Array Array - Historia de Mayta
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—Lo importante es saber con cuánto tiempo contamos.
—Varias horas. Cortados el teléfono y el telégrafo e inutilizada la radio, la única manera es que alguien vaya a Huancayo a dar aviso. Mientras van y vienen y movilizan a la policía, unas cinco horas.
—De sobra, entonces, para algunas acciones didácticas —dijo Mayta—. Que enseñen a las masas que nuestro movimiento es contra el poder burgués, el imperialismo y el capitalismo.
—Estás haciendo un discurso —se rió Vallejos, abrazándolo—. Sube, sube. Y, ahora que vuelvas, no te olvides de la sorpresa que te regalé. Te va a hacer falta.
«El plan era perfecto», ha dicho varias veces, en el curso de nuestra charla, el Profesor Ubilluz. ¿Qué falló, entonces, Profesor? Qué fue cambiado, precipitado, puesto de cabeza. ¿Por quién fue cambiado y precipitado? «No sabría decirlo con precisión. Por Vallejos, naturalmente. Pero, acaso, por influencia del trosco. Me iré a la tumba con esa duda.» Una duda, dice, que le ha comido la vida, que aún se la come, más todavía que esas infames calumnias contra él, más aún que estar en la lista negra de los guerrilleros. He recorrido la mitad del trayecto hacia el Albergue sin encontrar una patrulla, tanqueta, hombre ni animal: sólo graznidos invisibles. Las estrellas y la luna dejan ver la quieta y azulada campiña, las sementeras, eucaliptos y cerros, las pequeñas viviendas a los costados de la ruta, cerradas a piedra y lodo como las de la ciudad. Las aguas de la laguna, en una noche así, deben ser dignas de verse. Cuando llegue al Albergue saldré a verlas. La caminata me ha devuelto el entusiasmo por mi libro. Me asomaré a la tenaza y al embarcadero, ninguna bala perdida o deliberada vendrá a interrumpirme. Y pensaré, recordaré y fantasearé hasta que, antes de que empiece el día, acabe de dar forma a este episodio de la historia de Mayta. Sonó un pito y el tren comenzó a moverse.
VI
—Fue la visita más terrorífica que he recibido en mi vida —dice Blacquer—. Me quedé pestañeando, queriendo y no queriendo reconocerlo. ¿Era él?
—Sí, soy yo —dijo Mayta, con rapidez—. ¿Puedo pasar? Es urgente.
—¡Imagínate! Un trosco en mi casa —Blacquer sonríe, recordando el escalofrío de aquella mañana, al encontrarse con semejante aparición—. No creo que tú y yo tengamos nada de qué hablar, Mayta.
—Es importante, es urgente, está por encima de nuestras discrepancias —«Hablaba con vehemencia, parecía no haber dormido ni haberse lavado, se lo notaba aguadísimo»—. ¿Tienes miedo que te comprometa? Vamos a donde sea, entonces.
—Nos vimos tres veces —añade Blacquer—. Las dos primeras, antes de esa reunión del POR(T) en la que lo expulsaron por traidor. Es decir, por ir a verme. A mí, un estalinista.
Vuelve a sonreír, con sus dientes manchados de tabaco al aire, y, detrás de sus gruesos anteojos de miope, me considera un rato, con displicencia. Estamos en el convaleciente Café Haití de Miraflores, que no acaba de reparar los destrozos del atentado: sus ventanas aún carecen de cristales y el mostrador y el suelo siguen rotos y tiznados. Pero aquí, en la calle, no se nota. A nuestro alrededor todo el mundo habla de lo mismo, como si los parroquianos de la veintena de mesitas participaran de una sola conversación: ¿será cierto que tropas cubanas han cruzado la frontera con Bolivia? ¿Qué, desde hace tres días, los rebeldes y los «voluntarios» cubanos y bolivianos que los apoyan hacen retroceder al Ejército y que la Junta ha advertido a Estados Unidos que si no interviene los insurrectos tomarán Arequipa en cuestión de días y podrán proclamar allá la República Socialista del Perú? Pero Blacquer y yo evitamos estos grandes sucesos y conversamos sobre aquel episodio mínimo y olvidado de hace un cuarto de siglo sobre el que ronda mi novela.
—En realidad, lo era —agrega, luego de un rato—. Como todo el mundo, en ese tiempo. ¿Tú no lo eras, acaso? ¿No te emocionaba la hagiografía de Stalin hecha por Barbusse? ¿No sabías de memoria el poema de Neruda en su homenaje? ¿No tenías un cartel con el dibujo que le hizo Picasso? ¿No lloraste cuando se murió?
Blacquer fue mi primer profesor de marxismo —hace treinta y cinco años— en un círculo clandestino de estudios organizado por la Juventud Comunista, en una casita de Pueblo Libre. Era entonces un estalinista, cierto, una máquina programada para repetir comunicados, un autómata que hablaba en estereotipos. Ahora es un hombre envejecido que malvive haciendo trabajos de imprenta. ¿Milita aún? Tal vez, pero como un afiliado de remolque que jamás llegará a trepar en la jerarquía: la prueba es que esté aquí, conmigo, luciéndose a plena luz, en este día grisáceo, de nubes encapotadas y cenizas que parecen malos presagios, muy acordes con los rumores sobre la internacionalización definitiva de la guerra, en el Sur. Nadie lo persigue, en tanto que aun los menores dirigentes del Partido Comunista —o de cualquier otro partido de extrema izquierda— están escondidos, presos o muertos. Conozco sólo de oídas su confusa historia y no tengo intención de averiguarla ahora. (Si las noticias son ciertas y la guerra se generaliza, apenas dispondré de tiempo para terminar mi novela; si la guerra llega a las calles de Lima y a la puerta de mi casa dudo que ello sea ya posible.) Lo que me interesa es su testimonio sobre esas tres reuniones que celebraron hace veinticinco años ellos, las antípodas, el estalinista y el trotskista— en vísperas de la insurrección jaujina. Pero siempre me ha intrigado que Blacquer, quien parecía irresistiblemente destinado a llegar al Comité Central y acaso a la jefatura del Partido Comunista, sea ahora un don nadie. Fue algo que le ocurrió en un país de Europa Central, Hungría o Checoslovaquia, adonde fue enviado a una escuela de cuadros, y donde se vio envuelto en un lío. Por las acusaciones que circularon sotto voce— las de siempre: actividad fraccional, ultraindividualismo, soberbia pequeño–burguesa, indisciplina, sabotaje a la línea del Partido—era imposible saber qué había dicho o hecho para merecer la excomunión. ¿Había cometido el crimen superlativo: criticar a la URSS? Si lo hizo, ¿por qué la criticó? Lo cierto es que estuvo expulsado algunos años, viviendo en el tristísimo limbo de los comunistas purgados —nada tan huérfano como un militante expulsado del Partido, ni siquiera un cura que cuelga los hábitos—, deteriorándose en todos los sentidos, hasta que, parece, pudo volver, haciendo, supongo, la debida autocrítica. La vuelta al redil no le sirvió de gran cosa, a juzgar por lo que ha sido de él desde entonces. Que yo sepa el Partido lo tuvo corrigiendo las pruebas de Unidad y de algunos folletos y volantes, hasta que, cuando la insurrección tomó las proporciones que ha tomado, los comunistas fueron puestos fuera de la ley y empezaron a ser perseguidos o asesinados por los escuadrones de la libertad. Pero es improbable que al hombre arruinado e inútil en que se ha convertido, salvo algún error o estupidez monumental, vengan a encarcelarlo o asesinarlo. El ácido recuerdo del pasado debe haber puesto fin a sus ilusiones. Todas las veces que lo he visto en los últimos años —siempre en grupo, es la primera vez en dos o tres lustros que hablamos a solas— me ha dado la impresión de un ser amargo y sin curiosidades.
—A Mayta no lo expulsaron del POR(T) —lo rectifico—. Él renunció. En esa última sesión, precisamente. Su carta de renuncia salió en Voz Obrera(T). Tengo el recorte.
—Lo expulsaron —me rectifica él, a su vez, con firmeza—. Conozco esa sesión de los troscos como si hubiera estado ahí. Me la contó el mismo Mayta, la última vez que nos vimos. La tercera. Voy a pedir otro café, si no te importa. Café y gaseosas es lo único que se puede pedir, ahora hasta las galletas de agua están racionadas. Incluso, se supone que no deberían servir más de una taza de café por parroquiano. Pero ésta es una disposición que nadie respeta. La gente está muy excitada, en las mesas vecinas todo el mundo habla en voz alta. Por más que no quiero, me distraigo oyendo a un joven con anteojos: en Relaciones Exteriores calculan que los internacionalistas cubanos y bolivianos que cruzaron la frontera «son varios miles». La muchacha que está con él abre los ojos: «¿Fidel Castro habrá entrado también?» «Ya está muy viejito para estos trotes», la decepciona el muchacho. Los chiquillos descalzos y rotosos de la Diagonal se precipitan como un enjambre sobre cada automóvil que va a estacionarse, ofreciendo lavarlo, cuidarlo, limpiarle las lunas. Otros merodean entre las mesas, proponiendo a los clientes del Haití lustradas como espejos. (Dicen que la bomba, aquí, la pusieron unos niños como éstos.) Y hay, también, racimos de mujeres que asaltan a transeúntes y conductores —a éstos, aprovechando el alto en el semáforo— ofreciéndoles cigarrillos de contrabando. En la terrible escasez que vive el país, lo único que no falta es cigarrillos. ¿Por qué no se contrabandea, también, conservas, galle :tas, algo para matar el hambre con que nos levantamos y acostamos?
—De eso se trata —dijo Mayta, acezando. Había hablado tranquilo, en orden, sin que Blacquer lo interrumpiera. Había dicho lo que quería decirle. ¿Hizo bien o mal? No lo sabía y no le importaba: era como si todo el sueño de la noche de desvelo se le hubiera venido encima—. Ya ves, tenía razones para tocarte la puerta.
Blacquer permaneció en silencio, mirándolo, con el cigarrillo que se consumía entre sus dedos flacos y amarillentos. El cuartito era un híbrido —escritorio, comedor, salita de recibo—, atiborrado de muebles, sillas, algunos libros, y el papel verdoso de las paredes tenía manchas de humedad. Mientras hablaba, Mayta había oído, en los altos, una voz de mujer y el llanto de un niño. Blacquer permanecía tan inmóvil que, a no ser por sus ojos miopes fijos en él, lo hubiera creído dormido. Este sector de Jesús María era tranquilo, sin autos.
—Como provocación contra el Partido, no puede ser más burda —dijo, al fin, su voz sin inflexiones. La ceniza de su cigarrillo cayó al suelo y Blacquer la pisoteó—. Creí que los troscos eran más finos para sus trampas. Podías ahorrarte la visita, Mayta.
No se sorprendió: Blacquer había dicho, palabras más palabras menos, lo que debía decir. Le dio la razón, en su fuero íntimo: un militante debía desconfiar y Blacquer era un buen militante, eso lo sabía desde que habían estado presos juntos, aquella vez. Antes de responder, prendió un cigarrillo y bostezó. Arriba, el niño volvió a llorar. La mujer lo apaciguaba, susurrando.
—Recuerda que no vengo a pedir nada a tu Partido. Sólo a informar. Esto está por encima de nuestras diferencias. Concierne a todos los revolucionarios.
—¿Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre? —murmuró Blacquer.
—Incluidos los estalinistas que traicionaron la Revolución de Octubre —asintió Mayta. Y cambió de tono—: He reflexionado toda la noche, antes de dar este paso. Desconfío de ti tanto como tú de mí. ¿No te das cuenta? ¿Crees que no sé lo que me juego? Estoy poniendo en tus manos y en las de tu Partido un arma tremenda. Y, sin embargo, aquí estoy. No hables de provocaciones en las que no crees. Piensa un poco.
Es una de las cosas que menos entiendo en esta historia, el episodio más extraño. ¿No era absurdo revelar detalles de una insurrección a un enemigo político al que, para colmo, no iba a proponer un pacto, una acción conjunta, ni pedir una ayuda concreta? ¿Qué sentido tenía todo eso? «Esta madrugada, en la radio ésa, Revolución, dijeron que las banderas rojas flotan desde anoche sobre Puno y que antes de mañana flotarán sobre Arequipa y Cusco», dice alguien. «Cuentos», responde otro.
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