Array Array - Historia de Mayta

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No quemaron a muchos, en verdad, explica un panel de ortografía dudosa: treinta y cinco en tres siglos. No es una cifra apabullante. Y de los treinta y cinco —pobre consuelo—, treinta fueron ejecutados con garrote antes de que el fuego se comiera sus cadáveres. El primero que protagonizó el gran espectáculo del auto de fe limeño no tuvo esa suerte: a ese francés, Mateo Salade, lo quemaron vivo, porque se dedicaba a hacer unos experimentos químicos que alguien denunció como «manipuleos con Satanás». «¿Salado?», pensó. ¿De ese franchute habría nacido el peruanismo «salado» para designar a la persona que tiene mala suerte? Pensó: «De ahora en adelante ya no serás un revolucionario salado».

Pero aunque no quemó a mucha gente, el Santo Tribunal, en cambio, torturó sin límites. Después de los delatores, el tormento físico fue el más diligente acarreador de víctimas, de todo sexo, condición y estado, a los autos de fe. Aquí está muy bien expuesto, feria de horrores, el instrumental de que se servía el Santo Oficio para —el verbo es matemático— «arrancar la verdad» al sospechoso. Unos maniquíes de cartón instruyen al visitante sobre cómo funcionaba la «garrucha» o «estrapada», cuerda de la cual se suspendía al reo de una polea, con las manos atadas a la espalda y un lastre de cien libras en los pies. O cómo era tendido en el «potro», mesa de operaciones en que mediante cuatro torniquetes se podía descoyuntar sus extremidades, una por una, o todas a la vez. La más vulgar de las torturas era el cepo, que inmovilizaba la cabeza del reo como un yugo mientras era azotado; el más imaginativo, la «mancuerda», de refinamiento y fantasía surrealistas, suerte de silla en la que el verdugo podía atormentar, mediante un sistema de grilletes y esposas, las piernas, brazos, antebrazos, el cuello y el pecho del reo. El más actual de los tormentos es el de la «toca» —tela sobrepuesta en la nariz o embutida en la boca sobre la que se hacía correr agua y que al tupirse impedía respirar—, y, el más espectacular, el del brasero que se aproximaba a los pies del condenado, previamente inmovilizados y untados de manteca para que se fueran asando. «Ahora, pensó Mayta, tienen la electricidad en los testículos, las inyecciones de pentotal, los baños en tinas llenas de mierda, las quemaduras con cigarrillos.» No había habido progreso en este campo.

Pero todavía lo dejó más conmovido —diez veces pensó: «Qué haces aquí, Mayta, es ésta acaso la hora de perder el tiempo, no tienes cosas más urgentes que hacer»— la pequeña cámara de indumentarias que, por meses, años o hasta su muerte, debían llevar los acusados de judaísmo o hechicería o de ser íncubos del demonio o blasfemos que se «arrepentían con vehemencia» y abjuraban de sus pecados y prometían redimirse. Un cuarto de disfraces: en medio de estos horrores, parece algo más humano. Aquí está la «coroza» o sombrero en forma de cucurucho y el sambenito o túnica de pelliz, blanca, bordada con cruces, serpientes, diablos y llamas, con la que desfilaban los indenados hasta la Plaza Mayor —previa parada en el Callejón de la Cruz, donde debían arrodillarse frente a una cruz dominicana—, para ser azotados ajusticiados, o que debían vestir día y noche mientras duraba la sentencia. Esta última imagen sobre todo la que me queda fija en la memoria cuando, terminada la visita, voy hacia la puerta de salida: la de esos condenados, que se reincorporaban a sus ocupaciones cotidianas, con ese uniforme que debía levantar horror, pánico, repulsa, náusea, burla, odio a su alrededor. Imaginó lo que debieron ser los días, meses, años de las gentes vestidas así, a las que todo el mundo señalaría y evitaría, como a perros con rabia. Pensó: «Es un museo que vale la pena». Instructivo, fascinante. Condensada en unas cuantas imágenes y objetos efectistas, hay en él un ingrediente esencial, invariable, de la historia de este país, desde sus tiempos más remotos: la violencia. La moral y la física, la nacida del fanatismo y la intransigencia, de la ideología, de la corrupción y de la estupidez que han acompañado siempre al poder entre nosotros, y esa violencia sucia, menuda, canalla, vengativa, interesada, parásita de la otra. Es bueno venir aquí, a este Museo, para comprobar cómo hemos llegado hasta lo que somos hoy, por qué estamos como estamos.

En la puerta del Museo de la Inquisición, a la familia de andrajosos hambrientos se ha unido por lo menos otra docena de viejos, hombres, mujeres, niños. Forman una pequeña corte de milagros de hilachas, tiznes, costras. Al verme aparecer estiran inmediatamente unas manos de uñas negras, pidiendo. La violencia detrás mío y delante el hambre. Aquí, en estas gradas, resumido mi país. Aquí, tocándose, las dos caras de la historia peruana. Y entiendo por qué Mayta me ha acompañado obsesivamente en el recorrido del Museo.

Voy casi a la carrera hasta San Martín a tomar el colectivo, pues se ha hecho tarde, y una media hora antes del toque de queda cesa todo tráfico. Temo que esta vez el toque me alcance caminando las cuadras que median entre la Avenida Grau y mi casa. Son pocas cuadras, pero, cuando oscurece, peligrosas. Ha habido en ellas varios asaltos y, apenas la semana pasada, una violación. A la esposa de Luis Saldías, recién casado, que vive frente a mi casa —es ingeniero hidráulico—, se le estropeó el auto y se le pasó la hora del toque de queda, pues tuvo que venir andando desde San Isidro. En este tramo final, la detuvo un patrullero. Eran tres policías: la metieron al auto, la desnudaron — después de golpearla, porque se les resistió— y abusaron de ella. Luego la trajeron hasta su casa, diciéndole: «agradece que no te pegáramos un tiro». Es lo que tienen orden de hacer con quienes infringen el toque de queda. Luis Saldías me contó esto con los ojos llenos de ira y añadió que desde entonces se alegra cada vez que asesinan a un guardia. Dice que ya no le importa que triunfen los terroristas, porque «nada puede ser peor que lo que estamos viviendo». Yo sé que se equivoca, que todavía puede ser peor, que no hay límites para el deterioro, pero respeto su dolor y callo.

V

Para tomar el tren a Jauja hay que comprar el boleto la víspera y presentarse en la estación de Desamparados a las seis de la mañana. Me han dicho que el tren va siempre lleno y, en efecto, debo tomar el vagón por asalto. Pero tengo la suerte de conseguir un asiento, en tanto que la mayoría de pasajeros viajará de pie. Los vagones carecen de servicios higiénicos y algunos temerarios orinan desde el pescante, con el tren en marcha. Aunque he comido algo antes de dejar Lima, a las pocas horas siento hambre. Es imposible comprar nada en las estaciones en las que el tren deja o recoge pasajeros: Chosica, San Bartolomé, Matucana, San Mateo, Casapalca, La Oroya. Hace veinticinco años, los vendedores ambulantes asaltaban los vagones en cada parada ofreciendo frutas, gaseosas, sandwiches, dulces. Ahora, sólo pregonan chucherías o cocimientos de hierbas. Pero, con todas sus incomodidades y su lentitud, el viaje está lleno de sorpresas, la primera de las cuales son estos vagones trepando desde el nivel del mar hasta los cinco mil metros para cruzar los Andes en el Paso de Anticona, al pie del Monte Meiggs. Ante el soberbio espectáculo, me olvido de los soldados con fusiles apostados en cada vagón y de la ametralladora que hay en el techo de la locomotora, en previsión de ataques. ¿Cómo sigue funcionando este tren? La carretera a la sierra central es continuamente sepultada bajo lluvia de rocas que los terroristas arrancan de las laderas con explosivos, de modo que se ha vuelto casi inutilizable. ¿Por qué no ha sido aún volado este tren, obstruidos sus túneles, derruidos sus puentes? Tal vez, por algún misterioso designio estratégico, les conviene mantener la comunicación entre Lima y Junín. Me alegro, el viaje a Jauja es esencial para reconstruir la peripecia de Mayta.

Se suceden los cerros, separados a veces por abismos al fondo de los cuales roncan ríos torrentosos. El trencito cruza puentes y túneles. Imposible no pensar en la proeza del ingeniero Meiggs, al construir hace más de ochenta años estos rieles en semejante geografía de gargantas, ventisqueros y picachos sacudidos por las tormentas y bajo la amenaza de los aluviones. ¿Pensaba en la odisea de ese ingeniero el revolucionario Mayta, al tomar por primera vez este tren, una mañana de febrero o marzo, veinticinco años atrás? Pensaba en el sufrimiento que habían invertido, para que se tendieran estos rieles, se levantaran estos puentes y se abrieran estos túneles, los miles de cholos e indios que, por un salario simbólico, a veces apenas un puñado de mala comida y un poco de coca, sudaron doce horas diarias, picando piedras, volando rocas, cargando durmientes, nivelando el terreno, para que el ferrocarril más alto del mundo fuera realidad. ¿Cuántos perdieron dedos, manos, ojos, dinamitando la cordillera? ¿Cuántos cayeron en esos precipicios o fueron enterrados por los huaycos que desbarataban los campamentos donde dormían, unos sobre otros, temblando de frío, borrachos de fatiga, embrutecidos de coca, calentados sólo por sus ponchos y el aliento de sus compañeros? Comenzaba a sentir la altura: cierta dificultad al respirar, la presión de la sangre en las sienes, el corazón acelerado. Al mismo tiempo, apenas podía disimular su excitación. Tenía ganas de sonreír, de silbar, de estrechar las manos de todo el vagón. Moría de impaciencia por reencontrar a Vallejitos.

—Yo soy el Profesor Ubilluz —me dice, extendiéndome su mano, apenas paso la barrera de la Estación de Jauja, donde, luego de una cola interminable, dos policías de civil me registran y expulgan la bolsa donde llevo el pijama—. El Chato para mis amigos. Y, si me permite, usted y yo ya somos amigos.

Le he escrito, anunciándole mi viaje, y él ha venido a esperarme. En torno a la estación, hay un considerable despliegue militar: soldados con fusiles, caballetes y alambradas. Y, yendo y viniendo por la calle a paso de tortuga, una tanqueta. Echamos a andar. ¿Está muy mala la situación aquí?

—Estas últimas semanas algo más tranquila —me dice Ubilluz—. Tanto que han suspendido el toque de queda. Ya podemos salir a ver las estrellas. Nos estábamos olvidando de cómo eran.

Me cuenta que hace un mes hubo un ataque masivo de los insurrectos al cuartel de Jauja. La balacera duró toda la noche y dejó los alrededores sembrados de cadáveres. Apestaban de tal modo y eran tantos que debieron ser rociados con kerosene y quemados. Desde entonces, los rebeldes no han vuelto a realizar ninguna acción importante en la ciudad. Eso sí, los cerros del contorno amanecen cada mañana erizados de banderas rojas con la hoz y el martillo. Las patrullas militares las arrancan, cada tarde.

—Le he reservado un cuartito en el Albergue de Paca —añade—. Un sitio lindísimo, verá.

Es un anciano bajito y compuesto, embutido en un terno a rayas que lleva abotonado, una especie de paquete moviente. Tiene una corbata de nudo milimétrico, y unos zapatos que deben haber atravesado un lodazal. Hay en él ese atildamiento típico de la sierra y un español silabeado en el que, de rato en rato, brota un quechuismo. Encontramos un viejo taxi, cerca de la Plaza. La ciudad no ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. A simple vista al menos, no hay muchas huellas de la guerra. No se ven altos de basuras ni muchedumbres de mendigos. Las casitas lucen limpias e inmortales, con sus añosos portones y enrevesadas rejas. El Profesor Ubilluz pasó treinta años enseñando ciencias en el Colegio Nacional San José. Cuando se jubiló —por los días en que lo que habíamos creído una simple algarada de extremistas empezaba a tomar las proporciones de una guerra civil—, hubo una ceremonia en su honor a la que asistieron todos los ex–alumnos que habían sido sus discípulos. Al pronunciar su discurso, lloró.

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