Array Array - Historia de Mayta
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—Sí, iré a Jauja contigo —le prometió Mayta, en voz muy baja—. Pero, por favor, discreción. Sobre todo, después de lo que me has contado. Lo que haces con esos muchachos es trabajo subversivo, camarada. Te juegas la carrera y muchas cosas.
—¿Y me dices eso tu? ¿Tú que me atoras con propaganda subversiva cada vez que nos vemos?
Terminaron riéndose y el chino, que les traía los cafés, les preguntó cuál era el chiste. «Uno de Otto y Fritz», dijo el Alférez.
—La próxima vez que vengas a Lima fijaremos en qué fecha iré a Jauja —le prometió Mayta—. Pero dame tu palabra que no dirás nada a tu grupo sobre mi venida.
—Secretos, secretos, tu manía de los secretos —protestó Vallejos—. Sí, ya sé, la seguridad es vital. Pero no se puede ser tan melindroso, mi hermano. ¿Te cuento algo a propósito de secretos? Pepote, ese pelópidas de la fiesta de tu tía, me quitó a Alci. Fui a visitarla y la encontré con él. Agarraditos de la mano. «Te presento a mi enamorado», me dijo. Me pusieron a tocar violín.
No parecía importarle, pues lo contaba riéndose. No, no diría nada a los josefinos ni al Profesor Ubilluz, les darían la sorpresa. Ahora tenía que irse volando. Se despidieron con un apretón de manos y Mayta lo vio salir de la pulpería, derecho y sólido en su uniforme, a la Avenida España. Mientras lo veía alejarse, pensó que por tercera vez se reunían ya en el mismo cafecito. ¿Era prudente? La Prefectura estaba a un paso y no sería raro que muchos soplones fueran sus clientes. Así que había formado, por su cuenta y riesgo, un círculo marxista. ¡Quién lo hubiera dicho! Entrecerró los ojos y vio, allá, a tres mil y pico de metros de altura, sus caras adolescentes y serranas, sus chapas y sus pelos lacios y sus anchas cajas torácicas. Los vio corretear detrás de una pelota, sudorosos y excitados. El Subteniente corría en medio de ellos, como si fuera de su misma edad, pero él era más alto, más ágil, más fuerte, más diestro, cabreando, pateando y cabeceando y a cada salto, patada o cabezazo, sus músculos se endurecían. Terminado el partido, los vio apiñados en un cuarto de adobes y calamina, por cuyas ventanas se divisaban nubes blancas enroscándose en picachos morados. Escuchaban atentamente al Alférez que, mostrándoles el Qué hacer de Lenin, les decía: «Esto es dinamita pura, muchachos». No se rió. No sentía ningún deseo de burlarse, de decirse lo que había venido diciendo de él a sus camaradas del POR(T): «Es muy joven, pero con buena pasta», «Vale, aunque le falta madurar». Sentía en este momento mucho aprecio por Vallejos, algo de envidia por su juventud y entusiasmo, y algo más, íntimo y cálido. En la próxima reunión del Comité Central del POR(T) pediría un debate a fondo porque lo de Jauja ya tomaba otro cariz. Iba a levantarse de la mesita del rincón —la cuenta la había pagado Vallejos antes de irse— cuando descubrió su pantalón abultado. Le ardió la cara, el cuerpo. Se dio cuenta que temblaba de deseo.
—Nosotras te acompañamos —dice Juanita.
Discutimos un rato en la puerta de la vivienda, bajo el crepúsculo que pronto será noche. Les digo que no vale la pena, he dejado el auto como a un kilómetro de distancia, para qué van a dar semejante caminata.
—No es por amables —dice María—. No queremos que te asalten otra vez.
—Ahora no tienen nada que robarme —les digo—. Apenas la llave del auto y este cuaderno. Los apuntes son lo de menos. Lo que no queda en la memoria, no sirve para la novela.
Pero no hay manera de disuadirlas y ellas salen conmigo, a la pestilencia y al terral de la barriada. Me pongo entre las dos y las llamo mis guardaespaldas, mientras avanzamos por la disparatada orografía de casuchas, cuevas, tenderetes, pocilgas, criaturas revolcándose, perros súbitos. Toda la gente parece estar en las puertas de las viviendas o deambulando por el terral y se oyen diálogos, chistes, una que otra lisura. A veces tropiezo en un hueco o una piedra, a pesar del cuidado con que piso, pero María y Juanita caminan con desenvoltura, como si conocieran los obstáculos de memoria.
—Los robos y asaltos son peores que los crímenes políticos —dice de nuevo Juanita—. Culpa del desempleo, de la droga. Siempre hubo ladrones en la vecindad, por supuesto. Pero antes, los del barrio iban a robar afuera, a los ricos. Por la desocupación, por la droga, por la guerra, ha desaparecido hasta el más mínimo sentido de solidaridad vecinal. Ahora los pobres roban y matan a los pobres.
Se ha convertido en un gran problema, añade. Apenas oscurece, prácticamente nadie que no tenga cuchillo o sea un matón, un inconsciente o esté borracho perdido, se atreve a circular por la barriada, pues sabe que será asaltado. Los ladrones se meten a las casas a pleno día y los asaltos degeneran a menudo en hechos de sangre. La desesperación de la gente no tiene límites y por eso pasan las cosas que pasan. Por ejemplo, a ese pobre diablo al que los moradores de una barriada vecina encontraron tratando de violar a una niña y rociaron con querosene y quemaron vivo.
—Ayer nomás descubrieron aquí un laboratorio de cocaína —dice María. ¿Qué pensaría Mayta de todo esto? En ese tiempo, la droga era prácticamente inexistente, un juego de exquisitos y noctámbulos. Ahora, en cambio… No pueden tener remedios en el dispensario, las oigo decir. En las noches, los llevan a la casa donde viven y los ocultan en un escondrijo, bajo un baúl. Porque cada noche se metían a robarse los pomos, las tabletas, las ampollas. No para curarse, para eso existía el dispensario y los remedios eran gratuitos. Para drogarse. Creían que todo remedio era droga y se tomaban los que encontraban. Muchos ladrones tenían que venir al día siguiente al dispensario con diarreas, vómitos y cosas peores. Los muchachos del barrio se drogaban con cáscaras de plátano, con hojas de floripondio, con goma, con todo lo imaginable. ¿Qué diría Mayta de todo esto? No lo adivino y, por lo demás, tampoco puedo concentrarme en el recuerdo de Mayta: su cara aparece y desaparece, es un fuego fatuo.
Al llegar a los basurales–chiqueros, oímos hozar a los chanchos. La pestilencia se adensa y corporiza. Insisto en que regresen, pero ellas se niegan. Esta zona de los basurales, dicen, es la más peligrosa. ¿No puedo concentrarme en Mayta porque, ante semejante ruindad, su historia se minimiza y evapora? Cualquier cara forastera resulta un blanco tentador ¿dice María?
—Esto es también el barrio rojo de la zona —añade Juanita. ¿O es porque, ante esta ignominia, no es Mayta sino la literatura la que resulta vana?—. Bastante penoso ¿no? Prostituirse para vivir ya lo es. Pero, encima, hacerlo aquí, en medio de las basuras y de los chanchos…
—La explicación es que tienen clientes —acota María.
Es un mal pensamiento ése. Si, como el Padre canadiense del cuento de Mayta, yo también me dejo ganar por la desesperación, no escribiré esta novela. Eso no habrá ayudado a nadie; por efímera que sea, una novela es algo, en tanto que la desesperación no es nada. ¿Se sienten seguras, trajinando de noche por el barrio? Hasta ahora, gracias a Dios, no les ha pasado nada. Ni siquiera con borrachos furiosos que hubieran podido desconocerlas.
—A lo mejor somos muy feas y no tentamos a nadie —lanza una carcajada María.
—Los dos médicos han sido asaltados —dice Juanita—. Sin embargo, siguen viniendo.
Trato de continuar la conversación, pero me distraigo, e intento volver a Mayta pero tampoco puedo, porque, una y otra vez, interfiere con su imagen la del poeta Ernesto Cardenal, tal como era aquella vez que vino a Lima —¿hace quince años?— e impresionó tanto a María. No les he dicho que yo también fui a oírlo al Instituto Nacional de Cultura y al Teatro Pardo y Aliaga y que a mí también me causó una impresión muy viva. Ni que siempre lamentaré haberlo oído, pues, desde entonces, no puedo leer su poesía, que, antes, me gustaba. ¿No es injusto? ¿Tiene acaso algo que ver lo uno con lo otro? Debe de tener, de una manera que no puedo explicar. Pero la relación existe, pues la experimento. Apareció disfrazado de Che Guevara y respondió, en el coloquio, a la demagogia de unos provocadores del auditorio con más demagogia todavía de la que ellos querían oír. Hizo y dijo todo lo que hacía falta para merecer la aprobación y el aplauso de los más recalcitrantes: no había ninguna diferencia entre el Reino de Dios y la sociedad comunista; la Iglesia se había hecho una puta, pero gracias a la revolución volvería a ser pura, como lo estaba volviendo a ser en Cuba ahora; el Vaticano, cueva de capitalistas que siempre había defendido a los poderosos, era ahora sirviente del Pentágono; el partido único, en Cuba y la URSS, significaba que la élite servía de fermento a la masa, exactamente como quería Cristo que hiciera la Iglesia con el pueblo; era inmoral hablar contra los campos de trabajos forzados de la URSS ¿porque acaso se podía creer la propaganda capitalista? Y el golpe de teatro final, flameando las manos: desde esa tribuna denunciaba al mundo que el reciente ciclón en el Lago de Nicaragua era el resultado de unos experimentos balísticos norteamericanos… Aún conservo viva la impresión de insinceridad e histrionismo que me dio. Desde entonces, evito conocer a los escritores que me gustan para que no me pase con ellos lo que con el poeta Cardenal, al que, cada vez que intento leer, del texto mismo se levanta, como un ácido que lo degrada, el recuerdo del hombre que lo escribió.
Hemos llegado al auto. Han forzado la puerta del volante. Como no tenía nada que llevarse, el ladrón, en represalia, ha rasgado el tapiz del asiento y esa mancha indica que también ha orinado encima. Digo a Juanita y a María que me hizo un favor, pues me obligó a cambiar el forro que estaba viejísimo. Pero ellas, compungidas, azoradas, me compadecen.
IV
—Tarde o temprano, la historia tendrá que escribirse —dice el senador, moviéndose en el asiento hasta encontrar una postura cómoda para su pierna lesionada—. La verdadera, no el mito. Aunque no es el momento todavía.
Le pedí que la conversación fuera en un sitio tranquilo, pero él se empeñó en que viniera al Bar del Congreso. Como me temía, a cada momento nos interrumpen: colegas y periodistas se acercan, lo saludan, intercambian chismes, le hacen preguntas. Desde el atentado que lo dejó cojo, es uno de los parlamentarios más populares. Hablamos de manera entrecortada, con largos paréntesis. Le explico una vez más que no pretendo escribir la «verdadera historia» de Mayta. Sólo recopilar la mayor cantidad de datos y opiniones sobre él, para, luego, añadiendo copiosas dosis de invención a esos materiales, construir algo que será una versión irreconocible de lo sucedido. Sus ojitos saltones y desconfiados me escrutan sin simpatía.
—Hoy por hoy, no debe hacerse nada que afecte el gran proceso de unificación de la izquierda democrática en que estamos, lo único que puede salvar al Perú en las circunstancias actuales —murmura—. La historia de Mayta, por más que hayan pasado veinticinco años, puede sacar algunas ronchas.
Es un hombre delgado y habla con desenvoltura. Viste con elegancia, en sus cabellos enrulados abundan las canas, fuma con boquilla. A ratos, la pierna malograda parece dolerle, pues se la soba con fuerza. Escribe con corrección, para ser un político. Ésa fue la llave que le abrió las altas esferas del régimen militar del general Velasco, del que fue asesor. Él inventó buena parte de los estribillos con los que la dictadura se granjeó la aureola de progresista y fue director de uno de los diarios confiscados. Escribió discursos para el general Velasco (se los reconocía por ciertas palabrejas sociojurídicas que al dictador se le enredaban en los dientes) y representó, con un grupo pequeño, lo más radical del régimen. Ahora, el senador Campos es una personalidad moderada a la que la extrema derecha y la ultraizquierda maoísta y trotskista atacan con furia. Los guerrilleros lo han condenado a muerte y también los escuadrones de la libertad. Estos últimos— signo de los absurdos tiempos que vivimos— aseguran que es el jefe secreto de la subversión. Hace unos meses, una bomba deshizo su automóvil, hiriendo a su chófer y destrozándole la pierna izquierda, que ahora tiene rígida. ¿Quién lanzó la bomba? No se sabe.
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