Array Array - Historia de Mayta

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—Yo le pedí que se la tomara —dice Doña Josefa, volviendo a colocarla en la repisita—. Para tener un recuerdo de él. ¿Ve esas fotos? Todos parientes, algunos lejanísimos. La mayoría muertos ya. ¿Ustedes eran muy amigos?

—Dejamos de vernos muchos años —le digo—. Después, nos encontrábamos algunas veces, pero de cuando en cuando.

Doña Josefa Arrisueño me mira y yo sé lo que piensa. Quisiera tranquilizarla, disipar sus dudas, pero es imposible porque, a estas alturas, sé tan poco de mis proyectos sobre Mayta como ella misma.

—¿Y qué va a escribir sobre él? —murmura, pasándose la lengua por los labios carnosos—. ¿Su vida?

—No, su vida no —le respondo, buscando una fórmula que no la confunda más—. Algo inspirado en su vida, más bien. No una biografía sino una novela. Una historia muy libre, sobre la época, el medio de Mayta y las cosas que pasaron en esos años.

—¿Y por qué sobre él? —se anima la señora Arrisueño—. Hay otros más famosos. El poeta Javier Heraud, por ejemplo. O los del MIR, de la Puente, Lobatón, esos de los que se habla siempre. ¿Por qué Mayta? Si de él no se acuerda nadie.

En efecto ¿por qué? ¿Porque su caso fue el primero de una serie que marcaría una época? ¿Porque fue el más absurdo? ¿Porque fue el más trágico? ¿Porque, en su absurdidad y tragedia, fue premonitorio? ¿O, simplemente, porque su persona y su historia tienen para mí algo invenciblemente conmovedor, algo que, por encima de sus implicaciones políticas y morales, es como una radiografía de la infelicidad peruana?

—O sea que tú no crees en la revolución —simuló escandalizarse Vallejos—. O sea que eres de los que creen que el Perú seguirá tal cual hasta el fin de los tiempos.

Mayta le sonrió, negando.

—El Perú cambiará. La revolución vendrá —le explicó, con toda la paciencia del mundo—. Pero tomará su tiempo. No es tan fácil como tú crees.

—En realidad, es fácil, yo te lo digo porque lo sé —Vallejos tenía la cara brillante de sudor y los ojos tan fogosos como las palabras—. Es fácil si conoces la topografía de la sierra, si sabes disparar un Máuser y si los indios se alzan.

—Si los indios se alzan —suspiró Mayta—. Tan fácil como sacarse la lotería o el pollón.

La verdad, nunca soñó que el cumpleaños de la madrina resultara tan entretenido. Había pensado, al principio: «Es un provocador, un soplón. Sabe quién soy, quiere jalarme la lengua». Pero unos minutos después de estar conversando con él, estuvo seguro que no; era un angelito con alas, no sabía dónde estaba parado. Y, sin embargo, no sentía ninguna gana de tomarle el pelo. Lo divertía oírlo hablar de la revolución como de un juego o proeza deportiva, algo que se lograba con un poquito de esfuerzo e ingenio. Había en el muchacho tanta seguridad e inocencia, que provocaba seguir oyéndole esos disparates toda la noche. Se le había quitado el sueño y estaba en el tercer vaso de cerveza. Pepote bailaba siempre con Alci —el chotis Madrid, de Agustín Lara, coreado por la concurrencia— pero al Alférez parecía importarle un pito. Había arrastrado una silla junto a Mayta y sentado a horcajadas le explicaba que cincuenta hombres decididos y bien armados, empleando la táctica de las montoneras de Cáceres, podían encender la mecha del polvorín que eran los Andes. «Es tan joven que podría ser mi hijo, pensó Mayta. Y tan pintoncito. Debe tener todas las chicas que quiera.»

—¿Y tú a qué te dedicas? —dijo Vallejos.

Era una pregunta que siempre lo ponía incómodo, aunque estaba preparado para responderla. Su respuesta, media verdad media mentira, le sonó más falsa que otras veces:

—Al periodismo —dijo, preguntándose qué cara pondría el Alférez si lo oyera decir: «A eso de lo que hablas tanto, meando fuera de la bacinica. A la revolución, qué te parece».

—¿Y en qué periódico?

—En la Agencia France Presse. Hago traducciones.

—O sea que hablas franchute —hizo una morisqueta Vallejos—. ¿Dónde lo aprendiste?

—Solito, con un diccionario y un libro de idiomas que se ganó en una tómbola —me cuenta Doña Josefa—. Usted no me lo creerá pero yo lo vi con estos ojos. Se encerraba en su cuarto y repetía palabras, horas de horas. El párroco de Surquillo le prestaba revistas. Él me decía: «Ya entiendo algo, madrina, ya voy entendiendo». Hasta que lo entendió, porque se pasaba los días leyendo libros en francés, créame.

—Por supuesto que la creo —le digo—. No me extraña que lo aprendiera solito. Cuando se le metía algo, lo hacía. He conocido pocas personas tan tenaces como Mayta.

—Hubiera podido ser un abogado, un profesional —se lamenta Doña Josefa—. ¿Sabía que ingresó a San Marcos a la primera intentona? Y con buen puesto. Muchachito todavía, de diecisiete o dieciocho a lo más. Hubiera podido sacar su título a los veinticuatro o veinticinco. ¡Qué desperdicio, Dios mío! ¿Y para qué? Para hacer política, para eso. No tiene perdón de Dios.

—¿Estuvo muy poco en la Universidad, no es cierto?

—A los pocos meses o, a lo más, al año, lo metieron preso —dice Doña Josefa—. Ahí empezaron sus calamidades. Ya no regresó a esta casa, se fue a vivir solo. Desde entonces de peor a pésimo. ¿Dónde está tu ahijado? Escondido. ¿Dónde anda Mayta? Preso. ¿Ya lo soltaron? Sí, pero lo andan buscando de nuevo. Si le dijera todas las veces que la policía vino aquí a revolverlo todo, a faltarme el respeto, a darme sustos, creería que exagero. Y si le digo cincuenta veces me quedo corta. En vez de estar ganando juicios, con la cabeza que le dio Dios. ¿Es vida ésa?

—Sí, lo es —la contradigo, suavemente—. Dura, si usted quiere. Pero, también, intensa y coherente. Preferible a muchas otras, señora. No me puedo imaginar a Mayta envejeciendo en un bufete, haciendo todos los días una misma cosa.

—Bueno, eso quizá sea verdad —asiente Doña Josefa, por educación, no porque esté convencida—. Desde chiquito se podía adivinar que no tendría una vida como los demás. ¿Se ha visto nunca que un mocosito deje un buen día de comer porque en el mundo hay gente que pasa hambre? Yo no me lo creía ¿sabe? Se tomaba su sopa y dejaba lo demás. Y en la noche, su pan. Zoilita, Alicia y yo nos burlábamos: «Te das tus banquetes a escondidas, tramposo». Pero resulta que era cierto, no comía nada más. Si de chico le daba por eso, por qué no iba a ser de grande como fue.

—¿Viste Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot? —cambió de tema Vallejos—. Yo la vi ayer. Unas piernas largas, largas, que se salen de la pantalla. Me gustaría ir a París alguna vez y ver a la Brigitte Bardot de carne y hueso.

—Déjate de hablar tanto y bailemos —Alci acababa de zafarse de Pepote y a tirones quería levantar a Vallejos de la silla—. No voy a pasarme toda la noche bailando con ese pesado que se me pega. Ven, ven, un mambo.

—¡Un mambo! —cantó el Alférez—. ¡Qué rico mambo!

Un momento después, giraba como un trompo. Bailaba con ritmo, moviendo las manos, haciendo figuras, cantando, y, animadas por su ejemplo, otras parejas comenzaron a hacer ruedas, trencitos, a intercambiarse. Pronto el salón fue un remolino que aturdía. Mayta se levantó y pegó su silla a la pared, para dejar más espacio a los bailarines. ¿Alguna vez bailaría como Vallejos? Nunca. Comparado con él, hasta Pepote era un as. Sonriendo, Mayta recordó la desagradable sensación de haberse convertido en el hombre de Cro–magnon que lo invadía cada vez que no le quedaba más remedio que sacar a bailar a Adelaida, incluso los bailes más fáciles. No era su cuerpo el torpe, era esa cortedad, pudor, inhibición visceral, de estar tan cerca de una mujer lo que lo volvía un muñecón. Por eso había optado por no bailar sino a la fuerza. Como cuando la prima Alicia o la prima Zoilita lo obligaban, lo que podía ocurrir ahora en cualquier momento. ¿Habría aprendido a bailar León Davidovich? Seguramente. ¿No decía Natalia Sedova que, descontando la revolución, había sido el más normal de los hombres? Padre cariñoso, esposo amante, buen jardinero, le encantaba dar de comer a los conejos. Lo más normal de los hombres normales era que les gustara bailar. A ellos el baile no les parecía, como a él, algo ridículo, una frivolidad, perder el tiempo, olvidar lo importante. «No eres un hombre normal, recuerda eso», pensó. Terminado el mambo, hubo aplausos. Habían abierto las ventanas a la calle, para que se aireara la sala, y, entre las parejas, Mayta podía ver las caras aplastadas contra los postigos y el alféizar de los mirones, ojos masculinos que devoraban a las mujeres de la fiesta. La madrina hizo un anuncio: había caldito de pollo, que vinieran a ayudarla. Alci corrió a la cocina. Vallejos vino a sentarse de nuevo junto a Mayta, sudando. Le ofreció un cigarrillo.

—En realidad, estoy y no estoy aquí —le guiñó un ojo con burla—. Porque debería estar en Jauja. Vivo allá, soy el jefe de la cárcel. No debería moverme, pero me doy mis escapadas cuando se presenta la ocasión. ¿Conoces Jauja?

—Conozco otras partes de la sierra —dijo Mayta—. Jauja, no.

—¡La primera capital del Perú! —hizo el payaso Vallejos—. ¡Jauja! ¡Jauja! ¡Qué vergüenza que no la conozcas! Todos los peruanos deberían ir a Jauja.

Y, casi sin transición, Mayta lo oyó enfrascarse en un discurso indigenista: el Perú verdadero estaba en la sierra y no en la costa, entre los indios y los cóndores y los picachos de los Andes, y no aquí, en Lima, ciudad extranjerizante y ociosa, antiperuana, porque desde que la fundaron los españoles había vivido con la mirada en Europa y en Estados Unidos, de espaldas al Perú. Eran cosas que Mayta había oído y leído muchas veces, pero sonaban distintas en boca del Alférez. La novedad estaba en la manera despercudida y sonriente que las decía, arrojando argollas de humo gris. Había en su manera de hablar algo espontáneo y vital que mejoraba lo que decía. ¿Por qué este muchacho le traía esa nostalgia, esa sensación de algo definitivamente extinto? «Porque es sano, pensó Mayta. No está maleado. La política no ha matado en él la alegría de vivir. No debe haber hecho jamás política de ninguna clase. Por eso es tan irresponsable, por eso dice todo lo que se le viene a la cabeza.» En el Alférez no había el menor cálculo, segundas intenciones, una retórica prefabricada. Estaba aún en esa adolescencia en que la política consistía exclusivamente en sentimientos, indignación moral, rebeldía, idealismo, sueños, generosidad, mística. Sí, esas cosas todavía existen, Mayta. Ahí las tenías, encarnadas —quién lo hubiera dicho, carajo— en un oficialito. Oye lo que dice. La injusticia era monstruosa, cualquier millonario tenía más plata que un millón de pobres, los perros de los ricos comían mejor que los indios de la sierra, había que acabar con esa iniquidad, alzar al pueblo, invadir las haciendas, tomar los cuarteles, sublevar a la tropa que era parte del pueblo, desencadenar las huelgas, rehacer la sociedad de arriba abajo, establecer la justicia. Qué envidia. Ahí estaba, jovencito, delgado, buen mozo, risueño, locuaz, con sus invisibles alitas, creyendo que la revolución era una cuestión de honestidad, de valentía, de desprendimiento, de audacia. No sospechaba y acaso no llegaría nunca a saber que la revolución era una larga paciencia, una infinita rutina, una terrible sordidez, las mil y una estrecheces, las mil y una vilezas, las mil y una… Pero ahí estaba el caldito de pollo y a Mayta se le hizo agua la boca al sentir el aroma del plato humeante que Alci puso en sus manos.

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