Array Array - Historia de Mayta

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—Que informe el responsable —añadió el Camarada Jacinto.

El responsable de Voz Obrera era él. Mayta sacudió la cabeza para ahuyentar la imagen del Alférez Vallejos que, junto con una gran modorra, lo perseguía desde que despertó esa mañana con sólo tres horas de sueño en el cuerpo. Se puso de pie. Sacó la pequeña ficha con el esquema de lo que iba a decir.

—Así es, camaradas, Voz Obrera es el problema más urgente y hay que resolverlo hoy mismo —dijo, conteniendo un bostezo—. En realidad, son dos problemas y debemos tratarlos por separado. El primero, el del nombre, surgido por la salida de los divisionistas. Y, el segundo, el de siempre, el económico.

Todos sabían de qué se trataba, pero Mayta se lo recordó con lujo de detalles. La experiencia le había demostrado que esa prolijidad al exponer un tema ahorraba tiempo más tarde, en el debate. Asunto primero: ¿debían seguir llamando Voz Obrera con el añadido de la T al órgano del Partido? Porque los divisionistas habían sacado ya su periódico con el título de Voz Obrera, usando la misma viñeta, para hacer creer a la clase obrera que ellos representaban la continuidad del POR, y el POR(T), la división. Una sucia maniobra, por supuesto. Pero, había que encarar los hechos. Que hubiera dos Partidos Obreros Revolucionarios ya resultaba confuso para los trabajadores. Que hubiera dos Voz Obrera, aunque una de ellas llevara la letra T de Trotskista, los desorientaría aún más. Por otra parte, el material del nuevo número estaba armado en la imprenta de Cocharcas, así que había que tomar una decisión ahora. ¿Se imprimiría como Voz Obrera (T) o le cambiaban el nombre? Hizo una pausa, mientras prendía un cigarrillo, a ver si los Camaradas Jacinto, Medardo, Anatolio o Joaquín decían algo. Como permanecieron mudos, siguió, arrojando una bocanada de humo:

—El otro asunto es que faltan quinientos soles para pagar este número. El administrador de la imprenta me ha advertido que, a partir del próximo, el presupuesto subirá lo que ha subido el papel. Veinte por ciento.

La imprenta de Cocharcas les cobraba dos mil soles por mil ejemplares, de dos pliegos, y ellos vendían el número a tres soles. En teoría, si agotaban el tiraje, les hubiera quedado una utilidad de mil soles. En la práctica, los quioscos y canillitas cobraban el cincuenta por ciento de comisión por número vendido, con lo cual —ya que no tenían avisos— perdían cincuenta centavos por ejemplar. Sólo dejaban utilidad los que vendían ellos mismos en las puertas de las fábricas, universidades y sindicatos. Pero, salvo raras veces, como atestiguaban esas rumas de números amarillentos que rodeaban desmoralizadoramente al Comité Central del POR(T) en el garaje del Jirón Zorritos, nunca se habían agotado los mil ejemplares, y, entre los que salían, buena parte no eran vendidos sino regalados. Voz Obrera había dejado siempre pérdidas. Ahora, con la división, las cosas empeorarían.

Mayta intentó una sonrisa de aliento:

—No es el fin del mundo, camaradas. No pongan esas caras tristes. Más bien, encontremos una solución.

—Del Partido Comunista lo expulsaron cuando estaba en la cárcel, si la memoria no me falla —recuerda Moisés—. Pero a lo mejor me falla. Me pierdo con todas esas rupturas y reconciliaciones.

—¿Estuvo mucho tiempo en el Partido Comunista? —le pregunto—. ¿Estuvieron?

—Estuvimos y no estuvimos, según por donde se mire. Nunca nos inscribimos ni tuvimos carnet. Pero nadie tenía carnet en ese momento. El Partido estaba en la ilegalidad y era minúsculo. Colaboramos como simpatizantes más que como militantes. En la cárcel, Mayta, con su espíritu de contradicción, empezó a sentir simpatías heréticas. Nos pusimos a leer a Trotski, yo arrastrado por él. En el Frontón ya daba conferencias a los presos sobre el doble poder, la revolución permanente, la esclerosis del estalinismo. Un día le llegó la noticia de que los rabanitos lo habían expulsado, acusándolo de ultraizquierdista, divisionista, provocador, trotskista, etcétera. Al poco tiempo yo salí desterrado a la Argentina. Cuando volví, Mayta militaba en el POR. Pero ¿no tienes hambre? Vámonos a almorzar, entonces.

Es un mediodía espléndido, de verano, con un sol blanco y vertical, que alegra casas, gentes, árboles, cuando, en el rutilante Cadillac color concho de vino de Moisés, salimos a las calles de Miraflores, más atestadas que otros días de patrullas policiales y de jeeps del Ejército con soldados encasquetados. Hay una ametralladora a la entrada de la Diagonal, protegida por sacos de arena, a cargo de la Infantería de Marina. Al pasar frente a ella, el oficial que comanda el puesto está hablando por una radio portátil. En un día asilo indicado es comer junto al mar, dice Moisés. ¿Al Costa Verde o al Suizo de La Herradura? El Costa Verde está más cerca y mejor defendido contra posibles atentados. En el trayecto, hablamos del POR en los años finales de la dictadura odriísta, 1955 y 1956, cuando los presos políticos salían de la cárcel y los exiliados volvían al país.

—Entre tú y yo, eso del POR era una broma —dice Moisés—. Una broma seria, por supuesto, para los que dedicaron su vida y se jodieron. Una broma trágica para los que se hicieron matar. Y una broma de mal gusto para los que se secaron el cerebro con panfletos masturbatorios y polémicas estériles. Pero, por donde se mire, una broma sin pies ni cabeza.

Como temíamos, el Costa Verde está repleto. En la puerta, el servicio de seguridad del restaurante nos registra y Moisés deja su revólver a los vigilantes. Le dan a cambio una contraseña amarilla. Mientras esperamos que se desocupe una mesa, nos instalan bajo un toldo de paja, pegado al rompeolas. Tomando una cerveza fría, vemos estallar las olas y sentimos en la cara las salpicaduras del mar.

—¿Cuántos eran en el POR en tiempos de Mayta? —le pregunto.

Moisés se abstrae y bebe un largo trago que le deja un bozal de espuma. Se limpia con la servilleta. Mueve la cabeza, con una sonrisita burlona flotando por su cara:

—Nunca más de veinte —murmura. Habla tan bajito que tengo que acercar la cabeza para no perder lo que dice—. Fue la cifra tope. Lo celebramos en un chifa. Ya éramos veinte. Poco después vino la división. «Pablistas» y «antipablistas». ¿Te acuerdas del Camarada Michael Pablo? El POR y el POR(T). ¿Nosotros éramos «pablistas» o anti? Te juro que no me acuerdo. Era Mayta quien nos embarcaba en esas sutilezas ideológicas. Sí, ya me vino, nosotros éramos «pablistas» y ellos anti. Siete nosotros y ellos trece. Se quedaron con el nombre y tuvimos que añadir una T mayúscula a nuestro POR. Ninguno de los grupos creció después de la división, de eso estoy seguro. Así, hasta el asunto de Jauja. Entonces, los dos POR desaparecieron y empezó otra historia. Fue una buena cosa para mí. Terminé exiliado en París, pude hacer mi tesis y dedicarme a cosas serias.

—Las posiciones están claras y la discusión agotada —dijo el Camarada Anatolio.

—Tiene razón —gruñó el Secretario General—. Votemos con la mano levantada. ¿Quiénes a favor?

—La propuesta de Mayta —cambiar el nombre de Voz Obrera (T) por Voz Proletaria— fue rechazada tres contra dos. El voto del Camarada Jacinto fue el dirimente. Al argumento de Mayta y Joaquín —la confusión que significaría la existencia de dos periódicos con el mismo nombre, atacándose uno al otro—, Medardo y Anatolio replicaban que el cambio parecería dar la razón a los divisionistas, admitir que eran ellos, los del POR, y no el POR(T) quien mantenía la línea del Partido. Regalarles, además del nombre de la organización, el del periódico, ¿no era poco menos que premiar la traición? Según Medardo y Anatolio la similitud de títulos, problema transitorio, se iría aclarando en la conciencia de la clase obrera cuando el contenido de los artículos, editoriales, informaciones, la coherencia doctrinaria, hicieran el deslinde y mostraran cuál era el periódico genuinamente marxista y antiburocrático y cuál el apócrifo. La discusión fue áspera, larguísima, y Mayta pensaba cuánto más divertida había sido la conversación de la víspera con ese muchacho bobo e idealista. «He perdido este voto por aturdimiento, por la falta de sueño», pensó. Bah, no importaba. Si conservar el título traía más dificultades para distribuir Voz Obrera (T), siempre cabía pedir una revisión del acuerdo, cuando estuvieran presentes los siete miembros del Comité.

—¿Seguro que eran sólo siete cuando Mayta conoció al Subteniente Vallejos?

—También te acuerdas de Vallejos —sonríe Moisés. Estudia el menú y ordena ceviche de camarones y arroz con Conchitas. Le he dejado la elección diciéndole que un economista sensualizado, como él, lo hará mejor que yo—. Sí, siete. No me acuerdo de los nombres de todos, pero sí de los seudónimos. Camarada Jacinto, Camarada Anatolio, Camarada Joaquín… Yo era el Camarada Medardo. ¿Te has fijado cómo se ha empobrecido el menú del Costa Verde desde que hay racionamiento? A este paso, pronto se cerrarán todos los restaurantes de Lima.

Nos han colocado en una mesa del fondo, desde la que apenas se divisa el mar, tapado por las cabezas de los comensales: turistas, hombres de negocios, parejas, empleados de una firma que celebran un cumpleaños. Debe haber un político o un empresario importante entre ellos, pues, en una mesa próxima, veo a cuatro guardaespaldas de civil, con metralletas sobre las piernas. Beben cerveza en silencio, ojeando el local de un lado a otro. El rumor de las conversaciones, las risas, el ruido de los cubiertos apagan las olas y la resaca.

—Con Vallejos, en todo caso, llegaron a ocho —le digo—. La memoria te falló.

—Vallejos no estuvo nunca en el Partido—me replica, al instante—. Suena a broma eso de un Partido con siete afiliados ¿no? No estuvo nunca. Para mayor precisión, a Vallejos yo no le vi jamás la cara. La primera vez que se la vi fue en los periódicos.

Habla con absoluta seguridad y tengo que creerle. ¿Por qué me mentiría? De todas maneras, me sorprende, más todavía que el número de militantes del POR(T). Lo imaginaba pequeño pero no tan ínfimo. Me había hecho una composición de lugar sobre presunciones que ahora se esfuman: Mayta llevando a Vallejos al garaje del Jirón Zorritos, presentándolo a sus camaradas, incorporándolo como Secretario de Defensa… Todo eso, humo.

—Ahora, cuando te digo siete, te digo siete profesionalizados —aclara Moisés, luego de un momento—. Había, además, los simpatizantes. Estudiantes y obreros con los que organizábamos círculos de estudios. Y teníamos cierta influencia en algunos sindicatos. El de Fertisa, por ejemplo. Y en Construcción Civil.

Acaban de traer los ceviches y los camarones lucen frescos y húmedos y se siente el picante en el aroma de los platos. Bebemos, comemos y, apenas terminamos, vuelvo a la carga:

—¿Estás seguro que nunca viste a Vallejos?

—El único que lo veía era Mayta. Durante un buen tiempo, al menos. Después, se formó una comisión especial. El Grupo de Acción. Anatolio, Mayta y Jacinto, creo. Ellos sí lo vieron, unas cuantas veces. Los demás, nunca. Era un militar ¿no te das cuenta? ¿Qué éramos nosotros? Revolucionarios clandestinos. ¿Y él? ¡Un Alférez! ¡Un Subteniente!

—¿Un Subteniente? —el Camarada Anatolio rebotó en el asiento—. ¿Un Alférez?

—Le han encargado infiltrarnos —dijo el Camarada Joaquín—. Eso está clarísimo.

—Es lo primero que pensé, por supuesto —asintió Mayta—. Recapacitemos, camaradas. ¿Son tan tontos? ¿Mandarían a infiltrarnos a un Alférez que se pone a hablar de la revolución socialista en una fiesta? Pude tirarle algo la lengua y no sabe dónde está parado. Buenos sentimientos, una posición ingenua, emotiva, habla de la revolución sin saber de qué se trata. Está ideológicamente virgen. La revolución, para él, son Fidel Castro y sus barbudos pegando tiros en la Sierra Maestra. Le huele a algo justo, pero no sabe cómo se come. Hasta donde he podido sondearlo, no es más que eso.

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