Array Array - Historia de Mayta
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—Qué trabajo y, también, qué gastadera, cada cumpleaños —recuerda Doña Josefa—. Quedaba endeudada un montón de tiempo. Rompían vasos, sillas, floreros. La casa amanecía como después de una guerra o un terremoto. Pero yo me daba el trabajo cada año porque ya era una institución en el barrio. Muchos parientes y amigos se veían ese único día al año. Lo hacía también por ellos, para no defraudarlos. Aquí, en Surquillo, la fiesta de mi cumpleaños era como las fiestas patrias o la Navidad. Todo ha cambiado, ahora no está la vida para fiestas. La última fue el año que Alicita y su marido se fueron a Venezuela. Ahora, en mi cumpleaños, veo un rato la televisión y me acuesto.
Pasa una mirada tristona por el cuarto sin gente, como reponiendo en esas sillas, rincones, ventanas, a los parientes y amigos que venían a cantarle Happy Birthday, a festejar su buena mano para la cocina, y suspira. Ahora sí parece de setenta años. ¿Sabía si alguien, algún pariente, conservaba los cuadernos de apuntes y los artículos de Mayta? Renace su desconfianza.
—¿Qué parientes? —susurra, haciendo una mueca—. El único pariente que Mayta tenía era yo, y aquí nunca trajo ni una caja de fósforos, porque cada vez que lo perseguían éste era el primer sitio que la policía venía a rebuscar. Además yo nunca supe que fuera escritor ni nada que se le parezca.
Sí, escribía, y alguna vez yo leí los artículos que aparecían en esos periodiquitos — hojas, más bien— donde colaboraba, y que eran siempre, por supuesto, los que él mismo sacaba, y de los que ahora no parece quedar rastro ni en la Biblioteca Nacional ni en ninguna colección privada. Pero es normal que Doña Josefa no se enterara de la existencia de Voz Obrera ni de ninguna de las otras hojitas, como, por lo demás, la inmensa mayoría de gentes de este país, en especial aquellos para quienes eran escritas e impresas. De otro lado, Doña Josefa tenía razón: no era un escritor ni nada que se le parezca. Pero, por más que le pesara, un intelectual sí que lo era. Todavía recuerdo la dureza con que me habló de ellos, en esa última conversación, en la Plaza San Martín. No servían para gran cosa, según él:
—Los de este país al menos —precisó—. Se sensualizan muy rápido, no tienen convicciones sólidas. Su moral vale apenas lo que un pasaje de avión a un Congreso de la Juventud, de la Paz, etc. Por eso, los que no se venden a las becas yanquis y al Congreso por la Libertad, se dejan sobornar por el estalinismo y se hacen rabanitos.
Notó que, Vallejos, sorprendido por lo que había dicho, y por el tono con que lo había dicho, lo miraba fijo, la cuchara inmóvil a medio camino de la boca. Lo había desconcertado y en cierta forma alertado. Mal hecho, Mayta, muy mal hecho. ¿Por qué se dejaba ganar siempre por el mal humor y la impaciencia cuando se hablaba de los intelectuales? ¿Qué otra cosa había sido León Davidovich? Lo había sido, y genial, y Vladimiro Illich también. Pero ellos, antes y sobre todo, habían sido revolucionarios. ¿No despotricabas contra los intelectuales por despecho, porque en el Perú todos eran reaccionarios o estalinistas y ni uno solo trotskista?
—Lo único que quiero decir es que no hay que contar mucho con los intelectuales para la revolución —trató de arreglar las cosas Mayta, alzando la voz para hacerse oír en medio de la huaracha La negra Tomasa—. No en primer lugar, en todo caso. En primer lugar están los obreros, y, luego, los campesinos. Los intelectuales a la cola.
—¿Y Fidel Castro y esos del 26 de Julio que están en las montañas de Cuba no son intelectuales? —replicó Vallejos.
—Quizá lo sean —admitió Mayta—. Pero esa revolución todavía está verde. Y no es una revolución socialista, sino pequeño–burguesa. Dos cosas muy distintas.
El Alférez se lo quedó mirando, intrigado.
—Por lo menos, piensas en esas cosas —recuperó su aplomo y su sonrisa, entre cucharadas de sopa—. Por lo menos, a ti no te aburre hablar de la revolución.
—No, no me aburre —le sonrió Mayta—. Al contrario.
Él sí que no se «sensualizó» nunca, mi condiscípulo Mayta. De las vagas impresiones que me dejaban de él esas rápidas entrevistas que teníamos a lo largo de los años, una de las más rotundas que guardo es la frugalidad que emanaba de su persona, de su atuendo, de sus gestos. Hasta en su manera de sentarse en un café, de examinar el menú, de ordenar algo al mozo y aun de aceptar un cigarrillo, había en él algo ascético. Era eso lo que daba autoridad, una aureola respetable, a sus afirmaciones políticas, por delirantes que pudieran parecerme y por huérfano de adeptos que estuviera. La última vez que lo vi, semanas antes de la fiesta en que conoció a Vallejos, tenía ya más de cuarenta años y llevaba lo menos veinte militando. Por más que se hurgara en su vida, ni sus más encarnizados enemigos podían acusarlo de haberse aprovechado, en una sola ocasión, de la política. Por el contrario, lo más constante de su trayectoria era haber dado siempre, con una especie de intuición infalible, todos los pasos necesarios para que le fuera peor, para atraerse problemas y enredos. «Es un suicidario», me dijo de él, una vez, un amigo común. «No un suicida, sino un suicidario, repitió, alguien que le gusta matarse a poquitos.» La palabreja chisporrotea en mi cabeza, inesperada, pintoresca, como ese verbo reflexivo que estoy seguro de haberle escuchado aquella vez, en su diatriba contra los intelectuales.
—¿De qué te ríes?
—Del verbo sensualizarse. De dónde lo sacaste.
—A lo mejor acabo de inventarlo —sonrió Mayta—. Bueno, tal vez hay otro mejor. Ablandarse, claudicar. Pero, te das cuenta a qué me refiero. Pequeñas concesiones que minan la moral. Un viajecito, una beca, cualquier cosa que halague la vanidad. El imperialismo es maestro en esas trampas. Y el estalinismo también. Un obrero o un campesino no caen fácilmente. Los intelectuales se prenden de la mamadera apenas la tienen delante de la boca. Después, inventan teorías para justificar sus chanchullos.
Le dije que estaba poco menos que citando a Arthur Koestler, quien había dicho que «esos diestros imbéciles» eran capaces de predicar la neutralidad ante la peste bubónica, pues habían adquirido el arte diabólico de poder probar todo aquello que creían y de creer todo aquello que podían probar. Esperaba que me contestara que era el colmo citar a un conocido agente de la CÍA como el señor Koestler, pero, ante mi sorpresa, le oí decir:
—¿Koestler? Ah, sí. Nadie ha descrito mejor el terrorismo psicológico del estalinismo.
—Cuidado, por ese camino se llega a Washington y a la libre empresa —lo provoqué.
—Te equivocas —dijo él—. Por ese camino se llega a la revolución permanente y a León Davidovich. Trotski para los amigos.
—¿Y quién es Trotski? —dijo Vallejos.
—Un revolucionario —le aclaró Mayta—. Ya murió. Un gran pensador.
—¿Peruano? —insinuó tímidamente el Alférez.
—Ruso —dijo Mayta—. Murió en México.
—Basta de política o los boto —insistió Zoilita—. Ven, primo, no has bailado ni una. Ven, ven, sácame este valsecito.
—Bailen, bailen —pidió socorro Alci, desde los brazos de Pepote.
—¿Con quién? —dijo Vallejos—. He perdido a mi pareja.
—Conmigo —dijo Alicia, arrastrándolo.
Mayta se vio en el centro de la salita, tratando de seguir los compases de Lucy Smith, cuya letra Zoilita tarareaba con mucha gracia. Trató también de cantar, de sonreír, mientras sentía los músculos acalambrados y mucha vergüenza de que el Alférez viera lo mal que bailaba. La salita no debe haber cambiado gran cosa desde entonces; salvo el deterioro natural, éstos debían ser los muebles de aquella noche. No es difícil imaginarse el cuartito atestado de gente, humo, olor a cerveza, el sudor en los rostros, la música a todo volumen, e, incluso, descubrirlos haciendo un aparte en esa esquina, junto al florero de rosas de cera, sumidos en esa charla sobre el único tema importante para Mayta —la revolución— que los demoró hasta el amanecer. El paisaje exterior —caras, gestos, atuendos, utilería— está ahí, muy visible. No, en cambio, lo que pasó dentro de Mayta y del joven Alférez en el curso de esas horas. ¿Brotó una corriente de simpatía desde el primer momento entre ambos, una afinidad, la recíproca intuición de un denominador común? Hay amistades a primera vista, acaso más que amores. ¿O la relación entre ambos fue, desde el principio, exclusivamente política, una alianza de dos hombres empeñados en una causa común? En todo caso, aquí se conocieron y aquí comenzó para los dos —sin que, en el desorden de la fiesta, pudieran sospecharlo— el hecho más importante de sus vidas.
—Si escribe algo, no me mencione para nada —me ruega Doña Josefa Arrisueño—. O, por lo menos, cámbieme el nombre y, sobre todo, la dirección de la casa. Habrán pasado muchos años pero en este país nunca se sabe. Hasta lueguito.
—Espero que hasta lueguito —dijo Vallejos—. Sigamos conversando alguna otra vez. Tengo que agradecerte porque, la verdad, contigo he aprendido un montón de cosas.
—Hasta lueguito, señora —le doy la mano y le agradezco su paciencia.
Regreso a Barranco andando. Mientras cruzo Miraflores, insensiblemente, la fiesta se desvanece y me descubro evocando aquella huelga de hambre que hizo Mayta, cuando tenía catorce o quince años, para igualarse con los pobres. De toda la conversación con su tía–madrina, ese plato de sopa a mediodía y ese pedazo de pan en las noches que fueron su alimento por tres meses, es la imagen que prevalece: nítida, infantil, profética, borra todas las otras.
—Hasta lueguito —asintió Mayta—. Sí, claro, claro, ya seguiremos conversando.
II
El Centro Acción para el Desarrollo tiene su sede en la Avenida Pardo, en Miraflores, una de las últimas casitas que resiste el avance de los edificios que han ido sustituyendo, una tras otra, a las viviendas de ladrillos y madera, rodeadas de jardines, a las que daban sombra, rumor de hojas y algarabía de gorriones las copas de los ficus, antes señores de la calle y ahora pigmeos disminuidos por los rascacielos. El buen gusto de Moisés —del «Doctor» Moisés Barbi Leyva, me recuerda la secretaria de la entrada— ha llenado la casa de muebles coloniales, que congenian con la construcción, uno de esos remedos de los años cuarenta de arquitectura neo–virreinal —balcones con celosías, patios sevillanos, arcos moriscos, fuentes de azulejos— que no deja de tener encanto. La casa brilla y se nota actividad en los cuartos que dan al jardín, bien podado y regado. Dos guardias con fusiles, que, al entrar, me registran a ver si no llevo armas, se pasean en el vestíbulo de entrada. Mientras espero a Moisés, examino las últimas publicaciones del Centro, expuestas en una vitrina con luz fluorescente. Estudios de economía, estadística, sociología, política, historia, libros bien impresos y con carátulas que tienen como viñeta un pájaro marino prehistórico. Moisés Barbi Leyva es la espina dorsal del Centro Acción para el Desarrollo, el que gracias a su habilidad combinatoria, simpatía personal y prodigiosa capacidad de trabajo es una de las instituciones culturales más activas del país. Lo extraordinario de Moisés, más aún que su voluntad ciclónica y su optimismo a prueba de balas, es su habilidad combinatoria, ciencia antihegeliana que consiste en conciliar los contrarios, y, como hizo el santo limeño San Martín de Porres, hacer comer en el mismo plato a perro, pericote y gato. Gracias al genio ecléctico de Moisés, el centro recibe subvenciones, becas, préstamos, del capitalismo y del comunismo, de los gobiernos y fundaciones más conservadores y de los más revolucionarios y tanto Washington como Moscú, Bonn como La Habana, París como Pekín, la consideran una institución suya. Están equivocados, por supuesto. El Centro Acción para el Desarrollo es de Moisés Barbi Leyva y no será de nadie más hasta que él desaparezca y es seguro que desaparecerá con él, pues no hay nadie en este país capaz de reemplazarlo en lo que hace.
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