Array Array - Historia de Mayta

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—No nos va a pasar —sonrió Mayta—. Porque nosotros no vamos a dar un cuartelazo sino a hacer la revolución. No te preocupes, camarada.

—Yo sí me preocupo —dijo el Camarada Jacinto—. Pero de algo más terrestre. ¿Habrá pagado el alquiler el Camarada Carlos? No vaya a caernos otra vez la viejecita.

Había terminado la sesión y, como nunca salían todos a la vez, habían partido primero Anatolio y Joaquín. Ellos esperaban unos minutos para abandonar el garaje. Mayta sonrió, recordando. La viejecita se había presentado inopinadamente en medio de una fogosa discusión sobre la Reforma Agraria hecha en Solivia por el Movimiento Nacionalista Revolucionario de Paz Estenssoro. Los dejó estupefactos, como si la persona que abrió la puerta hubiera sido un soplón y no la frágil figurita de cabellos blancos y espalda curva, apoyada en un bastón de metal.

—Señora Blomberg, buenas noches —reaccionó el Camarada Carlos—. Qué sorpresa.

—¿Por qué no tocó la puerta? —protestó el Camarada Jacinto.

—No tengo por qué tocar la puerta del garaje de mi propia casa —replicó la señora Blomberg, ofendida—. Quedamos en que me pagarían el primero. ¿Qué pasó?

—Un pequeño atraso debido a la huelga de Bancos —el Camarada Carlos, adelantándose, trataba de tapar con su cuerpo el cartel de los barbados y los altos de Voz Obrera—. Aquí tengo su chequecito, precisamente.

La señora Blomberg se aplacó al ver que el Camarada Carlos sacaba un sobre de su bolsillo. Examinó el cheque con prolijidad, asintió, y se despidió rezongando que en el futuro no se atrasaran ya que, a sus años, no estaba para cobrar arriendos de casa en casa. Los sobrecogió un ataque de risa y, olvidados de la discusión, fantasearon: ¿habría visto la señora Blomberg las caras de Marx, Lenin y Trotski? ¿Estaría yendo a la policía? ¿Sería allanado el local esa noche? Se le había dicho que el garaje lo alquilaban para sede de un club de ajedrez y lo único que no había podido ver, en su intempestiva visita, era un tablero o un alfil. Pero la policía no vino, de modo que la señora Blomberg no llegó a advertir nada sospechoso.

—A no ser que este Alférez que quiere hacer la revolución sea una continuación de esa visita —dijo Medardo—. En lugar de allanarnos, infiltrarnos.

—¿Después de tantos meses? —insinuó Mayta, temeroso de reabrir una discusión que lo alejaría del cigarrillo—. En fin, ya lo sabremos. Han pasado diez minutos. ¿Nos vamos?

—Habrá que chequear por qué no vinieron Pallardi y Carlos —dijo Jacinto.

—Carlos era el único de los siete que llevaba una vida normal —dice Moisés—. Contratista de obras, dueño de una ladrillera. Él financiaba el alquiler del local, la imprenta, los volantes. Todos cotizábamos, pero nuestro aporte eran miserias. Su esposa nos odiaba a muerte.

—¿Y Mayta? En la France Presse debía ganar muy poco.

—Fuera de eso, la mitad de su sueldo o más se la gastaba en el Partido —asiente Moisés—. Su mujer también nos detestaba, por supuesto.

—¿La mujer de Mayta?

—Estuvo casado con todas las de la ley —se ríe Moisés—. Por poco tiempo. Con una tal Adelaida, una empleada de Banco muy guapita. Algo que nunca entendimos. ¿No lo sabías?

No lo sabía. Salieron juntos, echaron llave a la puerta del garaje y en la bodega de la esquina se detuvieron para que Mayta comprara una cajetilla de Inca. Ofreció cigarrillos a Jacinto y Medardo y encendió el suyo con tanta prisa que se chamuscó los dedos. Camino de la Avenida Alfonso Ugarte, dio varias pitadas, entrecerrando los ojos, disfrutando el placer de inhalar y expulsar esas nubecillas de humo que se desvanecían en la noche.

—Ya sé por qué tengo la cara del Alférez metida aquí —pensó en voz alta.

—Ese milico nos ha hecho perder mucho tiempo —se quejó Medardo—. ¡Tres horas por un Subteniente!

Mayta siguió, como si no hubiera oído:

—Es que, por ignorancia, por inexperiencia o lo que sea, hablaba de la revolución como nosotros ya no hablamos nunca.

—No me palabree en difícil que yo soy obrero, no intelectual, camarada —se burló Jacinto.

Era una broma que hacía con tal frecuencia que Mayta había llegado a preguntarse si, en el fondo, el Camarada Jacinto no envidiaba aquella condición que decía despreciar tanto. En eso, los tres tuvieron que aplastarse contra la pared para no ser arrollados por un ómnibus que venía con un racimo de gente rebalsando sobre la vereda.

—Con humor, con alegría —añadió Mayta—. Como de algo saludable y hermoso. Nosotros hemos perdido el entusiasmo.

—¿Quieres decir que nos hemos vuelto viejos? —bromeó Jacinto—. Será tu caso. Yo tengo cintura para rato.

Pero Mayta no tenía ganas de bromear y hablaba con ansiedad, atropellándose:

—Nos hemos vuelto demasiado teóricos, demasiado serios, un poco politicastros. No sé… Oyendo a ese muchacho desbarrar sobre la revolución socialista me dio envidia. Es inevitable que la lucha lo endurezca a uno. Pero es malo perder las ilusiones. Es malo que los métodos nos hagan olvidar los fines, camaradas.

¿Entendían lo que quería decirles? Sintió que se turbaba y cambió de tema. Pero, al despedirse de ellos en Alfonso Ugarte, para ir a su cuarto de la calle Zepita, la idea le siguió dando vueltas en la cabeza. Frente al Hospital Loayza, mientras aguardaba un paréntesis en el río de automóviles, camiones y ómnibus que atoraban las cuatro pistas, se le aclaró una asociación que, de manera fantasma, venía haciendo desde la noche anterior. Sí, era eso mismo, la Universidad. Ese año decepcionante, esos cursos de historia, literatura y filosofía en los que se matriculó en San Marcos. Muy rápidamente llegó a la conclusión de que a esos profesores se les había atrofiado la vocación, si es que alguna vez habían sentido amor por las obras maestras, por las grandes ideas. A juzgar por lo que enseñaban y por los trabajos que pedían a los alumnos, en la cabeza de esas soporíferas mediocridades se había producido una inversión. El profesor de Literatura Española parecía convencido de que era más importante leer lo que el señor Leo Spitzer había escrito sobre Lorca que los poemas de Lorca, o el libro del señor Amado Alonso sobre la poesía de Neruda que la poesía de Neruda, y al profesor de Historia parecían importarle más las fuentes de la historia del Perú que la historia del Perú y al de Filosofía más la forma de las palabras que el contenido de las ideas y su repercusión en los hechos… La cultura se les había disecado, convertido en saber vanidoso, en erudición estéril separada de la vida. Él se había dicho entonces que eso era lo esperable de la cultura burguesa, del idealismo burgués, apartarse de la vida, y había dejado la Universidad disgustado: la verdadera cultura estaba reñida con lo que allí se enseñaba. ¿Se habían academizado él, Jacinto, Medardo, los camaradas del POR(T) y los del otro POR? ¿Habían olvidado la jerarquía entre lo fundamental y lo accesorio? ¿Se había vuelto su trabajo revolucionario algo tan esotérico y pedante como aquello en lo que habían convertido la literatura, la historia, la filosofía, los profesores de San Marcos? Escuchar a Vallejos había sido un llamado de atención: «No olvidar lo esencial, Mayta. No enredarse en lo superfluo, camarada». No sabía, no había leído nada, estaba virgen, sí, pero, en un sentido, les llevaba ventaja: la revolución era para él la acción, algo tangible, el cielo en la tierra, el reino de la justicia, de la igualdad, de la libertad, de la fraternidad. Adivinó las imágenes con que la revolución se aparecía a Vallejos: campesinos rompiendo las cadenas del gamonal, obreros que de sirvientes pasan a ser soberanos de máquinas y talleres, una sociedad en la que la plusvalía deja de engordar a un puñado para revertir sobre todos los trabajadores… y sintió un escalofrío. ¿No era la esquina de Cañete y Zepita? Acabó de salir del ensimismamiento y se frotó los brazos. ¡Caracho! Qué distraído, para venir a parar aquí. ¿El imán del peligro? ¿Un masoquismo secreto? Era una esquina que evitaba esta de Cañete y Zepita, por el mal gusto en la boca que sentía cada vez que la cruzaba. Allí mismo, frente al quiosco de periódicos, había frenado aquella mañana el auto gris verdoso con un chirrido que aún rechinaba en sus oídos. Antes de que atinara a darse cuenta de lo que ocurría, bajaron cuatro tipos y se sintió apuntado por pistolas, registrado, sacudido, metido a empellones en el automóvil. Antes, había estado en comisarías, en distintas cárceles, pero aquella vez había sido la peor y la más larga, la primera en que había sido maltratado con salvajismo. Había creído volverse loco, pensado en matarse. Desde entonces, evitaba esa esquina por una especie de superstición que le hubiera avergonzado reconocer. Dobló por Zepita y caminó despacio las dos cuadras que faltaban para su casa. El cansancio se le concentraba, como siempre, en los pies. Malditos pies planos. «Soy un fakir, pensó, los estoy apoyando sobre miles de agujas pequeñitas…» Pensó: «La revolución es la fiesta del Alférez pintón».

Su cuarto era el segundo de los altos en un callejón de dos pisos, un recinto de tres metros por cinco atiborrado de libros, revistas, periódicos desparramados por el suelo y una cama sin espaldar en la que había sólo un colchón y una frazada. Unas cuantas camisas y pantalones colgaban de clavos en la pared y detrás de la puerta había un espejito y una repisa con sus cosas de afeitar. Una bombilla pendiente de un cordón iluminaba con luz sucia el increíble desorden que volvía al cuartito aún más estrecho. Apenas entró, a cuatro patas sacó de debajo de la cama —el polvo lo hizo estornudar— el lavador desportillado, que era, tal vez, el objeto que apreciaba más en este lugar. Los cuartos no tenían baño; en el patio había dos excusados para uso común del callejón y un caño del que los vecinos recogían agua para la cocina y el aseo. De día había siempre colas pero no de noche, de modo que Mayta bajó, llenó el lavador y volvió a su cuarto — con precaución para no derramar ni una gota— en pocos minutos. Se desnudó, se echó de espaldas en la cama y hundió los pies en el lavador. Ah, qué descanso. Le ocurría quedarse dormido dándose ese baño de pies; entonces, se despertaba al amanecer muerto de frío, estornudando. Pero ahora no se durmió. Mientras la sensación fresca, balsámica, subía de sus pies a sus tobillos y a sus piernas y el cansancio iba amenguando, pensaba que, aunque no tuviera otra consecuencia, había sido bueno que alguien se lo recordara: a un revolucionario no debe pasarle lo que a esos literatos, historiadores y filósofos de San Marcos, un revolucionario no debe olvidar que vive, lucha y muere para hacer la revolución y no para, para…

—… pagar la cuenta —dice Moisés—. Basta de discusión. La pagaré yo. Mejor dicho, el Centro. Métete esa cartera donde no le dé el sol.

Pero ya no hay sol. El cielo se ha nublado y, cuando salimos del Costa Verde, parece invierno: una de esas tardes típicas de Lima, mojadas, de cielo bajo, cargado y fanfarrón, amenazando con una tormenta que nunca vendrá. Al recuperar su arma, en la entrada — «Es una Browning de 7.65 milímetros», me dice—, Moisés verifica si el seguro está puesto. La coloca en la guantera del auto.

—Dime, por lo menos, qué tienes hasta ahora —me pregunta, mientras subimos la Quebrada de Armendáriz en su Cadillac color concho de vino.

—Un cuarentón de pies planos que se ha pasado la vida en las catacumbas de la revolución teórica, para no decir de las intrigas revolucionarias —le resumo—. Aprista, aprista disidente, moscovita, moscovita disidente, y, por fin, trotskista. Todas las idas y venidas, todas las contradicciones de la izquierda de los años cincuenta. Ha estado escondido, preso, ha vivido siempre en la penuria. Pero…

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