Array Array - Atlas de geografía humana
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Después de tantos años, ése es el único punto en el que estoy de acuerdo con la enferma de adolescencia que era entonces. Efectivamente, creo que jamás llegué a merecerme a Larrea.
—¡No me estropees el centollo, mamá, por favor te lo pido…!
La clarividencia nunca ha formado parte del limitado patrimonio de mis habilidades, pero aquella noche la vi venir, y la vi venir desde muy lejos.
—¡Por supuesto que no! —protestó, fingiéndose ofendida—. Yo, lo único que quiero decirte… No sé. Me preocupas mucho, hija mía…
Cuando decidí celebrar la entrada en vigor de la ley que me convertía en mayor de edad unos pocos meses después de haber cumplido los dieciocho, contando en casa que Félix y yo habíamos sido novios en secreto durante más de un año y medio y que nos proponíamos dejar de serlo en cuanto nos diera tiempo a arreglar los papeles para casarnos, la que más chilló —más alto, más fuerte, más lejos— fue, naturalmente, mi madre. Seis años después, cuando decidí dejar a mi marido por un puñado de aceitunas de Camporreal, la que menos se esforzó por intentar comprender las razones de mi vuelta a Madrid fue también, precisamente, mi madre. Claro que yo no era el único miembro de la familia cuya vida había cambiado vertiginosamente entre ambas fechas. Si la oportuna muerte del tío Arsenio me había abocado a los brazos de Félix Larrea, la prescripción de su herencia elevó a mis padres a una cota de lujo y riqueza que jamás habían acariciado ni en sueños, un éxito del que se recuperaron en una dirección muy particular.
Estaban tan acostumbrados a amenazarse en vano, a justificarse mutuamente como una amarga broma del azar, a reírse a carcajadas con todos esos chistes que siempre empiezan cuando a un marido, o a una mujer, le toca el gordo de la lotería, que al final, estrechamente acoplados en sus respectivos infortunios, habían logrado inducirse el uno al otro a acatar una cierta variedad de la armonía, el equilibrio indudable, tan precariamente sólido, que nace del ejercicio rutinario de la infelicidad. Y eran casi felices mientras rumiaban sus desgracias en público, enumerando ella en voz alta el nombre, los méritos y los sueldos de todos los pretendientes a los que rechazó para casarse con «este taxista», preguntándose él por las esquinas de qué dignísima estirpe se creería heredera la gorda aquella, si cuando la conoció su padre vendía queso y miel de la Alcarria de puerta en puerta, y los dos juraban a coro que si pudieran coger la puerta, ahí iban a seguir, y no acababan de especificar jamás por qué no podían pasar del recibidor, pero sus amigos, sus vecinos, sus hijos, sobreentendíamos que esos misteriosos accesos de parálisis progresiva que empezaban a dificultar sus movimientos a mitad del pasillo, no eran otra cosa que una manifestación más de la eterna mala suerte que cada uno de ellos invocaba con avaricia y arbitrariedad parejas, pero siempre en rigurosa exclusiva. Hasta que un buen día, la herencia del tío Arsenio prescribió, y en el mismo instante en que se desvanecieron los impuestos que la bloqueaban, se esfumó también la desgracia de mis padres.
Más que a un regalo de la fortuna, aquel golpe de riqueza se asemejó, de entrada, a una ironía que el destino hubiera concebido sin otro propósito que burlarse a placer de mi desprevenida madre, quien siempre había sostenido que el origen de toda ignominia constaba muy claramente, y por escrito, en la partida de nacimiento de su marido, donde, junto a la fórmula nacido en, alguien había consignado, con una caligrafía lamentable, la expresión «Villanueva del Pardillo, provincia de Madrid». Ella, en cambio, era un espécimen genuino de la especie nacida en «Madrid, provincia de Madrid», y ni siquiera se hubiera dado menos pisto si el pueblo de mi padre no llevara el insulto incorporado en su propio nombre, aunque no podía resistir la tentación de apostillar cualquier comentario propio o ajeno con aquella consabida y tosquísima advertencia, no, si no es por nada, pero el mismo nombre de su pueblo ya lo dice, pardillo, a ver si no, pardillo, que lo que soy yo, no me invento ni pizca… Pero al margen de las broncas domésticas, que seguramente habrían encontrado otros espléndidos cauces en el caso de que mi abuela Experta se hubiera venido a parir a la capital, las raíces de mi familia paterna no tuvieron ninguna importancia real hasta que un
compacto ejército de maquinaria pesada empezó a inyectar entre ellas grandes cantidades de hormigón y de cemento armado, y sobre los pastos de antaño emergió enseguida una ciudad fantasma de chalets de lujo con parcela individual, cuyos futuros propietarios, por muy ricos, que fueran, nunca alcanzarían a soñar siquiera un rendimiento comparable al que el pardillo de turno estaba obteniendo de un patrimonio tan rústico, aquellos tres o cuatro prados que apenas daban para alimentar a un triste rebaño de ovejas.
El tío Arsenio, que había ejecutado a la perfección todas las etapas precisas para transformar a un pequeño ganadero en un considerable especulador inmobiliario, poseía en la hora de su muerte catorce o quince fincas espléndidamente situadas, no sólo desde el punto de vista de su emplazamiento geográfico, sino también en lo relativo a su estatuto legal, que estaba a punto, pero lo que se dice a punto, de convertirlas en otras tantas grandes superficies de suelo urbanizable. Algo acabó contándole a mi padre un pintoresco personaje que empezó a rondarle a distancia apenas puso un pie en el pueblo, el cuerpo del difunto todavía caliente, y que terminó identificándose como Miguel Ángel Romero, abogado, economista y, sobre todo, gran hortera. Yo le conocí en el funeral, un jovencito muy trajeado que se agregó al cortejo con una naturalidad pasmosa, aunque sólo me fijé en él, al principio, por el inverosímil bucle que formaba su corbata estampada, jinetes ingleses en la caza del zorro a punto de precipitarse en el vacío por obra y gracia de un enorme pasador dorado, sujeto a la altura del tercer botón de una camisa brillosa, como de tela de visillo, sumamente increíble. Más de pueblo que las amapolas, sentencié para mí misma, y si alguien me hubiera obligado a calcular qué puesto le reservaba el azar en mi familia, habría agotado todos los catálogos de la especulación antes de atreverme siquiera a sospechar que estaba destinado a convertirse algún día en el marido de mi hermana mayor, Mariola, obsesiva heredera de los delirios de grandeza que mi madre elevó a cotas de un patetismo purísimo al escoger para su primogénita un nombre literalmente absurdo —María de la O—, sólo para poder abreviarlo en el diminutivo por el que se conocía a la segunda nieta de Franco.
Si Romero no hubiera estado tan seguro de sus posibilidades para convertir a mi padre en millonario y a sí mismo, antes que en yerno, en su apéndice imprescindible —esa flexible, astuta y contundente mano derecha de la que ningún millonario apreciable puede carecer—, quizás la herencia del tío Arsenio no habría dado tanto de sí, pero el «consejero jurídico del finado», como se llamaba a sí mismo al principio, puso cerco al domicilio familiar y fue implacable, hasta el punto de que, durante años enteros, el único heredero auténtico que hubo en todo este asunto fue él, que heredó un cliente por asedio. Y aunque no logró convencerle de las ventajas que, a largo plazo, acabaría reportándole la liquidación inmediata de los derechos reales que le permitirían entrar en posesión de las tierras, sí consiguió persuadirle, y con él a mi madre, y a mis tres hermanos, de que habían encontrado al único zahorí capaz de señalar la dirección en 1 a que, a no pasar muchos años, iba a llover más dinero del que cabe en la piscina del tío Güito. Y todos se volvieron medio locos.
Yo seguí el proceso desde París, con mucho más detalle del que podría deducirse de una distancia que mi familia había salvado con inaudita agilidad durante cerca de un lustro, porque en los buenos tiempos que sucedieron a mi esplendoroso debut corno mujer adulta, mientras mi marido irradiaba un halo deslumbrante capaz de protegerme y de dirigirme a la vez, como la varita de un hada madrina, no había encontrado la manera de quitármelos de encima. En los días dorados en los que cada cosa era un estreno, mi madre llamaba por teléfono a todas horas y, entre llamada y llamada, me escribía unas cartas larguísimas que pretendían revelar cuan hondamente le preocupaba mi situación, pero en la práctica me informaban, más bien, de hasta qué punto se aburría por las tardes. Muchas de ellas no las encontré en el buzón, sino en la maleta de cualquiera de mis hermanos, que no dejaban pasar un puente sin aprovechar la oportunidad de ocupar la habitación de invitados de mi casa, un recurso que acabó por explotar incluso mi propio padre para recuperarse de las batallas más sangrientas de su perpetua guerra conyugal, siempre que su mujer no hubiera llamado primero. Amanda —primera hija, primera nieta, primera sobrina— bastaba para justificar formalmente aquella periódica invasión, que sin embargo cesó de repente, en parte por cansancio de
los visitantes, supongo, pero también porque la misión de planificar con cuidado lo que se prometían como un futuro opulento les absorbió por completo, y desde entonces se dedicaron sobre todo a mirar pisos en venta. Mientras tanto, yo me enfrentaba a solas con una metamorfosis más lenta pero no más sutil, la campaña de camuflaje que Félix opuso como principal y misérrima táctica al paulatino desgaste de su futuro como pintor. Entonces, cuando su edad le fue eliminando por sí sola de las quinielas de grandes promesas sin que su obra le acabara de asegurar del todo una plaza indiscutible en la lista de los maestros consagrados, él, que nunca antes había recurrido a vivir como se supone que la gente espera que viva un pintor, intentó imponerse al destino adoptando modos de genio de manual, una estúpida combinación de vida desordenada —dormir de día, trabajar de noche, desayunar a la hora de merendar, cenar tortilla de patatas recubierta de caviar barato—, promiscuidad sexual —llegó a tener una amante fija disfrazada de discípula invitada que prácticamente vivía con nosotros, una joven estudiante de Bellas Artes de origen vietnamita a la que él llamaba Minnie, como la novia de Mickey
Mouse, y con la que una vez llegó a proponerme que nos acostáramos, un proyecto que debió abandonar enseguida, porque le contesté con una bofetada que le debió de asombrar hasta tal punto que no Logró devolvérmela ni siquiera de palabra—, y discurso sistemáticamente heterodoxo — conviene decir siempre algo muy original aunque sea una tontería—, que le sentaba fatal, por lo menos a mis ojos, que maduraron muy deprisa en poco tiempo ante la representación cotidiana de aquella tosca impostura.
La deserción masiva de padres y hermanos me precipitó en una versión específicamente íntima de una soledad que no había llegado a sentir del todo hasta entonces, mientras continuaba unida a Madrid por una suerte de invisible, invencible cordón umbilical que no me había consentido todavía una maniobra tan simple como dar una vuelta completa para mirar lo que ocurría a mi alrededor. Cuando por fin me atreví a intentarlo, comprobé con menos estupor del previsible que, aun escogiendo la dirección al azar, sólo podía ver detalles de un edificio que se estaba cayendo a trozos, y que sin embargo, y eso era peor y mucho más pasmoso, mi propia ruina no me resultaba un espectáculo tan desagradable. Al principio pensé en hablar seriamente con Félix, pero acabé por comprender que ninguna huida sería tan insensata como volver a empezar con un hombre que apenas lograba ya brillar en la memoria de una muchacha irreconocible en los perfiles de un ama de casa demasiado joven, con una niña demasiado pequeña, un marido demasiado egocéntrico, y un futuro demasiado largo para admitir soluciones eficaces. Todo eso lo sabía bien, y sin embargo, nada resultó fácil.
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