Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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convenían, la misma rapidez para interpretarlas en el sentido exactamente opuesto al evidente, una repentina, ilimitada capacidad para convencerme de lo inconcebible, y la fe más tenaz en un futuro inventado a mi medida sin otra herramienta que mis propios deseos, y nada más, porque nada existía fuera de mi cabeza, nada tenía sentido más allá de los límites de mi imaginación ocupada, invadida, asaltada por un único fantasma de apetito tan atroz que devoraba instantáneamente cualquier cosa que sucediera, y cada cosa que me pasaba acababa conduciéndome a él, cada historia que escuchaba, cada libro que leía, cada película que veía, y los nombres de las calles que atravesaba, y los escaparates de las tiendas en las que entraba, y hasta las marcas de los productos que escogía en el supermercado, el mundo entero se había convertido en un gigantesco libro cifrado y todos los signos resultaban ser uno solo, todas las flechas señalaban en la misma dirección, entonces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, porque los locos sufren tanto como los cuerdos, pero enseguida yo misma me negaba hasta ese venenoso y mínimo consuelo, porque los cuerdos sufren tanto como los locos y sin embargo nunca, ni en el peor momento de una enajenación brutal, logran extirparse el conocimiento de las verdades más duras, y yo conocía el carácter apacible y estático de la realidad, la decepcionante solución que se agazapa tras el telón de tantos misterios insolubles, la insoportable ambigüedad de los sentimientos humanos, yo no estaba loca pero sufría, vivía atenazada por una angustia inextinguible, me moría de dolor estando sana, y sin embargo, a ratos, precisamente en esos ratos en los que i ni impaciencia parecía a punto de descolgarse por el barranco de la desesperación, era capaz de contarme una historia muy sencilla, muy verosímil, muy clara, y comprendía la situación de un fotógrafo llamado Nacho Huertas, que era medianamente feliz cuando encontró en una pequeña ciudad de Suiza a una editora llamada Rosalía Lara Gómez, y ella le gustó, y él le gustó a ella, y se fueron a la cama y echaron un polvo estupendo, así que siguieron juntos un par de días y luego cada uno volvió a Madrid por su cuenta, y él se limitó quizás a clasificarla entre otros accidentes afortunados de su vida, o tal vez la consideró incluso, durante algún tiempo, como una fuente de complicaciones más sería, y es posible que ella le gustara más de lo que estaba dispuesto a admitir, y hasta que al principio se quedara un poco colgado del recuerdo de aquella mujer sorpresa, quizás por eso, y en contra de lo que ya había decidido, le envió unas fotos, y contestó a su llamada, y quedó con ella en su estudio, todo eso lo entendía, me parecía lógico, casi evidente, y también podía admitir que después se asustara, que fuera incapaz de afrontar la avidez de quien aspiraba a apoyarse en él para mover montañas, que decidiera que, por muy bien que se entendieran en la cama, ella no representaba una razón suficiente para cambiar de vida, hasta aquí todo iba bien, y aquí habría acabado todo si yo pensara de verdad en él, si yo soñara de verdad con él, porque los amores contrariados se acaban consumiendo en un estanque de lágrimas dulces, una tibia borrachera de melancolía que se agota en un rosario de resacas sucesivas, como el efecto de un suero desintoxicante que convierte poco a poco el dolor en ironía para arrojar al final una sustancia limpia, armoniosa, ajena por igual al rencor y a la vergüenza, el verdadero amor siempre salva a sus hijos, pero mis cálculos eran muy diferentes y mi angustia mucho más oscura, porque yo nunca dejé de pensar en mí misma, nunca dejé de soñar conmigo misma, yo quería empezar otra vez para arreglar definitivamente mis cuentas con el tiempo, para retener los días que se escurrían como gotas de agua entre mis uñas, para reprimir de una vez por todas el motín de los años rebeldes que desertaban en masa y a traición de mi memoria, y antes había perseguido un amor más poderoso que la muerte pero ahora no estaba dispuesta a renunciar a infinitamente menos, porque había rozado un nuevo principio con la punta de los dedos y sin embargo mis manos seguían estando vacías, y conformarme con eso era casi peor que morir porque, al menos, la muerte traza una raya al final de la vida, pero a mí me esperaba una vida lisa, sin otras rayas que las de una muerte sucedida al cabo de muchos años inertes, fugaces, estériles, años enteros de cientos de días vividos sin ganas, y eso no podía aceptarlo, ya no, si nunca hubiera emprendido aquel viaje podría haber seguido viviendo como antes, resignada en general y hasta contenta de vez en cuando, viendo crecer a mis hijos, consolidando mi carrera profesional por todos los medios posibles, cambiando periódicamente la distribución de la casa, apuntándome a una

clase de bailes de salón, echando algún polvo suelto por ahí o decapando una cómoda, pero ahora ya no podía, no quería pensar siquiera en la posibilidad de volver a asumir algún día estos pobres ritos de autocompasión, ya no pretendía arreglar mi vida, ahora necesitaba romperla, pulverizarla, destrozarla para siempre, hacer de ella pedacitos tan pequeños que jamás pudieran unirse y conspirar en favor de la nostalgia de los tiempos perdidos, y yo sola no lo haría, sola no podría, me temblaban las piernas de miedo cada vez que lo pensaba, nunca estaría segura, nunca tendría valor pero, si él quisiera esperarme fuera, todo sería más fácil, tal vez hasta muy fácil, tanto que no me servía para nada una historia clandestina, segura, secreta, un confortable adulterio conservador de corte clásico, de esos que a la larga terminan uniendo a los matrimonios distanciados, porque yo no quería refundar mi matrimonio, yo quería volarlo, hacerlo saltar por los aires, y necesitaba pólvora, metralla y una buena mecha, y lo necesitaba pronto, porque antes o después me curaría de esta fiebre, eso lo sabía, y que entonces las aguas volverían a un viejo cauce estancado y estrecho, arrastrando despacio hasta la orilla una locura distinta, un veneno más ponzoñoso y fulminante, y una mañana me levantaría con buen cuerpo, mucho apetito, y el recuerdo de aquel repostero de madera labrada, tan bonito, que era de la abuela y siempre había estado en la casa de la sierra, y con las galletas del desayuno masticaría la idea de pintarlo de un azul especial, quizás añil manchado con esmalte sintético blanco, quedaría estupendo en el cuarto de Clara, me diría, y si se lo pido, mamá me lo regala, eso seguro, punto final, y luego un nuevo principio tan amarillento y pasado de moda como mi traje de novia, esa especie de túnica de princesa hippy con una goma debajo del pecho y encajes y puntillas por todas partes que mi hermana Natalia me había pedido prestada en Carnaval para disfrazarse de Yoko Ono, y yo no me merecía un final así, por eso apretaba los labios, y cerraba los ojos, y taponaba mis oídos con determinación para esquivar cualquier verdad que comprometiera el dulce estado de inconsciencia sentimental en el que nadaba como en un tibio lago de gelatina incolora, el milagro de ese diminuto alfiler suspendido en el firmamento del que colgábamos yo, con todo mi peso, y cualquier futuro posible, y me tranquilizaba diciendo que el momento de las decisiones importantes no había llegado aún mientras comía el loto narcótico de la obsesión, la flor perversa que logra que todo se olvide, y así lo olvidaba todo, todo menos que él me llamó amor mío, y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, porque me había llamado amor mío, y yo lo sabía. Eso era lo único que yo quería saber.

Él, en cambio, ignoraba que con estas palabras me estaba dando el empujón definitivo que me llevaría rodando desde la cima más alta de un barranco hasta el fondo de un abismo que en aquella época ni siquiera yo alcanzaba a divisar.

—A ti no te digo nada, bonita, que ya sé que tú, estas cosas…

Se llamaba Bartolomé, pero sus íntimos le llamaban Bambi porque su primer novio le había dicho una vez, cuando aún no se había despojado de la piel ambigua de la adolescencia, que estaba enamorado de sus ojos de gacela asustada.

—Era guardia civil —al borde de los cincuenta seguía rizándose las pestañas y recordándole con nostalgia—, casado y todo, pero muy creativo, eso desde luego…

Bambi, porque jamás resistí la tentación de llamarle así pese a no formar parte de sus íntimos, era el jefe de la estafeta del grupo, un pequeño almacén situado en el sótano que funcionaba como una auténtica oficina de correos en miniatura. Toda la correspondencia de todos los despachos de todas las editoriales que tenían su sede en el edificio pasaba forzosamente por sus manos, pero eso no era mucho, ni siquiera contando con la mensajería propia que —renovarse o morir, decía él con pomposa convicción— acababa de empezar a funcionar, sobre todo porque la estafeta era el único departamento de la casa donde sobraba personal. Dos aprendices, nadie supo nunca muy bien de

qué, atendían tras un mostrador, sin atreverse a traspasar, salvo en ocasiones excepcionales, la puerta del despachito situado al fondo, donde Bambi habría llegado a aburrirse, de puro ocioso, si no viviera entregado al gobierno de regiones mucho más tenebrosas que la propia de los precintos de plomo y las máquinas de franquear, porque en los cajones de su mesa, estas y otras herramientas de su oficio —cajas de clips y gomas de borrar, estadillos de control y pliegos de etiquetas autoadhesivas, lápices corrientes y otros ya muy raros, rojos por una punta y azules por la otra, ambas primorosamente afiladas—, convivían con tres o cuatro tarots de diferentes familias y diseños, una ouija plegable, una colección completa de santos de todos los cielos —desde una estampa de Teresita del Niño Jesús hasta una efigie en cera del san Simón guatemalteco, gran estrella de la santería centroamericana—, velas de muchos colores y tamaños distintos, y hasta una bola de cristal sobre una peana de madera pintada de negro.

—Yo es que me pirro por todo lo paranormal… —me confesó una vez, cuando me juzgó digna de confianza, como si de verdad creyera que yo no estaba al corriente de su exótico tinglado desde antes de que me lo presentaran.

Ya entonces, su reserva me pareció absurda, porque todo el mundo se refería al consultorio de la estafeta con la misma naturalidad con la que hablaba de la secretaria de contabilidad o del alicatado de los cuartos de baño y, de hecho, entre todos los misterios relacionados con su persona, el único que a mí me interesaba de verdad era precisamente ése, la sorprendente impunidad con la que se dedicaba al más allá mientras, cada fin de mes, seguía cobrando un sueldo estrictamente terrenal por un trabajo muy distinto. Con el tiempo averigüé que, entre sus visitantes más asiduos, se contaban no sólo el gerente del grupo —un señor muy alto, bastante gordo y casi completamente calvo, que trotaba por los pasillos secándose el sudor con un pañuelo blanco, complemento de una estampa nada espiritual—, sino también María Pilar, la mujer de Miguel Antúnez, una señora de su casa con inquietudes que venía a la editorial de vez en cuando solamente para ponerse en manos de Bambi. La protección de estos dos incondicionales había bastado por el momento para neutralizar la radical oposición de Fran, que le detestaba casi tanto como a su cuñada, porque nuestro oráculo particular también tenía intereses en el mundo y, en concreto, profesaba una devoción casi enfermiza por todas las casas reales de Europa y, de propina, por la de Japón, y cuando terminaba con la conjunción de los astros y las letanías para enamorar, empezaba con los matrimonios morganáticos y la limpieza de la sangre.

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