Array Array - Atlas de geografía humana

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    Atlas de geografía humana
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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—Ya está —dijo simplemente al volver a mi lado, y no pude resistir la curiosidad ni un minuto más.

—¿Qué es exactamente lo que hacen? —pregunté, mientras echaba a andar.

—Prácticas de Geografía Urbana —me contestó—. Tienen que anotar todas las características de un tramo concreto de una calle concreta, describirla, enumerar sus dotaciones, medir la frecuencia con la que se repiten, registrar cualquier accidente singular… y luego, interpretar los datos que resulten, es decir, tratar la ciudad como un paisaje más. Esta plaza es estupenda para ellos, porque tiene de todo, una boca de metro, un mercado, un colegio, una zona arbolada con juegos para los niños, una fuente, un aparcamiento subterráneo, un monumento histórico–artístico y varios edificios protegidos.

—El Cine Barceló —sugerí, pero él me miró frunciendo las cejas como un signo de perplejidad—. Pacha era antes el Cine Barceló. Lo sé porque vine alguna vez, de pequeña, a ver Sissi Emperatriz, por ejemplo. Me imagino que te refieres a él.

—Sí. Y a tu casa, sin ir más lejos.

—Ya… Creía que lo tuyo eran las plataformas continentales.

—Más bien los relieves kársticos, pero sí, tienes razón, me dedico sobre todo a la Geografía Física. En realidad este grupo no es mío, sino de un amigo que se ha cogido algo así como un año sabático por su cuenta. Yo estoy dando sus clases de primero, Geografía General, o sea, un poco de todo.

—¿Y tu asignatura?

—La doy yo también.

—¿Pero eso se puede hacer?

—Bueno, en teoría… no, pero si el departamento se muestra comprensivo y los alumnos no protestan..,

—Pues vaya morro que tiene tu amigo, ¿eh? —concluí empujando la puerta de una cafetería bastante fina, a la que nunca hubiera ido para desayunar yo sola, pero que resultaba mucho más acogedora y silenciosa que la barra del bar del mercado, donde jamás he logrado invertir más de tres minutos en despachar un desayuno.

—No creas —dijo él, dejando caer su cartera en una mesa pequeña, al lado de una ventana. Luego, con mucha parsimonia, se sentó en una silla y esperó a que yo me sentara enfrente—. No le quedaba otro remedio.

—¿Ha matado a alguien?

—No. Mucho peor —y sin embargo volvió a sonreír—. Se ha enamorado de una chica que vive en Valencia… Y de momento se ha ido a vivir allí, claro. Ella no podía venir, tiene dos niños y trabaja en el Ayuntamiento, me parece… En fin, que son muy felices, por eso el departamento se ha mostrado tan comprensivo, como lo de los traslados está tan mal últimamente… Un café por favor —le escuchaba con tanta atención que ni siquiera me había dado cuenta de la aparición del ca–marero— y dos porras.

El desayuno por el que habría sido capaz de degollar a cualquiera diez minutos antes había dejado de interesarme, así que opté por el camino más rápido —para mí lo mismo, gracias— mientras trataba de digerir mi propio asombro, porque nunca me habría imaginado que el altivo catedrático precoz que jamás condescendía a apreciar una iniciativa ajena, fuera capaz de hacerle a nadie un favor así.

Tres cuartos de hora después, cuando cogí un taxi para llegar al trabajo a una hora medio decente, ya estaba en condiciones de creerme cualquier cosa, y sabía que a su amigo, el de Valencia, le había abandonado dos años antes una mujer que ahora estaba que se subía por las paredes, que a Javier ella siempre le había parecido una bruja, que él —por supuesto— estaba casado y tenía dos hijos, que su mujer —la de Javier— se había empeñado en comprar un perro aunque a él no le gustaban los animales, que cuando se conocieron —eran compañeros de carrera— ella jamás había dicho que le gustaran los perros, y que, para la resaca, lo mejor que podía hacer era desconfiar del prestigio del Alka–Seltzer y tomarme un Frenadol como el que él llevaba siempre encima por si las moscas. Además, me pidió perdón de diez o doce maneras distintas por la escena que me había montado a cuenta del título del Atlas, y me juró que él nunca solía comportarse así, que aquella noche estaba fuera de quicio.

—Ya no me acuerdo muy bien, pero seguramente sería por culpa del perro… —concluyó, y me reí con él.

Yo ya había encontrado diez o doce maneras distintas de perdonarle, y le había contado que estaba divorciada —no era exactamente cierto, pero a él le daba igual—, que tenía una hija de quince años —¿tan mayor?, respondió, con la reglamentaria exhibición de asombro, es increíble…—, que Amanda ahora vivía con su padre en París, que yo odiaba París —a él tampoco le gustaba, me alegré mucho al escucharlo—, que tampoco me gustaban los animales —él se alegró tanto como yo un poco antes—, que tenía una resaca descomunal, y que no, no me había ido de juerga por ahí ni mucho menos, ya me habría gustado, simplemente mi madre había aparecido a la hora de cenar —no me digas más— y habíamos acabado discutiendo. Luego, y ésa ha debido de ser la única inspiración genial que he tenido en mi vida, porque todavía no me la explico, se me ocurrió recordarle que teníamos pendiente una reunión para discutir el estilo de la cartografía del último tomo, que estaría dedicado exclusivamente a mares y océanos.

—Tengo un montón de modelos de muestra… —dije, y era verdad, aunque solamente un par de días antes le había dicho a Fran que con Álvarez se iba a reunir ella, porque lo que era yo…—. Aunque a lo mejor prefieres mandarme un fax especificando los signos convencionales, la gama croma…

—No, no, no, no —se apresuró a aclarar—. Mejor quedamos. Lo que pasa, déjame pensar… —y consultó con el pavimento durante unos segundos, como si las baldosas pudieran hablar—. Yo es que entre semana lo tengo muy mal, porque con esto de las dos asignaturas estoy todo el día metido en la facultad. Podría acercarme a la editorial el miércoles a la hora de comer, o si no… ¿te vas a quedar en Madrid el fin de semana que viene?

Miré al cielo como si repasara mentalmente una agenda imaginaria, sólo para quedar bien. Naturalmente que me iba a quedar en Madrid, aunque se tratara del superpuente de mayo, uno, dos, tres, cuatro y cinco, de miércoles a domingo, a mí me daba lo mismo, no tenía ningún sitio a donde ir.

—Pues… Todavía no lo sé seguro, pero creo que sí, ¿sabes?, porque

estoy muy cansada y lo que más me apetece es tirarme en un sofá a no hacer nada.

—¿Y mirar una docena de mapas conmigo te cansaría mucho?

—No creo —sonreí.

—Entonces te llamo el martes. Podemos quedar el miércoles por la tarde, a última hora.

Así nos despedimos, él se fue andando a recoger a sus alumnos, y yo cogí un taxi para llegar antes a la editorial. El retrovisor me devolvía la imagen de mi cara mientras pronunciaba la

dirección en voz alta, y lo que vi me gustó tanto que, al callar, sonreí sola, y era tan fascinante aquella sonrisa, tan grande, tan autónoma, que no lograba apartar los ojos de mis propios labios, que parecían los labios de otra, de cualquier mujer con más suerte. Mi resaca había cambiado lentamente de naturaleza, se alejaba de la náusea para mecerme en una suerte de convalecencia deliciosa, y el sol calentaba ya a través de los cristales, yo me reía por dentro contemplándome por fuera hasta que el taxista, casi un anciano bienhumorado y animoso, me regañó con la misma blandura que habría empleado para corregir a un niño pequeño.

—No se mire usted tanto, señorita —dijo exactamente—, que no le hace falta. Está usted guapísima, se lo digo yo…

Él me llamó amor mío.

Me había llamado amor mío y eso era lo único que yo quería saber, eso y que sus muslos temblaron una noche contra la palma de mis manos y después me miró muy fijamente, sin decir nada, como si pretendiera destruirme, aniquilarme, borrarme para siempre de su memoria o grabar cada detalle de mi rostro en el relieve de sus propios ojos, yo lo sabía y eso era lo único que me importaba, porque sólo vivía para recuperar aquel temblor, para regresar una y otra vez a esa pequeña habitación de hotel, una cama grande, un armario empotrado, dos butacas tapizadas en la consabida cretona estampada, una especie de cómoda con cajones y, en el centro, la figura remota y sin embargo familiar de una viajera cuyos gestos son idénticos a los que yo repito todos los días, una mujer que abre la puerta, y se quita los zapatos, y enciende un cigarrillo, y se tumba encima de la colcha para marcar un número de teléfono o para descansar un momento con los ojos cerrados, sin sospechar lo valioso que llegará a ser el tiempo que está viviendo, sin descubrir el rastro de ninguna cosa nueva en su interior, sin advertir siquiera que es feliz, que vuelve a ser feliz después de tanto tiempo, y ella era la trampa, una espiral sin fin y sin principio, el laberinto irresoluble como las leyes del tiempo donde mis días expiraban de un dulce mal sin respuestas, ésa era la verdad, aunque nunca me atreví a insinuarla en el oído de ningún confidente, aunque a duras penas puedo aún admitirla ante mí misma, aunque entonces la habría negado a gritos hasta que mi lengua se secara para siempre dentro de mi boca, la verdad es que no pensaba en aquel hombre, sino en la despreocupada viajera que le acompañó en Lucerna, y no soñaba con él, sino con mi propia, efímera plenitud desperdiciada, y no buscaba con desesperación sino un método, un sistema, una fórmula que me ayudara a deslizarme bajo la ropa de esa mujer que era yo y era distinta, que era feliz y no se daba cuenta, que jugueteaba con las riendas del destino sin reconocerlas y sin aspirar a gobernarlas siquiera, eso creía yo, y eso quería, dar marcha atrás a la película de mi vida, tropezarme de nuevo con los viejos errores, encontrar una sola fisura en la piel de las horas inconscientes para colarme dentro y animar su memoria, con eso soñaba, en eso pensaba, qué habría pasado si hubiera hecho esto, y hubiera dicho aquello, y hubiera :do más allá, y después me sentía tan poca cosa, tan de sobra, tan insignificante, que agotaba el catálogo de los insultos conocidos para derrumbar lo poco de mí que quedaba en pie, si seré tonta, me decía, si seré mema, imbécil, idiota, y a veces me preguntaba si no estaría volviéndome loca, si ese febril estado de disolución interior, como una lenta y meticulosa podredumbre, no se resolvería en un diagnóstico tan sencillo, puro terror, porque mi obsesión se adornaba hasta con los menores matices que caracterizan a ciertos oscuros psicópatas en esos telefilmes norteamericanos que, antes de empezar, advierten al espectador que va a contemplar una historia basada en hechos reales, todas esas personas solas, abandonadas de sí mismas, incapaces de piedad, que terminan precipitando los asesinatos más estúpidos, víctimas o verdugos atrapados por igual en una esperanza antigua y devoradora de toda sensatez, maridos engañados que juran entre dientes que será suya o de nadie, hurañas solteronas que aún no han renunciado a estrenar el apolillado traje de novia que lleva treinta años colgado de una lámpara, madres amantísimas de un hijo ingrato, o una hija desnaturalizada, que no pueden permanecer con los brazos cruzados mientras su pequeñín. su chiquitina, echa a perder los mejores años de su vida, honorables militares degradados por un lamentable malentendido de quienes no comprenden las últimas consecuencias del amor a la patria, todos tienen una escopeta de caza escondida en un armario y todos terminan matando o muriendo con ella en las manos, todos reclaman a gritos su razón y su cordura, y ninguno es culpable del todo pero ninguno, tampoco, acaba bien, y en la televisión es muy sencillo adivinar por qué, están locos, así de claro, locos, y yo tenía los mismos síntomas, la misma facilidad para negar ojos y oídos a las evidencias que no me

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