Array Array - Atlas de geografía humana

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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—Chin–chin —mi madre levantó su copa antes de probar un solo bocado. Siempre la han chiflado los brindis, pero su placer no va más allá del gesto de alzar el brazo y escuchar el sonido del cristal cuando choca con un semejante.

—Vamos a brindar por Amanda —propuse yo, en cambio.

—No —me corrigió enseguida—. Mejor por Amanda y por ti.

—Bueno… Entonces por las tres, ¿de acuerdo? —asintió con la cabeza y le di el pie que más le gustaba—. Chin–chin.

—Chin–chin —contestó sonriendo, mientras su copa avanzaba hacia la mía, y por fin, como si el vino le diera fuerzas, me preguntó lo que siempre está deseando preguntarme—. Ana Luisa, cariño, ¿estás bien?

—Sí, mamá.

—¿De verdad, hija?

—De verdad, mamá..

El tío Arsenio murió de madrugada, doblemente a destiempo, porque la vecina que limpiaba su casa no le descubrió hasta tres o cuatro horas después de la postrera traición de sus pulmones, y

porque a mediados de abril no se concibe la escarcha que se cobró su último aliento mientras confitaba los campos como si fueran bizcochos recién salidos del horno. Yo nunca le conocí, y apenas lo he visto en alguna foto —un hombre cuadrado, bajo, ancho y con boina, el perfecto paleto vestido de pana oscura—, pero guardo su memoria con un cierto, fúnebre cariño, precisamente porque acertó a morirse a destiempo, y más concretamente un jueves. Los jueves, Félix no tenía clase hasta las cuatro de la tarde, y mi hermana pequeña, Paula, la única que venía conmigo al instituto, entraba una hora antes que yo, así que nadie me echó de menos aquella tramposa mañana de primavera, el sol desnudo y alto, pero incapaz de desbaratar los cuchillos de hielo que el viento lanzaba a traición desde las espaldas de todas las esquinas, como un anticipo de la paradoja inmediata, definitiva, la sorpresa que me paralizó un instante al borde del destino que yo misma me había asignado, el asombro que congeló mis ojos ante el escenario de los verdaderos resultados. Félix, que no podía esperarme a aquellas horas, sólo llevaba encima el pantalón del pijama y volvía a comportarse como si yo le diera miedo, pero su piel respiraba un inconcreto vaho, la marca invisible del sueño reciente aflojando sus hombros, sus brazos, la tensión de sus párpados abiertos, una indolencia temible, tan indescifrable como aquella cama grande, las sábanas revueltas y todavía calientes, hasta la que me condujo sin aparentarlo casi, caminando simplemente delante de mí. No era la primera vez, pero la primera vez todo había sido mucho más fácil.

Último viernes de marzo, después de la última clase. Estrenábamos las vacaciones de Semana Santa, y cuando salí a la calle él estaba ya discutiendo con mis amigos en qué bar podríamos empezar a celebrarlo. Ni siquiera era el único profesor del grupo, allí estaban también la de Gimnasia, una lesbiana joven y muy enrollada, y el de Filosofía, un solterón de unos cincuenta años que para mi gusto se pasaba de chistoso, aunque los demás le encontraban irresistiblemente simpático. Todo parecía tan natural que hasta me cabreé un poco al principio, porque Larrea, atrapado en un implacable corro de admiradoras que no parecía interesado en disolver, no me hacía ni caso. Mientras cruzábamos la Plaza Mayor, infestada de grupos salvajes similares al nuestro, me entraron unas ganas horribles de marcharme a casa, pero al final decidí ser generosa y conceder a mi presunto, aún infinitamente desganado, admirador la prórroga del último mesón típico. Víctima muy grave de una pasión cuyos afectados jamás aciertan a definir, necesitaba desesperadamente que mi profesor de dibujo se rindiera a ese deseo que había brotado al margen de mi voluntad para acrecentarse después en los vaivenes de un juego menos inocente de lo que yo estaba dispuesta todavía a admitir. Pero intuir que este sentimiento, por muy complejo que pareciera, era una simple manifestación de mi propia vanidad, no le devolvía la saliva a mi boca, ni la serenidad a mi espíritu. Los dedos de Larrea trepando bajo mi falda para demostrarme que no se había sentado a mi lado por casualidad disiparon en un instante, sin embargo, cualquier rastro de previa lucidez.

Pedimos morcilla frita, tortilla de patatas, chorizos a la brasa y hasta ensalada verde —una cursilería típica de Sonia Cuesta, la más veterana, tierna y lánguida de las enamoradas de mi futuro marido, una pobre chica que se obstinaba en confundir el ayuno con la espiritualidad y jamás desperdiciaba la ocasión de demostrarlo—, pero yo, aun pasando por una de las fases menos espirituales que recuerdo, apenas probé bocado. A cambio, bebí muchísimo, saltando de la cerveza al vino para rematar con una copa de pacharán después del café, y si mis pies no se hubieran adentrado ya, sin avisarme, en los intrincados senderos de un laberinto infinitamente más misterioso, habría sido incapaz de precisar en qué eficacísima, desconocida e inagotable cavidad de mi cuerpo se estaba acumulando todo ese alcohol que recorría mi aparato digestivo en vano, tan pasivo, tan neutro como si fuera agua. Félix estaba bebiendo tanto como yo, pero nadie se habría atrevido a deducirlo del acento con el que hilvanaba toda una conferencia improvisada sobre la marcha, y destinada no tanto a apabullar a la comensal situada a su derecha, que no podía ser otra que la propia y siempre espiritualísima Sonia Cuesta, como a concentrar precisamente en ella la atención de todos los demás. Mientras tanto, su mano izquierda, libre de mareaje, hacía insólitos progresos por debajo de la mesa.

—Sonia adoptó el apellido Delaunay cuando se casó con Robert, y poco después vinieron a

España… —absorta en la tarea de descifrar su discurso subterráneo, yo le escuchaba con el mismo, mínimo resquicio de interés que merece el eco de la lluvia detrás de los cristales—. Aquí tuvieron bastante influencia, desde luego, porque tomaron contacto enseguida con algunas revistas de vanguardia… —sus dedos, que hasta entonces se habían limitado a esbozar una caricia muy leve, superficial casi, vagando al azar apenas más allá de mi rodilla, ganaron de golpe un trecho definitivo para instalarse en el prestigioso escenario que había cobijado unas semanas antes la segunda fase de la tercera guerra carlista—, y colaboraron sobre todo con la revista Ultra, el órgano de los poetas ultraístas. Ramón Gómez de la Serna, que los conoció bien, habla de ellos… —su mano entera, abierta, describía ya un círculo tras otro sobre la cara interior de mi muslo derecho, convocando un tumulto instantáneo, un torrente de sangre apresurada, una forma del calor que yo desconocía y sin embargo bastó para inspirarme un sentimiento de culpa intenso, fulminante—, les dedica incluso un capítulo de Ismos…

— ¿Qué…?

Yo fui la primera sorprendida por aquella pregunta automática que había brotado de mi boca sin pedir permiso, como si mi cuerpo, creyéndose próximo a su límite de saturación, no hubiera encontrado otra válvula capaz de relajar la presión. Si fue así, mi cuerpo y yo nos equivocamos de lleno porque, aunque Félix me miró por fin, sonriendo con los labios, con los ojos, con las cejas, toda su cara iluminada por un acceso de beatitud que componía una expresión extraña, a medio camino entre la sana alegría y la más insana, su mano cambió radicalmente de propósito, cerrándose sobre mi muslo para aprisionar una porción de carne con la implacable precisión de las valvas de un molusco.

—Hablábamos de los Delaunay —condescendió a explicarme Sonia mientras tanto, una mueca de infinito fastidio amargando las comisuras de su boca—, la pareja de pintores de los años treinta, bueno, no sé si los conocerás…

—Ahhh… —fue lo máximo que pude admitir sin traicionar los intereses de esa mano que reparaba ya el daño infligido, acariciando ahora con cuidado y las yemas de los dedos la misma piel en la que se cebara sólo un minuto antes.

—¿Qué estabas diciendo, Félix? —insistió Sonia, con la vocecita de cordero hambriento de sacrificio que reservaba para las ocasiones especiales—. Parecía muy interesante…

—No, que Gómez de la Serna les dedica uno de los capítulos de su libro sobre los ismos… —el accidental trío forzado por mi interrupción se deshizo con gran naturalidad en las dos semiparejas establecidas desde el principio, una pública, integrada por la totalidad de Sonia y buena parte del conferenciante…— donde, más concretamente, si no recuerdo mal, define su estilo como simultaneísmo, por la avidez de capturar un instante, pintar las cosas en el mismo segundo en que suceden, reflejar acciones que aparentemente carecen de relación entre sí, pero que en realidad están sucediendo a la vez… Es un nombre bonito, ¿verdad? —y otra privada, que vinculaba la mano izquierda de un hombre a quien traían sin cuidado las palabras que fluían disciplinadamente de sus labios, con la mitad inferior de mi cuerpo—. A mí también me gustan mucho, todas esas imágenes de la velocidad, la Torre Eiffel a punto de descuajaringarse…

Su conversación fue perdiendo poco a poco la intensidad que se concentró, como un escape de gas pesado, en el breve espacio que mediaba entre nuestras cabezas, nuestros troncos casi unidos, un par de centímetros escasos de aire eléctrico dispuesto a deshacerse en una pura chispa a la mínima ocasión, un peligro que nunca se consumó porque mi imaginación tardó lo suyo en ponerse a la altura de los acontecimientos, y me limité a estar muy quieta, muy derecha, muy callada, mientras Larrea sucumbía a un vértigo sin condiciones, la tensión desencajando el perfil de su mandíbula y sus dedos incontrolados, enloquecidos, como agentes de una ilimitada audacia, una pasión contagiosa, porque cuando sentí por fin la huella de su mano, que había estado a punto de dislocarse los huesos media docena de veces antes de desarbolar al fin la tenaz resistencia de la cinturilla de mis pantis, contra mi propia carne, su dedo corazón hundiéndose por un momento en mi ombligo antes de seguir avanzando, no acerté a oponer resistencia alguna. Podría haberle

recordado al oído que entre nosotros existía una especie de pacto tácito que su fervor exhibicionista estaba a punto de violar, podría haberle advertido que si su ataque prosperaba sólo un milímetro más, me levantaría de golpe y me largaría sin dar explicaciones, y por supuesto, podría haber atajado el viaje de su mano con mis propias manos, aplicando el recurso más directo, más rápido y más eficaz de cuantos estaban a mi alcance, que consistía, simplemente, en aferrar su brazo y tirar de él para arriba, todo eso podría haber hecho, pero ni siquiera fui capaz de no hacer nada porque, cuando se encendieron todas las alarmas, una espléndida sensación de bienestar rellenó súbitamente la oquedad fabricada por el miedo, un pozo muy largo y muy estrecho que la inquietud abriera en el centro de mi cuerpo, y regresó el calor, mucho más dulce, desarmado ya, como un secreto inofensivo, y yo me encontraba bien, no estaba borracha, no me había vuelto loca, no padecía alucinación alguna, y sin embargo, víctima exclusiva, favorita, de mí misma, escondí el brazo derecho debajo de la mesa, exploré con los dedos la situación exacta de los vaqueros de Larrea, y mirando a ninguna parte, mientras mis labios sonreían solos, de pura debilidad, posé la palma de la mano sobre su sexo para rodear con los dedos una raíz de tensión absoluta, un misterio capaz de alimentarse a sí mismo hasta el infinito, o un pedazo de polla, que fue lo que me dije a mí misma entonces, haciendo gala de la osadía propia de quienes apenas han empezado a aprender cómo se aprenden las cosas. Quizás por eso, aquella vez todo fue tan fácil.

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