplantar a Alejandra nunca más, y sin embargo, casi tres años después de aquel viaje y en unas circunstancias muy distintas, ella se disipó de nuevo para cederme un puesto que yo no contaba con ocupar. Sucedió en el bar del vestíbulo del
hotel Ritz, uno de nuestros refugios tradicionales, el salón de aire casi íntimo que se trocó de repente en un páramo hostil, escenario de una muda pero feroz batalla que llegué a creer perdida para siempre. Sin embargo, había empezado aquella pequeña aventura con buen pie. Al volver del trabajo recogí del tinte el vestido rojo que había comprado para consolarme del penoso malentendido que hizo de Ramón el más efímero de mis amantes, y descubrí con satisfacción que no quedaba ni rastro de la mancha de vino que me hizo temer por él la última vez que me lo quité. Aunque sabía que estaba desafiando a la suerte, porque hacía más de un año que Alejandra lo escogía casi invariablemente entre todos los trajes de mi armario, no resistí la tentación de ponérmelo una vez más, porque nada me sentaba mejor que aquel cuerpo ceñido de manga larga, con un considerable escote entre las hombreras, que se cortaba al llegar a la cintura para dar paso a una falda con pinzas estratégicamente colocadas, que se iba estrechando con sabiduría hasta rozar la frontera de mis rodillas. Me mostré más prudente en la elección del lugar, porque aunque tenía más bien cuerpo de Santo Mauro, hacía más de tres meses que no pisaba el Ritz, y siempre he procurado no resultar excesivamente familiar para los camareros, un propósito al que me ayudan ciertas crisis de amarga lucidez que culminan con el abandono de Alejandra durante un periodo de tiempo siempre imprevisible. La compra de aquel vestido de punto rojo, cuyas frecuentes visitas al tinte se empezaban a leer en la liviandad del tejido que recubría los codos, había puesto fin a la última de aquellas separaciones, así que las precauciones estaban más que indicadas, y sin embargo, no habría podido tomar medida alguna para evitar lo que pasó. La que parecía más joven de las dos aparentaba unos veinticinco años. La mayor andaba más cerca de los treinta pero era más guapa que la primera, aunque la verdad es que ambas, hasta sin parecerse a Ava Gardner, reclamarían instantáneamente la atención del espectador más displicente, incapaz de afrontar la belleza ajena con más generosidad que yo misma. Altas, delgadas, una morena y la otra sabiamente teñida de rubio, lucían un bronceado envidiable a mediados de abril, y la certeza de que lo hubieran obtenido por medios artificiales consolaba tan poco como calcular el número de horas semanales que debían de enterrar en un gimnasio para lograr un cuerpo tan espectacularmente fronterizo con la perfección. De todas formas, al principio no les presté más atención que la precisa para anotar estos datos y algún detalle más, como el acento gangoso, afectadísimo, que hirió mis oídos en el breve fragmento de conversación que capté por azar, al pasar a su lado, o ciertos aspavientos de las manos que me permitieron relegarlas en un instante al archisabido y caricaturesco limbo de las pijas rematadas. Sin embargo, su esplendor debió de arrugar alguna fibra secreta del formidable ánimo de Alejandra Escobar porque, al mismo tiempo que completaba una secuencia de gestos neutros, inevitables —desabrocharme la chaqueta, dejar el bolso sobre la mesa, sacar un paquete de tabaco y un mechero, sentarme, cruzar las piernas, volver a coger el bolso para enganchar la correa en el respaldo de la silla, abrir el paquete de tabaco, sacar un cigarrillo, encenderlo, llevármelo a la boca, dejar escapar una gran bocanada de humo, levantar la mano para llamar la atención del camarero, esperar su llegada, pedirle una copa y, por fin, echar una ojeada a mi alrededor—, me di cuenta de que estaba cargando aparatosamente las tintas en cada etapa del proceso, y estiraba los dedos que sostenían el cigarro un poco más de lo imprescindible, me apartaba el pelo de la cara con una frecuencia inaudita, fruncía los labios en un premeditado alarde de hosquedad que carecía de cualquier motivo, improvisaba una mirada de desprecio por el mundo que me extrañaba hasta a mí misma, y todo esto sucedía al margen de mi voluntad, sin que yo conociera la causa, sin que pudiera por tanto evitarlo.
Quizás, esta especie de representación intensificada de lo que no era otra cosa que una representación atrajo sobre mí la atención que menos buscaba, esa que, más precisamente, habría deseado no provocar nunca. Alertada por un inconcreto hormigueo, un repentino sentimiento de mi propia presencia, volví bruscamente la cabeza hacia la izquierda y me topé de frente con cuatro ojos impecablemente maquillados. Ejerciendo sin inmutarse un privilegio de su divinidad, las dos estatuas bronceadas a quienes ya había decidido ignorar, mantuvieron su mirada fija en mí, cuchicheando entre sonrisas que me permitieron entrever sus perfectas, feroces dentaduras. La
simple sospecha de que estuvieran riéndose de mí bastó para derrotar en un instante a una luchadora tan curtida como Alejandra Escobar, que se disolvió en el aire sin dejar noticia de su paradero, abandonándome en los brazos de mi propio ridículo. Intenté resucitarla por todos los medios posibles, pero la repetición mecánica de sus ademanes de mujer elegante, que ahora más bien me parecían las esperpénticas muecas de una loca, no hizo más que empeorar la situación. No me atrevía a mirar al enemigo ni siquiera de reojo, pero tenía la impresión de que sus carcajadas, rotundas ya, y desbocadas, alcanzarían mis oídos de un momento a otro mientras me manoseaba el pelo como si me lo estuviera lavando y encendía un pitillo antes de que se extinguiera el humo del anterior. Entonces decidí marcharme. Nadie había conseguido echar jamás a Alejandra Escobar de ningún sitio, pero yo estaba sola, y no era ella. Miré el reloj con mucho detenimiento y un gesto de extrañeza, como si no pudiera comprender el retraso de quien jamás iba a llegar a aquella cita. Dejé pasar tres o cuatro minutos y me fijé en la esfera de nuevo, con tanta atención como si el movimiento de las agujas desvelara la clave de algún enigma vital para mi futuro. Una vez más, me dije, aguanto sólo un ratito, miro el reloj otra vez, me levanto y me voy. Pero entonces, justo cuando dirigía hacia ningún lugar en concreto esa mirada vaga y despaciosa de los que no tienen nada que hacer, excepto tiempo, lo descubrí a lo lejos, perfectamente centrado entre dos columnas, y sentí lo mismo que debe de sentir un náufrago preso en un peñón de dos metros de diámetro cuando distingue la silueta de un barco sobre la línea del horizonte.
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