Array Array - Historia de Mayta

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—Es algo de que se acusa a menudo a los adversarios en nuestro país. Difícil de probar, también. ¿Tiene relación con lo de Jauja?

—Sí, pues probablemente por ahí lo tenían agarrado —añade él—. Por ahí sería que lo pusieron contra la pared y lo obligaron a trabajar para ellos. Su talón de Aquiles. Bastaba que cediera una vez. ¿Qué le quedaba sino seguir colaborando?

—Por Moisés supe que se casó.

—Todos los maricones se casan —sonríe el senador—. Es el disfraz más socorrido. Además de farsa, su matrimonio fue un desastre. Duró apenas.

Ha comenzado la sesión del Senado, o la de Diputados, porque un rumor creciente y golpes de carpeta vienen de la sala de sesiones y se escuchan voces amplificadas por el parlante. El Bar se vacía. El senador Campos murmura: «Vamos a interpelar al Ministro. La Cámara le exigirá que diga de una vez si han ingresado tropas extranjeras al territorio». Pero no da señales de premura. Sigue hablando sin perder esa objetividad científica con que arropa su odio.

—Quizá ahí está la explicación —reflexiona, jugueteando con la boquilla—. ¿Se puede tener confianza en un homosexual? Un ser incompleto, feminoide, está hecho a todas las flaquezas, incluida la traición.

Animándose, ganado por el tema, se aparta de Mayta y de los sucesos de Jauja y me explica que el homosexualismo está íntimamente ligado a la división de clases y a la cultura burguesa. ¿Por qué, si no, no existen casi homosexuales en los países socialistas? No es casual, no se debe a que el aire de esas latitudes haga a las gentes virtuosas. Lástima que los países socialistas estén ayudando a la subversión en el Perú. Porque hay en esas sociedades mucho que imitar. En ellas ha desaparecido la cultura del ocio, el vacío anímico, esa inseguridad existencial típica de la burguesía que duda incluso del sexo con el que ha nacido. Maricón es indefinición, valga el pareado.

—¿No te da vergüenza? —lo oyó decir—. Aprovecharte siendo amigos, porque estoy en tu casa. ¿No te da vergüenza, Mayta?

Anatolio se había incorporado y estaba al borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos juntas, sosteniendo el mentón. El resplandor aceitoso de la ventana le daba en la espalda y recubría de un viso verde oscuro su piel lisa, en la que se marcaban las costillas.

—Sí, me da —murmuró Mayta. Hacía esfuerzos para hablar—. Olvídate de lo que ha pasado.

—Yo creí que éramos amigos —dijo el muchacho, con la voz rota, siempre dándole la espalda. Pasaba de la furia al desprecio y de nuevo a la furia—. ¡Qué decepción, carajo! ¿Creías que soy rosquete?

—Ya sé que no lo eres —susurró él. Al calor de hacía un momento había sucedido un frío que le calaba los huesos: trató de pensar en Vallejos, en Jauja, en los días exaltantes y purificadores que vendrían—. No me hagas sentir más mal de lo que me siento.

—¿Y cómo crees que me siento yo, carajo? —chilló Anatolio. Se movió, el pequeño catre crujió y Mayta pensó que el muchacho se iba a poner de pie, enfundarse la camisa y salir dando un portazo. Pero el catre se aquietó y la superficie tirante de esa espalda seguía allí—. Lo has jodido todo, Mayta. Qué bruto eres. Te escogiste un buen momento. Hoy, precisamente hoy.

—¿Ha pasado algo, acaso? —susurró Mayta—. No seas chiquillo. Hablas como si nos hubiéramos muerto.

—Para mí tú te has muerto esta noche.

Y en eso se oyeron, sobre sus cabezas, los ruiditos: tenues, múltiples, invisibles, repugnantes, informes. Durante unos segundos pareció un temblor, las viejas maderas del techo vibraban y parecía que fueran a desplomarse sobre ellos. Luego, con la misma arbitrariedad con que habían surgido, se apagaron. Otras noches, a Mayta lo crispaban. Hoy, los escuchó con agradecimiento. Sentía a Anatolio rígido y veía su cabeza adelantada, escuchando si volvían: se había olvidado, se había olvidado. Y Mayta pensó en sus vecinos, durmiendo de a tres, de a cuatro, de a ocho, en los cuartitos alineados en forma de herradura, indiferentes a las basuras, a los ruiditos. En este momento los envidiaba.

—Ratas —balbuceó—. En los entretechos. Hay montones. Dan sus carreras, se pelean, luego se calman. No tienen por donde entrar. No te preocupes.

—No me preocupo —dijo Anatolio. Y luego de un momento—. Allá donde vivo, en el Callao, también hay. Pero en el suelo, en los desagües, en… No sobre las cabezas de la gente.

—Al principio tenía pesadillas —dijo Mayta. Articulaba mejor, iba recuperando el control de sus músculos, podía respirar—. He puesto venenos, trampas. Una vez conseguimos que la Municipalidad fumigara. Inútil. Desaparecen unos días y vuelven.

—Mejor que los venenos y las trampas, los gatos —dijo Anatolio—. Tendrías que conseguirte uno. Cualquier cosa en vez de esa sinfonía sobre tu cabeza, carajo.

Como sintiéndose aludida, la gata en celo volvió a lanzar uno de sus aullidos obscenos, a lo lejos. A Mayta —con un vuelco en el corazón— le pareció que Anatolio sonreía.

—En el POR(T) se formó un Grupo de Acción para preparar con Vallejos lo de Jauja. Usted fue uno de los miembros ¿no es cierto? ¿Qué actividades tuvieron?

—Pocas y algunas bastante cómicas. —Con un gesto irónico el senador desvaloriza ese episodio antiguo y lo vuelve travesura—. Por ejemplo, nos pasamos una tarde moliendo carbón y comprando salitre y azufre para fabricar pólvora. No produjimos ni un miligramo, que recuerde.

Mueve la cabeza, divertido, y se demora en prender un nuevo cigarrillo. Echa el humo hacia arriba y contempla las volutas. Hasta los mozos se han ido; el Bar del Congreso parece más grande. Allá, en el hemiciclo, estalla una salva de aplausos. «Espero que la Cámara haga hablar a calzón quitado al Ministro. Y sepamos de una vez si hay marines en el Perú», reflexiona, olvidándose de mí por unos segundos. «Y si los cubanos están listos para invadirnos en la frontera con Bolivia.»

—En el Grupo de Acción empezamos a confirmar nuestras sospechas —vuelve luego al tema—. Ya antes lo habíamos puesto en observación, sin que él lo notara. Desde que, de la noche a la mañana, vino con que había encontrado a un militar revolucionario. Un alférez que iba a iniciar la revolución en la sierra, al que debíamos apoyar. Cambie de época, póngase en 1958. ¿No era sospechoso? Pero fue después, cuando a pesar de nuestra desconfianza, nos embarcó en la aventura de Jauja, que empezó a oler sucio.

No son las acusaciones contra Mayta y Vallejos las que me desconciertan, sino el método del senador, tan serpentino, azogue que no hay modo de coger. Habla con acento inconmovible, oyéndolo se diría que la duplicidad de Mayta es un axioma. Al mismo tiempo, pese a mis esfuerzos, no consigo sacarle una sola prueba terminante, nada más que esa telaraña de presunciones e hipótesis, en que me va enredando. «También se dice que los cubanos ya habrían entrado y que son ellos los que operan en Cusco y Puno», exclama de repente. «Ahora lo sabremos.»

Lo regreso a nuestro asunto:

—¿Recuerda algunos hechos que lo llevaron a sospechar?

—Innumerables —dice en el acto, mientras arroja una bocanada de humo—. Hechos que, sueltos, acaso no digan gran cosa, pero, relacionados, resultan aplastantes.

—¿Tiene en mente algún ejemplo concreto?

—Un buen día nos propuso incorporar al proyecto insurreccional a otros grupos políticos —dice el senador—. Empezando por los moscovitas. Había hecho gestiones, incluso. ¿Se da usted cuenta?

—Francamente, no —le respondo—. Todos los partidos de izquierda, moscovitas, pekineses, trotskistas, aceptaron años después la idea de una alianza, acciones conjuntas, incluso fundirse en un partido. ¿Por qué era sospechoso entonces algo que luego no lo ha sido?

—Luego son veinticinco años después —murmura él, con ironía—. Hace un cuarto de siglo un trotskista no podía proponer de la noche a la mañana que llamáramos a los moscovitas a colaborar. Entonces, eso era como si el Vaticano propusiera a los católicos convertirse al Islam. Semejante propuesta resultaba una autodelación. A Mayta los moscovitas lo odiaban a muerte. Y él los odiaba, al menos en apariencia. ¿Se imagina a Trotski llamando a colaborar a Stalin? —Mueve la cabeza con lástima—. El juego estaba claro.

—Yo nunca lo creí —dijo Anatolio—. Otros en el Partido, sí. Yo siempre te defendí diciendo son calumnias.

—Si hablando de eso te vas a olvidar, bueno, hablemos —susurró Mayta—. Si no, mejor no. Es un tema difícil, Anatolio, sobre el que estoy siempre confuso. Son muchos años a oscuras, tratando de entender.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó Anatolio—. Me voy ahorita mismo.

Pero no se movió. ¿Por qué Mayta no podía dejar de pensar en esas familias de los otros cuartitos, amontonadas en la oscuridad, padres e hijos y entenados compartiendo colchones, mantas, el aire viciado y el mal olor de la noche? ¿Por qué los tenía tan presentes ahora, cuando no los recordaba jamás?

—No quiero que te vayas —dijo—. Quiero que te olvides de lo que pasó y que nunca más hablemos de eso.

Traqueteante, impertinente, sin duda viejísimo y parchado de pies a cabeza, cruzó la calle vecina un automóvil, remeciendo los vidrios.

—No sé —dijo Anatolio—. No sé si podré olvidarlo y dejar que todo vuelva a ser como antes. ¿Qué te pasó, Mayta? ¿Cómo pudiste?

—Te lo voy a decir, si tanto te empeñas —se oyó decir, con una resolución que lo sorprendió. Cerró los ojos, y, temiendo de nuevo que la lengua fuera en cualquier momento a desobedecerle, continuó—: Estaba contento desde la reunión del Comité. Estaba como si me hubieran cambiado la sangre, con la idea de pasar por fin a la acción. Estaba… en fin, tú viste cómo estaba, Anatolio. Fue por eso. La excitación, el entusiasmo. Es malo, el instinto ciega a la razón. Sentí deseo de tocarte, de acariciarte. Muchas veces he sentido eso desde que te conozco. Pero siempre me contuve y tú ni lo notabas. Esta noche no pude. Sé que tú nunca sentirías deseos de dejarte tocar por mí. Lo más que yo puedo conseguir de alguien como tú, Anatolio, es que me deje corrérsela.

—Tendría que informar al Partido y pedir que te expulsen.

—Y ahora sí me voy a tener que despedir —dice súbitamente el senador Campos, echando un vistazo a su reloj y volviendo la cabeza en dirección a la sala de sesiones—. Se va a discutir el proyecto bajando el servicio militar obligatorio a los quince años. Soldaditos de quince años, qué le parece. Bueno, entre los otros hay hasta niños de primaria…

Se pone de pie y yo lo imito. Le agradezco el tiempo que me dedicó, aunque, le confieso, me voy algo frustrado. Esos cargos tan severos contra Mayta y su interpretación de los sucesos de Jauja como una simple trampa, no me parecen muy fundados. Él sigue sonriendo con amabilidad.

—No sé si he hecho bien habiéndole con tanta franqueza —me dice—. Es mi defecto, ya lo sé. Más en este caso, en el que, por razones políticas, es preferible no remover el barro para no salpicar a mucha gente. Pero, en fin, usted no es historiador sino novelista. Si me hubiera dicho voy a escribir un ensayo, un libro sociopolítico, me hubiera quedado mudo. Una ficción es distinto. Es libre de creerme o no, por supuesto.

Le aclaro que todos los testimonios que consigo, ciertos o falsos, me sirven. ¿Le pareció que desecharía sus afirmaciones? Se equivoca; lo que uso no es la veracidad de los testimonios sino su poder de sugestión y de invención, su color, su fuerza dramática. Eso sí, tengo el palpito de que sabe más de lo que me ha dicho.

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