Array Array - Historia de Mayta

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—Hola, mi hermano —dijo Vallejos.

—Hola, hombre —dijo Mayta.

—Por fin viniste —dijo Vallejos.

—Sí —sonrió Mayta—. Por fin.

Se abrazaron. ¿Cómo es que el Albergue de Paca sigue abierto? ¿Acaso vienen aún turistas a Jauja? No, claro que no. ¿A qué vendrían? Todas las fiestas, incluidos los famosos Carnavales, se han extinguido. Pero el Albergue sigue abierto porque se alojan en él los funcionarios que vienen de Lima y, a veces, las misiones militares. Ahora no debe haber ninguna pues no hay vigilancia en el lugar. El Albergue no ha sido pintado desde hace siglos y da una impresión lastimosa. No hay servicio ni administrador, sólo un guardián que hace de todo. Después de dejar mi bolsa en el cuartito lleno de telarañas, voy a sentarme a la terraza que da a la laguna, donde me espera el Profesor Ubilluz. ¿Conocía la historia de Paca? Señala las aguas tersas, el cielo pintado, la delicada línea de los cerros que circundan a las aguas: esto, hace cientos de años, era un pueblo de gentes egoístas. El mendigo apareció una mañana de sol y aire purísimo. De casa en casa fue pidiendo limosna y, en todas, los vecinos lo largaban con malos modos, azuzando contra él a los perros. Pero en una de las últimas viviendas encontró a una viuda caritativa, que vivía con un niño pequeño. Le dio algo de comer y unas palabras de esperanza. Entonces, el mendigo, resplandeciendo, mostró a la mujer caritativa su verdadera cara —la de Jesús— y le ordenó: «Sal de Paca con tu hijo, ahora mismo, llevándote todo lo que puedas cargar. No mires más hacia aquí, oigas lo que oigas». La viuda obedeció y salió de Paca, pero cuando subía el monte oyó un ruido muy fuerte, como el de un tambor gigante, y la curiosidad la hizo volverse. Alcanzó a ver el espantoso huayco de piedras y lodo que sepultaba a Paca y a sus habitantes y a las aguas que convertían en una tranquila laguna de patos, truchas y gallaretas lo que había sido su pueblo. Ni ella ni su hijo vieron ni oyeron más porque las estatuas no pueden ver ni oír. Pero los jaujinos sí pueden verlos a ella y al niño, a lo lejos: dos formas pétreas, espiando la laguna, en un punto de los cerros hasta donde peregrinan las procesiones para dedicar un pensamiento a esos vecinos que Dios castigó por avaros e insensibles y que yacen allí abajo, en esas aguas donde croan las ranas, graznan los patos y remaban antaño los turistas.

—¿Qué te parece, camarada?

Mayta advirtió que Vallejos estaba tan contento y emocionado como él mismo. Fueron andando a la pensión en que vivía el Alférez, en la calle Tarapaca. ¿El viaje? Muy bueno, y, sobre todo, impresionante, no se le olvidaría nunca el paso del Infiernillo. Sin dejar de hablar, espiaba las casitas coloniales, la limpieza del aire, las chapas de las jaujinas. Ya estabas en Jauja, Mayta. Pero no se sentía muy bien:

—Estoy con soroche, creo. Una sensación rarísima. Como si fuera a desmayarme.

—Mal comienzo para la revolución —se rió Vallejos, arrebatándole el maletín: llevaba pantalón y camisa caqui, unos botines de enormes suelas y el pelo cortado al rape—. Un mate de coca, una siestecita y como nuevo. A las ocho nos reuniremos donde el Profe Ubilluz. Un tipo macanudo, verás.

Le había hecho armar un catre en su mismo cuarto, en la pensión —unos altos de habitaciones alineadas en torno a una galería con barandales— y se despidió de él, aconsejándole que durmiera un poco para curarse el mal de altura. Partió y Mayta vio una ducha en el baño. «Me ducharé al acostarme y al levantarme todos los días que esté en Jauja», pensó. Haría una provisión de duchas para Lima. Se acostó vestido, quitándose sólo los zapatos, y cerró los ojos. Pero no pudo dormir. No sabías gran cosa de Jauja, Mayta. ¿Qué, por ejemplo? Más leyendas que realidades, como la bíblica explicación del nacimiento de Paca. Había formado parte de la civilización huanca, una de las más pujantes que el Imperio de los Incas sojuzgó, y, por ello, los xauxas fueron aliados de Pizarro y los conquistadores y vengativos guerreros contra sus antiguos amos. Esta región debió ser inmensamente rica —¡quién lo diría, viendo la modestia del pueblo!— en los siglos coloniales, cuando el nombre de Jauja era sinónimo de abundancia. Sabía que este pueblecito fue la primera capital del Perú, designada como tal por Pizarro en su homérico trayecto de Cajamarca al Cusco, por uno de esos cuatro caminos del Incario que trepaban y bajaban los Andes como serpentearían ahora por ellos las columnas revolucionarias, y que, esos meses que ostentó su título de capital, fueron los más gloriosos de su historia. Pues, una vez que Lima le arrebató el cetro, Jauja, como todas las ciudades, gentes y culturas de los Andes, entró en un irremisible proceso de declinación y servidumbre a ese nuevo centro rector de la vida nacional, erigido en el más insalubre rincón de la costa, desde el cual, con una continuidad sin pausas, iría expropiando en su provecho todas las energías del país.

Su corazón latía muy fuerte, se sentía siempre mareado y el Profesor Ubilluz, con el telón de fondo de la laguna, sigue hablando. Yo me distraigo, acosado por las imágenes de pesadilla asociadas con el nombre de Jauja en mi infancia. ¡La ciudad de los tísicos! Porque aquí venían, desde el siglo pasado, aquellos peruanos víctimas de la entonces estremecedora enfermedad, mitificada por la literatura y el sadomasoquismo románticos, esa tuberculosis para la que el clima seco jaujino era considerado extraordinario bálsamo. Aquí venían, de los cuatro puntos cardinales del país, primero a lomo de muía y por caminos de herradura, luego por el escarpado ferrocarril del ingeniero Meiggs, todos los peruanos que comenzaban a escupir sangre y podían pagarse el viaje y tenían los medios suficientes para convalecer o agonizar en los pabellones del Sanatorio Olavegoya, el que, por efecto de esa invasión continua, fue creciendo desmesuradamente hasta —en algún momento— confundirse con la ciudad. El nombre que siglos atrás había despertado codicia, admiración, ensueño de doblones de oro y de montañas áureas, pasó a significar pulmones con agujeros, accesos de tos, esputos sanguinolentos, hemorragias, muerte por consunción. «Jauja, nombre voluble», pensó. Y, tocándose el pecho para contar los latidos, recordó que su madrina, en la casa de Surquillo, aquellos días que hacía su huelga de hambre, lo amonestaba con el dedo levantado y su bondadosa cara gorda: «¿Quieres que te mandemos a Jauja, zoncho?». Alicia y Zoilita lo enloquecían cada vez que lo oían carraspear: «Uy, uy, primo, ya comenzó la tosecita, ya te vemos yéndote a Jauja». ¿Qué dirían la tía Josefa, Zoilita, Alicia, cuando supieran lo que había venido a hacer a Jauja ahora? Más tarde, mientras Vallejos le presentaba al Chato Ubilluz, ceremonioso señor que le hizo una venia mientras le daba la mano, y a media docena de jovencitos que no le parecieron de los últimos años sino de la primaria del Colegio San José, Mayta, el cuerpo todavía erizado por la sensación de hielo en la ducha, se dijo, de pronto, que a aquellas imágenes se añadiría otra: Jauja, cuna de la revolución peruana. ¿Iría también a integrarse en los mitos del lugar? ¿Jauja–revolución, como Jauja–oro o Jauja–tubercu–losis? Ésta era la casa del Profe Ubilluz y Mayta veía, por una ventanita empañada, construcciones de adobe, techos de tejas y de calamina, un pedazo de calle con adoquines y las altas veredas para los torrentes que —se lo había explicado Vallejos mientras venían— formaban los aguaceros de enero y febrero. Pensó: «Jauja, cuna de la revolución socialista del Perú». Costaba creerlo, sonaba tan irreal como la ciudad del oro o de los tísicos. Le digo que, por lo menos a simple vista, en Jauja parece haber menos hambre y escasez que en Lima. ¿Estoy en lo cierto? En vez de responderme, poniendo una cara grave, el Profesor Ubilluz resucita de golpe, en esta orilla solitaria de la laguna, el asunto que me ha traído a su tierra:

—Usted habrá oído muchos cuentos sobre la historia de Vallejos, por supuesto. Y los seguirá oyendo estos días.

—Como sobre todas las historias —le replico—. Algo que se aprende, tratando de reconstruir un suceso a base de testimonios, es, justamente, que todas las historias son cuentos; que están hechas de verdades y mentiras.

Me propone que vayamos a su casa. Una carreta tirada por dos burros nos alcanza y el carretero acepta llevarnos a la ciudad. Nos deja, media hora después, frente a la casita de Ubilluz, en la novena cuadra del Jirón Alfonso Ugarte. Poco menos que mira a la cárcel. «Sí, me dice, antes de que se lo pregunte. Ésos eran los dominios del Alférez, ahí comenzó todo.» La cárcel ocupa toda la manzana de la vereda opuesta y pone término al Jirón. En ese muro gris, con alero de tejas, termina la ciudad. Después, comienza el campo: las sementeras, los eucaliptos, los cerros. Veo, más lejos, trincheras, alambradas, y, esparcidos, soldaditos que montan guardia. Uno de los rumores insistentes, el año pasado, fue que la guerrilla preparaba el asalto a Jauja, con la intención de declararla capital del Perú Liberado. ¿Pero no han corrido rumores semejantes sobre Arequipa, Puno, Cusco, Trujillo, Cajamarca y hasta Iquitos? La cárcel y la casa del Profesor Ubilluz se encuentran en un barrio de nombre religioso, con resonancias de martirio y expiación: Cruz de Espinas. Es una vivienda modesta, baja y oscura, con una gran foto enmarcada en la que tornasola un señor de otros tiempos — corbatín de lazo, sarita de paja, mostachos aluzados, cuello duro, chaleco, perilla mefistofélica— que debe ser el padre o el abuelo del Profesor, a juzgar por la semejanza de rasgos. Hay un largo sillón cubierto por un poncho de colores y muebles variopintos, tan usados que parecen a punto de desplomarse. En un estante con vidrios, altos de periódicos en desorden. Unas moscas zumbonas revolotean sobre nuestras cabezas y uno de los josefinos ayudaba a pasar el platito con rajas de queso fresco y unos panecillos crujientes que a Mayta le hicieron agua la boca. Estoy muerto de hambre y le pregunto al Profesor si no habría donde comprar algo que comer. «A estas horas, no, dice. Al anochecer tal vez consigamos unas papas cocidas en un sitiecito que conozco. Eso sí, le puedo convidar una copita de buen pisco.»

—Sobre mi amistad con Vallejos se han dicho las cosas más disparatadas —añade—. Que nos conocimos en Lima, cuando yo hacía el servicio militar. Que empezamos a conspirar entonces y que seguimos conspirando aquí, cuando vino como jefe de la cárcel. De eso, lo único cierto es que soy licenciado del Ejército. Pero, cuando yo serví, Vallejos debía ser un niño de teta…

—Se ríe, con una risita forzada, y exclama—: ¡Puras fantasías! Nos conocimos aquí, a los pocos días de llegar Vallejos a ocupar su puesto. A mucha honra puedo decirle que yo le enseñé todo lo que aprendió de marxismo. Porque, ha de saber —baja la voz, mira en torno con cierta alarma, me señala unos anaqueles vacíos— que yo tuve la biblioteca marxista más completa de Jauja.

Una larga digresión lo aparta de Vallejos. A pesar de que es un hombre anciano y enfermo —le han quitado un riñón, tiene presión alta y unas varices que lo hacen ver a Judas—, retirado de toda actividad política, las autoridades, hace un par de años, cuando las acciones terroristas cobraron auge en la provincia, quemaron todos sus libros y lo tuvieron preso una semana. Le pusieron electrodos en los testículos, para que confesara una supuesta complicidad con la guerrilla. ¿Qué complicidad podía tener él cuando era vox populi que los insurrectos lo tenían en su lista negra, por infames calumnias? Se levanta, abre un cajón, saca un papelito y me lo muestra: «Estás sentenciado a muerte por el pueblo, perro traidor». Se encoge de hombros: era viejo y no le importaba la vida. Que lo mataran, qué mierda. No se cuidaba: vivía solo y no tenía ni un palo para defenderse.

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