Array Array - Historia de Mayta

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—Cuando vino a verme, tampoco me pareció que tuviera sentido —asiente Blacquer— . Primero creí que era una trampa. O que se había metido en algo de lo que estaba arrepentido y que quería zafarse, creando complicaciones y dificultades… Después, a la luz de las cosas que pasaron, quedó claro.

—Lo único claro es la puñalada en la espalda —rugió el Camarada Pallardi—. Mendigar apoyo a los estalinistas para esta aventura no es indisciplina. Es, pura y simplemente, traición.

—Te lo explicaré de nuevo, si hace falta —lo interrumpió Mayta, sin alterarse. Estaba sentado sobre una pila de números de Voz Obrera y apoyaba la espalda en el cartel con la cara de Trotski. En pocos segundos, una tensión eléctrica se había apoderado del garaje del Jirón Zorritos—. Pero, antes, camarada, aclárame algo. ¿Te refieres a la revolución cuando hablas de aventura?

Blacquer saborea con lentitud su café aguado y se pasa la punta de la lengua por los labios estriados. Entrecierra los ojos y permanece en silencio, como reflexionando sobre el diálogo de una mesa vecina: «Si es cierta la noticia, mañana o pasado tendremos la guerra en Lima». «¿Tú crees, Pacho? Ay, cómo será una guerra ¿no?» Avanza la tarde y el tráfico de automóviles se adensa. La Diagonal está embotellada. Los chiquillos pordioseros y las vendedoras de cigarrillos también son más. «Me alegro que los cubanos y bolivianos entraran, exclama un cascarrabias. Ahora, los «marines» del Ecuador ya no tendrán pretextos para no entrar. A lo mejor ya están en Piura, en Chiclayo. Que maten a los que haya que matar y pongan punto final a esto, carajo.» Yo lo oigo apenas, porque, en verdad, en este momento, sus sangrientas conjeturas tienen menos vida que aquellas dos reuniones, en esa Lima con menos autos, menos miserables y menos contrabandistas, en la que parecían imposibles las cosas que ahora ocurren: Mayta yendo a compartir sus secretos conspirativos con su enemigo estalinista, Mayta batiéndose con sus camaradas en la última sesión del Comité Central del POR(T).

—Venir a verme es lo único sensato que hizo dentro de la insensatez en la que se había metido —añade Blacquer. Se ha sacado los anteojos para limpiarlos y parece ciego—. Si la guerrilla se afirmaba, iban a necesitar apoyo urbano. Redes que les enviaran medicinas e información, que pudieran esconder y curar a los heridos, reclutar nuevos combatientes. Redes que fueran una caja de resonancia de las acciones de la vanguardia. ¿Quién iba a formar esas redes? ¿La veintena de troscos que había en el Perú?

—En realidad, somos sólo siete —le preciso.

¿Lo había entendido Blacquer? Su inmovilidad era de estatua, otra vez. Avanzando la cabeza, sintiendo que transpiraba, persiguiendo las palabras que el cansancio y la preocupación me escamoteaban, oyendo de cuando en cuando, en esos altos desconocidos, al niño y a la mujer, se lo expliqué de nuevo. Nadie pedía a los militantes del Partido Comunista que se fueran a la sierra —había tenido la precaución de no mencionarle a Vallejos ni a Jauja ni fecha alguna— ni que renunciaran a sus tesis, ideas, prejuicios, dogmas y lo que fuera. Sólo que estuvieran informados y alertas. Pronto sobrevendría una situación en la que se verían en la disyuntiva de poner en práctica sus convicciones o de abjurar de ellas, pronto tendrían que demostrar a las masas si querían de veras el desplome del sistema explotador y su reemplazo por un régimen obrero–campesino revolucionario, o si todo lo que decían era pura retórica para vegetar a la sombra del poderoso aliado que los prohijaba esperando que, algún día, alguna vez, la revolución cayera al Perú como regalo del cielo.

—Cuando nos atacas, sí pareces tú —dijo Blacquer—. ¿Qué vienes a pedir? Concreta un poco.

—Que estén preparados, nada más. —Pensé: «¿Se me va a cortar la voz?» Nunca había sentido tanta fatiga: tenía que hacer un gran esfuerzo para articular cada sílaba. Arriba, la criatura rompió a llorar a gritos de nuevo—. Porque, cuando actuemos, va a haber un contragolpe feroz. Y ustedes no se salvarán de la represión, por supuesto.

—Por supuesto —musitó Blacquer—. Si lo que me dices no es cuento, el gobierno y la prensa y todo el mundo dirán que fue planeado y ejecutado por nosotros, con el oro y las órdenes de Moscú. ¿No es así?

—Es probable que sea así —asentí. La criatura lloraba más fuerte y su llanto me aturdía—. Pero, ahora ya están advertidos. Pueden tomar precauciones. Además…

Quedé con la boca entreabierta, sin animarme a terminar, y, por primera vez desde el principio de la charla con Blacquer, vacilé. Tenía la cara llena de sudor, las pupilas dilatadas y las manos me temblaban. ¿Aventura y traición?

—Son las palabras que corresponden y yo las respaldo—dijo el Camarada Carlos secamente—. El Camarada Pallardi no ha dicho más que la verdad.

—Concéntrate en lo de Vallejos, ahora—lo amonestó el Secretario General—. Quedamos en discutir primero lo de Jauja. La entrevista del Camarada Mayta con Blacquer, después.

—Correcto —repuso el Camarada Carlos y Mayta pensó: «Se me están volteando todos»—. Un Alférez que planea una revolución como un «putch», sin apoyo sindical, sin participación de las masas. ¿Qué otra cosa podemos llamar a eso sino aventura?

—La podríamos llamar provocación o payasada —intervino el Camarada Medardo. Miró a Mayta sin misericordia y añadió, con gesto lapidario—: El Partido no puede ir al sacrificio por algo que no tiene la menor chance.

Mayta sintió que la suma de ejemplares de Voz Obrera en que estaba sentado comenzaba a ladearse y pensó en lo ridículo que sería resbalar y darse un sentanazo. Miró de soslayo a sus camaradas y entendió por qué, cuando llegó, lo saludaron tan distantes y por qué en esta sesión no faltaba nadie. ¿Estaban todos en contra? ¿Incluso los del Grupo de Acción? ¿Anatolio también en contra? En vez de desaliento sentí una arcada de rabia.

—¿Y, además, qué? —me animó a seguir Blacquer.

—Fusiles —dije, con un hilo de voz—. Tenemos más de los que necesitamos. Si el Partido Comunista quiere defenderse a la hora que comiencen los tiros, les damos armas. Y, por supuesto, gratis.

Vi que Blacquer, después de unos segundos, encendía el enésimo cigarrillo de la mañana. Pero se le apagó dos veces el fósforo y al dar la primera chupada se atoró. «Esta vez te has convencido que va en serio.» Lo vi ponerse de pie, humeando por la nariz y por la boca, asomarse al cuarto vecino y dar un grito: «Llévatelo a dar una vuelta. No nos deja hablar con tanto llanto». No hubo respuesta, pero, al momento, el niño se calló. Blacquer volvió a sentarse, a contemplarme, a serenarse.

—No sé si es una emboscada, Mayta —musitó—. Pero sí sé una cosa. Te has vuelto loco. ¿De veras crees que el Partido haría, en algún caso, por alguna razón, causa común con los troscos?

—Con la revolución, no con los troscos —le repliqué—. Sí, lo creo. Por eso he venido a verte.

—Una aventura pequeño–burguesa, para ser más exactos —dijo Anatolio y, con sólo advertir que tartamudeaba, supe lo que iba a añadir, supe que traía memorizado lo que iba diciendo—. Las masas no han sido invitadas ni aparecen para nada en el plan. De otro lado ¿qué garantía hay de que los comuneros de Uchubamba se alcen, si llegamos hasta allá? Ninguna. ¿Quién de nosotros ha visto a esos dirigentes presos? Nadie. ¿Quién va a dirigir esto? ¿Nosotros? No. Un Alférez con una mentalidad golpista y aventurerista a más no poder. ¿Qué papel se nos ofrece? Ser el furgón de cola, la carne de cañón. — Ahora sí se volvió y tuvo el valor de mirarme a los ojos—: Mi obligación es decir lo que pienso, camarada.

«No era lo que pensabas anoche», le repuse, mentalmente. O tal vez sí y su actitud, la víspera, había sido un simulacro para despistarme. Cuidadosamente, a fin de hacer algo que me ocupara, igualé los periódicos sobre los que estaba sentado y los volví a apoyar contra la pared. A estas alturas, era evidente: había habido una reunión previa, en la que el Comité Central del POR(T) había acordado lo que ahora estaba sucediendo. Anatolio tenía que haber asistido a ella. Sentí un sabor acre, malestar en los huesos. Era demasiada farsa. ¿No habíamos conversado tanto, anoche, en el cuarto del Jirón Zepita? ¿No habíamos repasado el plan de acción? ¿Irás a despedirte de alguien antes de subir a la sierra? Sólo de mi madre. ¿Qué le vas a decir? He conseguido una beca para México, te escribiré cada semana, mamacita. ¿Había en él vacilación, incomodidad, dudas, contradicciones? Ni sombra de eso, parecía entusiasta y muy sincero. Estábamos acostados a oscuras, el pequeño catre chirriaba, cada vez que surgían las carreritas en el entretecho el cuerpo de él, colado al mío, daba un respingo. Esa súbita vibración me revelaba, un instante, pedazos de piel de Anatolio, y la esperaba con ansiedad. La boca contra la suya le dije, de pronto: «No quiero que te mueras nunca». Y, un momento después: «¿Has pensado que puedes morir?». Con una voz que el deseo volvía pastosa y lánguida, me respondió en el acto: «Claro que lo he pensado. No me importa». Adolorido y cimbreante sobre el alto de Voz Obrera que amenazaba de nuevo con deshacerse, pensé: «En realidad, te importa».

—Creí que era pose, que estaba con problemas psíquicos, creí que… —Blacquer se calla porque la chica de la mesa vecina ha lanzado una risita—. Pasaba a veces, entre los camaradas, como entre los militares creerse un día Napoleón. Pensé: esta mañana, al despertarse, se sintió Lenin llegando a la estación de Finlandia.

Calla de nuevo, por las risotadas de la muchacha. En otra mesa, a voz en cuello, un señor imparte instrucciones: llenar bañeras, lavatorios, baldes, barriles, ponerlos en todos los cuartos y rincones, aunque sea de agua de mar. Si los rojos entran, los Estados Unidos bombardearán y más graves que las bombas serán los incendios. Ésa es la prioridad, créanme: agua a la mano para apagar el fuego ahí mismo estalle.

—Pero, pese a sonar fantástico, era verdad —sigue Blacquer—. Todo era verdad. Les sobraban fusiles. El Subteniente había hecho desaparecer unas armas, de una armería del Ejército, aquí en Lima. Las tenía escondidas en alguna parte. ¿Sabes que le regaló una metralleta a Mayta, no? Era de ese botín, por lo visto. La idea de alzarse debía ser una obsesión que perseguía a Vallejos desde cadete. No estaba loco, su propuesta era sincera. Estúpida pero sincera.

Un simulacro de sonrisa desnuda sus dientes manchados. Con un gesto brusco aparta a un chiquillo que trata de limpiarle los zapatos:

—No tenían a quién dárselos, les faltaban manos para esos fusiles —se burla.

—¿Cuál fue la reacción del Partido?

—Nadie le dio importancia, nadie creyó una palabra. Ni lo de los fusiles, ni lo de la guerrilla. En el verano de 1958, meses antes de que los barbudos entraran a La Habana ¿quién iba a creer en esas cosas? El Partido reaccionó como era lógico. Hay que cortar por lo sano con ese trosco que algún chanchullo se trae entre manos. Y, por supuesto, corté.

Una señora acusa al señor de los baldes de agua de ignorante. ¡Contra las bombas no hay más que encomendarse a Dios! ¡Baldes de agua contra el bombardeo! ¿Creía que la guerra eran los Carnavales, pobre cojudo? «Lamento que no sea hombre, para poder romperle la jeta», ruge el señor, y el acompañante de la señora tercia con galantería: «Yo lo soy, rómpamela». Parece que van a trompearse.

—Trampa o locura o lo que sea, no queremos saber más del asunto —citó Blacquer—. Y tampoco verte.

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