Array Array - Historia de Mayta
- Название:Historia de Mayta
- Автор:
- Жанр:
- Издательство:неизвестно
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг:
- Избранное:Добавить в избранное
-
Отзывы:
-
Ваша оценка:
Array Array - Historia de Mayta краткое содержание
Historia de Mayta - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)
Интервал:
Закладка:
—Le pregunté si, por lo menos, creía en Dios, si sus ideas políticas eran compatibles con la fe cristiana —dice Juanita.
—No debí preguntarte eso, hermano —se disculpó Vallejos, arrepentido, inmersos los dos en el torrente de público que bajaba las graderías del estadio—. Lo siento. No quiero que me cuentes nada.
—¿Qué te voy a contar que ya no sepas? —dijo Mayta—. Me alegro que viniéramos, aunque el partido fuera malo. Hacía siglos que no…
—Quiero decirte una cosa —insistió Vallejos, tomándolo del brazo—. Entiendo muy bien que tengas desconfianza.
—Estás loco —dijo Mayta—. ¿Por qué te tendría desconfianza?
—Porque soy un militar y porque no me conoces bastante —dijo Vallejos—. Comprendo que me ocultes ciertas cosas. No quiero saber nada de tu vida política, Mayta. Soy derecho de la cabeza a los pies con mis amigos. Y a ti te considero mi mejor amigo. Si te juego sucio, ya tienes para vengarte la sorpresa que te regalé…
—La revolución y la religión católica son incompatibles —afirmó Mayta, con suavidad—. Lo mejor es no engañarse, Madre.
—Está usted despistado y atrasadísimo —se burló Juanita—. ¿Cree que me llama la atención oír que la religión es el opio del pueblo? Sería, habría sido, en todo caso. Pero eso se acabó. Todo está cambiando. La revolución la haremos también nosotros. No se ría.
¿Había comenzado ya, entonces, en el Perú, la época de los curas y las monjas progresistas? Juanita me asegura que sí, pero yo tengo mis dudas. En todo caso, era algo tan primerizo y balbuciente que Mayta no hubiera podido conocerlo. ¿Le hubiera alegrado? ¿El ex–niño que había hecho una huelga de hambre para parecerse a los miserables se hubiera sentido feliz de que Monseñor Bambarén, el obispo de las barriadas, llevara, según se decía, su famoso anillo con las armas pontificias en un lado y la hoz y el martillo en el otro? ¿Que el Padre Gustavo Gutiérrez concibiera la teología de la liberación explicando que hacer la revolución socialista era deber de los católicos? ¿Que Monseñor Méndez Arceo aconsejara a los creyentes mexicanos ir a Cuba como antes iban a Lourdes? Sí, sin duda. Acaso hubiera seguido siendo católico, como tantos revolucionarios de hoy día. ¿Daba la impresión de un dogmático, de un hombre de ideas rígidas? Juanita queda pensativa, un momento.
—Sí, creo que sí, de un dogmático —asiente—. Por lo menos, no era nada flexible en lo que se refiere a la religión. Conversamos sólo un rato, acaso no comprendí bien qué clase de hombre era. Pensé mucho en él, después. Llegó a tener una influencia muy grande sobre mi hermano. Le cambió la vida. Lo hizo leer, algo que él casi no hacía antes. Libros comunistas, por supuesto. Traté de prevenirlo: ¿te das cuenta que te está catequizando?
—Sí, lo sé, pero con él aprendo muchas cosas, hermana.
—Mi hermano fue un idealista y un rebelde, con un sentido innato de la justicia — añade Juanita—. En Mayta encontró un mentor, que lo manejaba a su antojo.
—¿O sea que, según tú, Mayta fue el responsable? —le pregunto—. ¿Crees que planeó todo, que él embarcó a Vallejos en lo de Jauja?
—No, porque ni sé cómo usarla —dudó Mayta—. Te confesaré algo. No he disparado en mi vida ni una pistola de juguete. Volviendo a lo de antes, a lo de la amistad, tengo que advertirte una cosa.
—No me adviertas nada, ya te pedí perdón por mis indiscreciones —dijo Vallejos—. Prefiero, más bien, uno de tus discursos. Sigamos con el doble poder, esa manera de serrucharles el piso a poquitos a la burguesía y al imperialismo.
—Que ni siquiera la amistad está antes que la revolución para un revolucionario, métete eso bien adentro y que no se te olvide —dijo Mayta—. La revolución, lo primero. Después, todo lo demás. Es lo que intenté explicarle a tu hermana la otra tarde. Sus ideas son buenas, ella va lo más lejos que un católico puede ir. Pero no basta. Si crees en el cielo, en el infierno, lo de aquí pasará siempre a segundo lugar. Y así no habrá jamás revolución. Te tengo confianza y te considero, también, un gran amigo. Si te oculto algo, si…
—Basta, ya te pedí perdón, ni una palabra más —lo calló Vallejos—. ¿O sea que nunca has disparado? Mañana nos vamos por Lurín, con la sorpresa. Te daré una clase. Disparar una metralleta es más fácil que la tesis del doble poder.
—Por supuesto, es lo que tuvo que ocurrir —dijo Juanita. Pero en su manera de decirlo no hay tanta seguridad—. Mayta era un político viejo, un revolucionario profesional. Mi hermano, un chiquillo impulsivo al que, por cuestión de edad, de cultura, el otro dominaba.
—No sé, no estoy seguro —le replico—. A ratos, pienso que fue al contrario.
—Qué disparate —tercia María—. ¿Cómo hubiera podido un chiquillo embarcar a un viejo requetesabio en una locura así?
Precisamente, Madre. Mayta era un revolucionario de la sombra. Se había pasado la vida conspirando y peleando en grupitos ínfimos como aquel en el que militó. Y, de pronto, cuando se acercaba a la edad en que otros se jubilan de la militancia, apareció alguien que, por primera vez, le abrió las puertas de la acción. ¿Podía haber hechizo más grande para un hombre como él que, un día, le pusieran en las manos una metralleta?
—Eso es una novela —dice Juanita, con una sonrisa que, al mismo tiempo, me desagravia por la ofensa—. Ésa no parece la historia real, en todo caso.
—No va a ser la historia real, sino, efectivamente, una novela —le confirmo—. Una versión muy pálida, remota y, si quieres, falsa.
—Entonces, para qué tantos trabajos —insinúa ella, con ironía—, para qué tratar de averiguar lo que pasó, para qué venir a confesarme de esta manera. ¿Por qué no mentir más bien desde el principio?
—Porque soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa —le explico—. Es mi método de trabajo. Y, creo, la única manera de escribir historias a partir de la historia con mayúsculas.
—Me pregunto si alguna vez se llega a saber la historia con mayúsculas —me interrumpe María—. O si en ella no hay tanta o más invención que en las novelas. Por ejemplo, eso de lo que hablábamos. Se han dicho tantas cosas sobre los curas revolucionarios, sobre la infiltración marxista de la Iglesia… Y, sin embargo, a nadie se le ocurre la explicación más simple.
—¿Cuál es?
—La desesperación y la cólera que puede dar codearse día y noche con el hambre y con la enfermedad, la sensación de impotencia frente a tanta injusticia —dijo Mayta, siempre con delicadeza, y la monja advirtió que apenas movía los labios—. Sobre todo, darse cuenta que los que pueden hacer algo no harán nunca nada. Los políticos, los ricos, los que tienen la sartén por el mango, los que mandan.
—Pero, pero ¿perder la fe por eso? —dijo la hermana de Vallejos, maravillada—. Más bien, eso debería afirmarla, debería… Mayta siguió, endureciendo el tono:
—Por más fuerte que sea la fe, llega un momento en que uno dice basta. No es posible que el remedio contra tanta iniquidad sea la promesa de la vida eterna. Fue así, Madre. Viendo que el infierno ya estaba en las calles de Lima. Especialmente, en el Montón. ¿Sabe usted qué es el Montón?
Una barriada, una de las primeras, no peor ni más miserable que esta en la que Juanita y María viven. Las cosas han empeorado mucho desde aquella confesión de Mayta a la monja, las barriadas han proliferado y, a la miseria y el desempleo, se ha añadido la matanza. ¿Fue de veras ese espectáculo del Montón el que, hace medio siglo, cambió al beatito que era Mayta en un rebelde? El contacto con ese mundo no ha tenido el mismo efecto, en todo caso, en Juanita y María. Ninguna de las dos da la impresión de estar desesperada ni colérica ni tampoco resignada, y, hasta donde puedo darme cuenta, el convivir con la iniquidad tampoco las ha convencido de que la solución sean los asesinatos y las bombas. ¿Seguían siendo ambas religiosas, no es cierto? ¿Se prolongarían los disparos en ecos por el desierto de Lurín?
—No —Vallejos apuntó, disparó y el ruido fue menor de lo que Mayta esperaba. Tenía las manos mojadas de la excitación—. No eran para mí, te mentí. Esos libritos, en realidad, me los llevo a Jauja para que los lean los josefinos. Yo te tengo confianza, Mayta. Y te cuento algo que no le contaría ni siquiera a la persona que más quiero, que es mi hermana.
Y, mientras hablaba, puso la metralleta en sus manos. Le mostró dónde apoyarla, cómo liberar el seguro, apuntar, presionar el gatillo, cargarla y descargarla.
—Haces mal, esas cosas no se cuentan —lo recriminó Mayta, la voz alterada por el sacudón que había sentido en el cuerpo al escuchar la ráfaga y descubrir en la vibración de las muñecas que era él quien disparaba: a lo lejos, el arenal se extendía, amarillento, ocre, azulado, indiferente—. Por una cuestión elemental de seguridad. No se trata de ti, sino de los demás ¿no comprendes? Uno tiene derecho de hacer con su vida lo que le dé la gana. Pero no a poner en peligro a los camaradas, a la revolución, sólo por demostrarle confianza a un amigo. ¿Y si yo trabajara para la policía?
—No eres apto para eso, ni aunque quisieras podrías ser soplón —se rió Vallejos—. ¿Qué te pareció? ¿No es fácil?
—La verdad que es facilísimo —asintió Mayta, palpando la boca del arma y sintiendo una llamarada en los dedos—. No me cuentes una palabra más de los josefinos. No quiero esas pruebas de amistad, so huevonazo.
Se había levantado una brisa cálida y los médanos del contorno parecían bombardearlos con granitos de arena. Es cierto, el Alférez había elegido bien el sitio, quién podía oír los tiros en esta soledad. No debía creerse que ya sabía todo. Lo principal no era cargar, descargar, apuntar y disparar, sino limpiar el arma y saber armarla y desarmarla.
—Te lo conté por interés —volvió al asunto Vallejos, indicándole con un gesto que regresaran a la carretera, pues el terral los iba a ahogar—. Necesito tu ayuda, mi hermano. Son unos muchachos del Colegio San José, allá en Jauja. Muy jóvenes, de cuarto y quinto de Media. Nos hicimos amigos jugando al fútbol, en la canchita de la cárcel. Los josefinos.
Avanzaban por el arenal con las cabezas contra el viento, los pies hundidos hasta los tobillos en la blanda tierra y Mayta, de pronto, se olvidó de la clase de disparo y de su excitación de un momento antes, intrigado por lo que el Subteniente le decía.
—No me cuentes nada que puedas lamentar —le recordó, sin embargo, comido por la curiosidad.
—Calla, carajo —Vallejos se había puesto un pañuelo contra la boca para defenderse de la arena—. Con los josefinos pasamos de jugar fútbol a tomarnos unas cervezas, a ir a fiestecitas, al cine y a conversar mucho. Desde que empezamos nuestras reuniones, he tratado de enseñarles lo que tú me enseñas. Me ayuda un profesor del Colegio San José. Dice que es socialista, también.
—¿Les das clases de marxismo? —le preguntó Mayta.
—Sí, pues, la verdadera ciencia —gesticuló Vallejos—. El contraveneno de esos conocimientos idealistas, metafísicos, que les meten en el coco. Como dirías tú, con tu florido lenguaje, mi hermano.
Hacía un momento, cuando le enseñaba a disparar, era un atleta diestro y mandón. Y, ahora, un jovencito tímido, confundido de contarle lo que le contaba. A través de la lluviecita de arena Mayta lo miró. Imaginó a las mujeres que habrían besado esas facciones recias, mordido esos labios bien marcados, que se habrían retorcido bajo el cuerpo duro del Alférez.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка: