Array Array - Historia de Mayta
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—Y, por recibirlo, me expulsaron a mí —dice Blacquer con su tonito desabrido—. Diez años después.
—¿Tus problemas con el Partido fueron por esas conversaciones?
Hemos dejado el Haití y caminamos por el Parque de Miraflores, hacia la esquina de Larco donde Blacquer tomará el microbús. Una masa espesa deambula entre los vendedores de baratijas regadas por el suelo, que se enredan en las piernas de los transeúntes. La efervescencia con motivo de la invasión es general, nuestra charla va salpicada de voces: «cubanos», «bolivianos», «bombardeos», «marines», «guerra», «rojos».
—No, no es verdad —me aclara Blacquer—. Mis problemas fueron porque comencé a cuestionar la línea de la dirección. Pero me sancionaron por razones que, en apariencia, no tenían que ver con mis críticas. Entre muchos otros cargos, salió a relucir un supuesto acercamiento mío al trotskismo. Se dijo que yo había propuesto al Partido un plan de acción conjunta con los troscos. Lo de siempre: descalificar moralmente al crítico, de manera que todo lo que venga de él, por venir de él, sea basura. Nadie nos ha ganado en eso, nunca.
—O sea, que también fuiste víctima de los acontecimientos de Jauja —le digo.
—En cierta forma. —Se vuelve a mirarme, con su vieja cara color pergamino humanizada por media sonrisa—. Existían otras pruebas de mi colusión con los troscos, pero ésas no las conocían. Porque yo heredé los libros de Mayta, cuando se fue a la sierra.
—No tengo a quién dejárselos —dije, tomándolo a la broma—. Me he quedado sin camaradas. Más vale tú que los soplones. Considéralo así, para que no tengas escrúpulos. Quédate con mis papeles y culturízate.
—Había gran cantidad de caca trotskista, que leí a escondidas, como leíamos a Vargas Vila en el colegio —se ríe Blacquer—. A escondidas, sí. Les arranqué la página donde Mayta había puesto sus iniciales, para que no quedara huella del crimen.
Vuelve a reírse. Hay un corro de gente adelantando las cabezas, tratando de oír un boletín de noticias en la radio portátil que un transeúnte tiene en alto. Alcanzamos el final de un comunicado: la Junta de Restauración Nacional denuncia a la comunidad de naciones la invasión del territorio patrio por fuerzas cubano–boliviano–soviéticas, que, desde esta madrugada, han violado el sagrado suelo peruano por tres puntos de la frontera, en el departamento de Puno. A las ocho de la noche, la Junta se dirigirá al país por radio y televisión para informar sobre esta inaudita afrenta que ha galvanizado a los peruanos, unidos ahora como un solo puño en la defensa de… Era cierto, pues, han entrado. Es seguro, entonces, que los «marines» vendrán también, desde las bases que tienen en el Ecuador, si no lo han hecho ya. Retomamos nuestra caminata, entre gente estupefacta o asustada por las noticias.
—Gane quien gane, yo saldré perdiendo —dice, de pronto, Blacquer, más aburrido que alarmado—. Si los «marines», porque en sus listas debo figurar como viejo agente del comunismo internacional. Si los rebeldes, como revisionista, social–imperialista y extraidor a la causa. No seguiré el consejo del tipo del Haití. No pondré baldes de agua en mi cuarto. Para mí, los incendios pueden ser la solución.
En el paradero, frente a La Tiendecita Blanca, hay tal amontonamiento que deberá esperar mucho antes de subir a un microbús. En los años que pasó en el limbo de los expulsados, me dice, entendió mejor al Mayta de aquel día. Yo lo oigo pero ando apartado de él, reflexionando. Que los sucesos de Jauja sirvieran, años después, aunque fuera indirectamente, para contribuir a despeñar a Blacquer por la pendiente de nulidad en que ha vivido, es una prueba más de lo misteriosas e imprevisibles que son las ramificaciones de los acontecimientos, esa complejísima urdimbre de causas y efectos, reverberaciones y accidentes, que es la historia humana. Por lo visto, no le guarda rencor a Mayta por las visitas intempestivas. Incluso, parecería que a la distancia le ha cobrado estima.
—Nadie se abstiene, puedes contar las manos —dijo Jacinto Zevallos—. Unanimidad, Mayta. Ya no perteneces al POR(T). Tú solito te has expulsado.
Reinaba silencio sepulcral y nadie se movía. ¿Debía irse? ¿Debía hablar? ¿Dejar las puertas abiertas o mentarles la madre?
—Hace diez minutos los dos sabíamos que éramos enemigos a muerte
—vociferó Blacquer, paseándose furioso frente a la silla de Mayta—. Y ahora actúas como si fuéramos camaradas de toda la vida. ¡Es grotesco!
—No se vayan —dijo, suavemente, el Camarada Medardo—. Tengo un pedido de reconsideración, camaradas.
—Estamos en trincheras distintas, pero los dos somos revolucionarios
—dijo Mayta—. Y en algo más nos parecemos: para ti y para mí las cuestiones personales están subordinadas a las políticas. Así que déjate de renegar y conversemos.
¿Una reconsideración? Todos los ojos giraron hacia el Camarada Medardo. Había tanto humo que, desde su rincón, junto al alto de números de Voz Obrera, Mayta veía las caras borrosas.
—¿Estaba desesperado, abrumado, sintiendo que la tierra se le abría?
—Estaba confiado, sereno y hasta optimista, o lo aparentaba muy bien
—niega con la cabeza Blacquer—. Quería mostrarme que la expulsión no le había hecho mella. A lo mejor era cierto. ¿Has conocido a esos hombres que a la vejez descubren el sexo o la religión? Se vuelven ansiosos, ardientes, incansables. Estaba así. Había descubierto la acción y parecía un chiquillo.
Daba una impresión ridícula, como esos viejos que tratan de bailar los bailes modernos. Al mismo tiempo, era difícil no tenerle cierta envidia.
—Hemos sido enemigos por razones ideológicas, por esas mismas razones podemos ser ahora amigos —le sonrió Mayta—. La amistad y la enemistad, entre nosotros, es un problema puramente táctico.
—¿Vas a hacer tu autocrítica y a pedir tu inscripción en el Partido? —terminó por reírse Blacquer.
El revolucionario fogueado, menguante, que, un buen día, descubre la acción y se lanza a ella sin reflexionar, impaciente, esperanzado en que los combates, marchas, lo resarcirán en pocas semanas o meses de años de impotencia: es el Mayta de esos días, el que percibo mejor entre todos los Maytas. ¿Eran para él, la amistad, el amor, algo que administraba políticamente? No: ésas eran palabras para ganarse a Blacquer. Si hubiera gobernado así sus sentimientos e instintos, no hubiera llevado la doble vida que llevó, el desgarro que debió ser congeniar al militante clandestino entregado a la absorbente tarea de cambiar el mundo y al apestado que, nocturnamente, buscaba mariquitas. No hay duda que era capaz de apelar a los grandes recursos, lo prueba este último intento de conseguir lo imposible, la adhesión de sus archienemigos para una rebelión incierta. Pasan dos, tres microbuses sin que Blacquer pueda tomarlos. Decidimos bajar por Larco, tal vez en Benavides sea más fácil.
—Que esto se sepa no va a beneficiar a nadie salvo a la reacción. Y, en cambio, perjudicará al Partido —explicó delicadamente el Camarada Medardo—. Nuestros enemigos se van a frotar las manos, incluso los del otro POR. Ahí están, van a decir, despedazándose una vez más en luchas intestinas. No me interrumpas, Joaquín, no voy a pedir un acto de perdón cristiano ni nada que se parezca. Sí, ya explico a qué clase de reconsideración me refiero.
La atmósfera del garaje del Jirón Zorritos se había distendido; el humo era tan espeso que a Mayta le ardían los ojos. Notó que escuchaban a Moisés con alivio aflorando a las caras, como si, sorprendidos de haberlo derrotado tan fácil, agradecieran que alguien les brindara una coartada para salir de allí con la conciencia tranquila.
—El Camarada Mayta ya ha sido sancionado. Lo sabe él y lo sabemos nosotros — añadía el Camarada Medardo—. No va a volver al POR(T), no por ahora, no en las actuales circunstancias. Pero, camaradas, él lo ha dicho. Los planes de Vallejos siguen en pie. El alzamiento se va a producir con o sin nosotros. Esto, querámoslo o no, va a afectarnos.
¿Adónde iba Moisés? A Mayta lo sorprendió que se refiriera a él llamándolo todavía «camarada». Sospechó hacia dónde y, en un instante, se disiparon el abatimiento y la cólera que había sentido al ver alzarse todos los brazos apoyando la moción: había que aprovechar al vuelo esa chance.
—El trotskismo no entra en la guerrilla —dijo—. El POR(T) ha decidido por unanimidad darnos la espalda. El otro POR ni está enterado del asunto. El plan es serio, sólido. ¿No te das cuenta? El Partido Comunista tiene la gran oportunidad de llenar el vacío.
—De poner la cabeza en la guillotina. ¡Gran privilegio! —gruñó Blacquer—. Tómate ese café y, si quieres, cuéntame tus amores trágicos con los troscos. Pero de la insurrección ni una palabra, Mayta.
—No lo decidan ahora, ni en una semana, tómense el tiempo que haga falta — prosiguió Mayta, sin hacerle caso—. El obstáculo principal para ustedes era el POR(T). Ya no existe. La insurrección es ahora, únicamente, de un grupo obrero–campesino de revolucionarios independientes.
—¿Revolucionario independiente, tú? —silabeó Blacquer.
—Compra el próximo número de Voz Obrera (T) y te convencerás —dijo Mayta—. Eso me he vuelto: un revolucionario sin partido. ¿Ves? Tienen la gran oportunidad. De dirigir, de estar a la cabeza.
—Esa fue la renuncia que leíste —dice Blacquer. Se saca los anteojos para echarles el vaho de su boca y limpiarlos con el pañuelo—. Un simulacro. No creía en esa renuncia ni el que la firmaba ni los que la publicaron. ¿Para qué estaba ahí, entonces? ¿Para embaucar a los lectores? ¿Cuáles lectores? ¿Acaso tenía un solo lector Voz Obrera (T) fuera de los, ¿cuántos dijiste?, ¿siete?, ¿de los siete troscos? Así se escribe la historia, camarada.
Todas las tiendas de la Avenida Larco están cerradas, pese a ser temprano. ¿Son las noticias de la invasión en el Sur el motivo? En este sector hay menos gente que en la Diagonal o en el Parque. Y hasta las bandas de pordioseros que usualmente pululan por aquí, entre los autos, son más ralas que de costumbre. La pared de la Municipalidad luce una enorme inscripción hecha con pintura roja —«Se acerca la victoria de la guerra popular»— y la hoz y el martillo. No estaba cuando pasé por aquí, hace tres horas. ¿Un comando llegó con sus botes y brochas y la pintó delante de los policías? Pero me doy cuenta que no hay policías cuidando el edificio.
—Que, por lo menos, evite hacerle más daño al Partido, démosle esa oportunidad — prosiguió cautelosamente el Camarada Medardo—. Que renuncie. Publicaremos su renuncia en Voz Obrera (T). Quedará prueba, al menos, de que no hay responsabilidad del Partido en lo que pueda ir a hacer a Jauja. Reconsideración en ese sentido, camaradas.
Mayta vio que varios miembros del Comité Central del POR(T) movían las cabezas, aprobando. La propuesta de Moisés/Medardo tenía posibilidades de ser aceptada. Recapacitó, hizo un balance veloz de las ventajas y desventajas. Sí, era el mal menor. Alzó la mano: ¿podía hablar?
En Benavides hay tanta gente esperando los microbuses como en La Tiendecita Blanca. Blacquer se encoge de hombros: paciencia. Le digo que me quedaré con él hasta que suba. Aquí, sí, varios hablan de la invasión.
—Con el tiempo, he llegado a darme cuenta que no era tan demente —dice Blacquer—. Si el foco hubiera durado, las cosas hubieran podido pasar según el cálculo de Mayta. Si la insurrección prendía, el Partido se hubiera visto obligado a entrar, a tratar de tomar el mando. Como ha pasado con ésta. ¿Quién se acuerda que los dos primeros años estuvimos en contra? Y ahora le disputamos la dirección a los maoístas ¿no? Pero el Camarada Cronos no perdona. Hizo sus cálculos veinticinco años antes de tiempo.
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