Array Array - Atlas de geografía humana
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Издательство:неизвестно
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг:
- Избранное:Добавить в избранное
-
Отзывы:
-
Ваша оценка:
Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание
Atlas de geografía humana - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)
Интервал:
Закладка:
Durante un par de años, tras instalarme de nuevo en Madrid, tuve la sensación de que había transportado sin querer, desde mi vida anterior, una extraña capacidad para desintegrar cualquier cosa que tocara, porque la realidad seguía moviéndose sin parar, y todo cambiaba demasiado deprisa a mi alrededor. El paso del tiempo se encargó de demostrarme que aquel aparente vértigo no era más que un efecto óptico generado por mi propia inmovilidad, porque todo cambiaba y se movía sólo para encontrar un lugar definitivo, y antes o después, cada cosa logró acoplarse en un hueco más o menos ajustado a su medida, todo acabó encajando, todo, salvo mi vida.
Ése era el tema de conversación favorito de mi madre, y la gran amenaza que pendía sobre lo mejor de mi cena, el monstruoso caparazón rojizo relleno de una indefinible sustancia de aspecto semejante al cieno, en la que navegaban pequeños pedazos de esa materia rugosa de relieve casi cerebral y color muy vivo que se suele llamar coral y se eleva, en mi opinión, sobre todos los demás productos comestibles de este mundo hasta el rango de lo esencialmente delicioso. Eso me estaba jugando mientras mi madre, negándose a cualquier impulso de misericordia, volvía a la carga con lo de siempre.
—Es culpa vuestra, desde luego… —dejó caer mientras despojaba de su cáscara una pata de centollo con una delicadeza no por ensayadísima menos admirable—. No sé para qué os sirve ser tan listas, si después sois incapaces de comprender que estáis echando a los hombres a perder…
—No digas tonterías, mamá —opuse, sin grandes energías.
—Por supuesto que no, lo que digo es la pura verdad… Y lo tuyo es una verdadera pena, hija, porque… Tú todavía tienes una oportunidad, estoy segura.
—¿Una oportunidad de qué? —la clarividencia nunca ha formado parte del limitado patrimonio de mis habilidades, pero a aquellas alturas, mientras me despedía definitivamente de mi apetito, ya ni siquiera tenía sentido invocarla—. ¿Para qué, mamá?
El sonido de mi voz, apagado y opaco, apenas traducía una mínima porción del cansancio al que había sucumbido en un instante. Ella lo sabía, porque no entendía nada, pero era capaz de anticipar mis reacciones por pura repetición, tantas veces nos habíamos estancado en los mismos silencios.
—No voy a volver con Félix, mamá. —Hice una pequeña pausa y sonreí, como una garantía de que mi postura no tenía nada que ver con ella—. Olvídalo. No voy a volver nunca con él.
Ella insistió con ojos turbios.
—¿Por qué?
—Porque no. No me apetece, no me interesa, no me da la gana de vivir con Félix. No le quiero, no me gusta, no es mi tipo. Se acabó.
—Pues al principio, bien que chillabas… —la corté en seco para ahorrarme la descripción exacta de aquellos chillidos. Demasiado bien me acordaba yo de lo que chillaba entonces.
—Al principio era al principio. Ahora es ahora. Y en medio caben veinte años, más o menos.
—Pero él siempre te ha querido, Ana Luisa…
—¿Siempre? ¿Cuándo? —chillé, lamentando por enésima vez la genial intuición que había impulsado a Félix, que siempre la había odiado, a buscar el apoyo de mi madre, que antes le correspondía puntualmente, cuando decidió que no quería envejecer solo y que, en consecuencia, ya era hora de que alguien me cogiera de la mano para devolverme a mi único y verdadero hogar—. ¿Cuando se llevaba admiradoras a la cama en mi propia casa, me quería? ¿Cuando me mandaba callar en las fiestas disculpándose porque su mujer era una pobre españolita ignorante, me quería? ¿Cuando se gastaba un pastón en meterse de todo y luego dormía la borrachera durante el día entero mientras yo me ocupaba de la casa, y del estudio, y de la niña, porque él no pensaba contribuir con su dinero a la explotación que significa el servicio doméstico, me quería? ¿Cuando me pedía que hiciera una cena especial porque iba a venir gente importante y luego me decía que había pensado que era mejor que no me sentara a la mesa porque Amanda nos interrumpiría sin parar y lo echaría todo a perder, me quería? Muy bien, pues si eso es lo que él entiende por amor, que se lo meta con mucho cuidado por el culo.
—¡Ana! —mi madre estaba a punto de llorar.
—¿Qué? —yo, en cambio, me había puesto tan furiosa como siempre que me obligaba a hablar de ese tema.
—¡No hables así!
Respiré profundamente un par de veces para imponerme al menos una apariencia de tranquilidad.
—Perdona, mamá.
—No te entiendo, hija, tanto rencor… —y por fin explotó en un llanto que yo comprendía tan mal como ella decía entender mi vida, o peor aún—. ¿Adonde te lleva el rencor? ¿Adonde vas con esa dignidad de la que tanto cacareas? Todos cometemos errores, y Félix se ha equivocado muchas veces, muchísimas, eso es cierto y él es el primero en reconocerlo, pero está arrepentido, y yo creo que es sincero, y te quiere, en serio… ¿Te mentiría yo en algo así? Yo lo único que quiero es tu bien, hija, y la verdad… Mírate, Ana Luisa, mira a tu alrededor… Eres tan guapa, y tan joven todavía… ¿Y qué? Pues nada. Nada… ¿Cuánto tiempo llevas viviendo así? ¿Diez años, once…? Pasándolo mal sin necesidad, sin aceptarla ayuda de nadie…
—No seas tramposa, mamá —nunca me perdonaría que me negara a vivir a su costa cuando regresé a Madrid, e incluso después de haber aceptado la vajilla de la Cartuja, y la cristalería tallada, y el abrigo de cuero con el que tuvo que conformarse cuando la convencí de que jamás consentiría que me regalara un visón, sé que para ella siempre seré una ingrata—. Sabes de sobra que hace ya
mucho tiempo que no necesito ninguna ayuda.
—Económica quizás no, pero… Ana Luisa, hija, ¿tú te das cuenta de la vida que llevas, de la cantidad de años que hace que estás sola? Sola porque eres una cabezona, una orgullosa, y… hasta una soberbia, hija mía, perdona que te lo diga, que no se puede ir por el mundo así, de Escarlata O'Hará… —no tenía ninguna gana de reírme, pero fui incapaz de controlar una mínima carcajada con la que celebrar aquella ironía, el reproche que me dirigía la única Escarlata genuina que he conocido en mi vida—. ¡Sí, ríete! Ríete, anda… Que el panorama que tienes por delante es como para morirse de risa…
—Si no me río» mamá, es que… —entonces mis labios empezaron a temblar sin haber tenido el detalle de avisarme previamente y, como si quisieran certificar mi última afirmación, mis ojos se sumergieron de repente en un pantano de llanto, y acabamos como siempre, el centollo desperdiciado y las dos tiradas en el sofá del salón, ella llorando por mí y yo también, ella queriéndome sin condiciones aunque no me comprendiera en absoluto, y yo preguntándome cómo era posible aquel fenómeno, tanto amor sin un solo gramo de conocimiento.
Aunque mi madre también estuviera formalmente separada, no teníamos apenas experiencias comunes. Cuando los enrevesados cálculos de quien a la sazón era ya mi cuñado Miguel Ángel cuajaron por fin en una serie de espectaculares operaciones inmobiliarias y mi padre, definitivamente bendecido por la fortuna, dio por fin el paso con el que ella le llevaba amenazando desde que tengo memoria, su nuevo estado, lejos de acercarla a mis posiciones, la distanció todavía más. Ella se tomó la separación como una especie de largas y merecidas vacaciones, y si se empeñó con pasión, a partir de entonces, en hacer, más que lo que siempre había deseado, todo lo que a mi padre le había molestado siempre, nunca asumió que se tratara de una situación definitiva ni, muchísimo menos, irreversible. Él se esforzó más por guardar las formas, y salía de vez en cuando con alguna señora bastante más joven, pero seguía llamando a su ex mujer por teléfono a todas horas para consultarle cualquier cosa, y la invitaba a cenar con las excusas más tontas, y estoy segura de que se acostaban juntos, así que, de todas formas, seguían viviendo el uno para el otro y yo, sin saber muy bien cómo, seguía estando exactamente en medio, como la pieza suelta que no encaja en un rompecabezas donde ya no se ven otros huecos.
Lo que ocurrió en realidad puede resumirse en unas pocas palabras: lo intenté, pero no salió. Algunos eran demasiado tontos, otros eran demasiado listos, unos pocos estaban bien, dos o tres hasta muy bien, pero no les excitaba la idea de irse de vacaciones con una niña de otro, o se habían forjado una idea más sencilla de lo que iba a ser su vida, o conocieron a alguien que les gustó más, o Dios sabrá qué cono pasó, pero no llamaron la cuarta o la quinta vez que prometieron hacerlo. A los demás, yo misma me los fui quitando de encima en el momento exacto en el que sentía que hasta las ilusiones más endebles me abandonaban con la implacable, rigurosa disciplina que organiza a las burbujas para ayudarlas a escapar a toda prisa por el cuello de una botella de champán, después de un taponazo inapelable. Tapones hubo muchos, de variadas formas y colores, a veces una frase, y otras un determinado tipo de silencio, opiniones que me daban asco, opiniones que me daban miedo, opiniones que me traían absolutamente sin cuidado, detalles sin importancia o, algunos, muy importantes, pieles que me repelían, polvos aburridos, voluntariosos o estúpidos, amantes tan jactanciosos, tan satisfechos de sí mismos y de sus sofisticadas y prodigiosas técnicas, que daban primero risa y luego como una especie de pena universal, lástima por el pobre destino de esta Humanidad a la que, al fin y al cabo, todos pertenecemos, entonces escuchaba el taponazo, ¡pum!, a menudo hasta en la primera cita, cuando aún no estaban claras ni sus intenciones ni las mías, ¡pum!, pero los tapones no perdonan, y el de la esperanza saltaba en mi interior sin previo aviso para liberar un millón de burbujas puntiagudas, esponjosas, frenéticas, partículas de una repentina conciencia gaseosa que despejaba mis ojos y aceleraba mis pasos para susurrar en mi oído una verdad que llegaría a hacerse tremendamente desagradable, éste tampoco, qué le vamos a hacer… Mientras amontonaba sus nombres, sus rostros, sus cuerpos progresivamente borrosos, finalmente idénticos entre sí, en una región lateral de mi memoria, registraba también el carácter de
mis propias expectativas, una compleja gama de espejismos en la que ha cabido de todo, desde el proyecto más razonable hasta el fruto más descabellado de cierta peculiar demencia transitoria. Pero ahora ya ni eso, me dije cuando conseguí echar a mi madre de casa aquella noche, ahora ya ni siquiera soy capaz de pensar locuras…
—¿Tienes algún plan para comer? —hacía un par de meses que Rosa había entrado en mi despacho a media mañana, tan sigilosamente como si viniera a proponerme un atentado con explosivos.
—El comedor de la empresa —le contesté en un susurro, mientras le enseñaba mi talonario de tiquets amarillos—. Ochocientas pelas, tres platos, dieta mediterránea…
—No, en serio… —protestó, devolviendo su voz al tono de siempre—. Vente conmigo al Mesón de Antoñita. Quiero preguntarte una cosa, yo… —bajó la cabeza y mantuvo los ojos fijos en el suelo—. Tengo que hablar con alguien.
—¿Es importante?
—Sí… —contestó, y me miró a los ojos para reafirmarlo—. Creo que sí, muy importante.
Durante dos horas me preparé para diversas versiones de lo peor y de lo mejor, desde que Nacho Huertas se hubiera manifestado por fin para rogar explícitamente que dejara de perseguirle, hasta que hubiera ocurrido todo lo contrario y quisiera consultarme la redacción de la nota que pensaba dejarle a su marido en el espejo del cuarto de baño, pero podría haber estado un siglo pensando y jamás habría logrado adivinar la inaudita naturaleza de aquella confidencia.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка: