Array Array - Atlas de geografía humana
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La mano de Larrea me abandonó bruscamente cuando su propietario anunció en voz alta que se nos había hecho muy tarde y que deberíamos marcharnos ya, y mientras los primeros de la clase dividían la cuenta mentalmente, yo también coloqué ambos codos encima de la mesa para hurgar un rato en el bolso en busca del monedero. En ese instante no tenía ni idea de lo que iba a suceder después, pero tampoco me importaba, y ni siquiera había tenido tiempo para pararme a pensar en las posibilidades más inmediatas, o mejor dicho, en las más inmediatas consecuencias de cada una de ellas, cuando un taxi libre se detuvo junto a nosotros y mi profesor de dibujo, que se despedía entre sonrisas de un grupo de alumnos, me ofreció una plaza como de pasada, en un tono casi desinteresado, hasta sospechosamente cortés.
—Si quieres te dejo en casa, Ana, me pilla de camino…
Supongo que debimos de pasar al lado de mi calle, tal vez incluso hasta recorrimos un trecho, pero yo no me enteré, porque en cuanto el taxi se alejó unos metros, Félix se revolvió en el asiento como una fiera enjaulada, se abalanzó sobre mí y, presa de una especie de ambición ilimitada, se propuso explotar a la vez, con una sola boca y dos simples manos, el mayor número posible de los recursos de mi cuerpo. Cuando llegamos a su casa, estaba tan excitada que apenas podía respirar por la nariz. El resto fue sobre Iodo fácil, y además brusco, fluido y bastante rápido, pero mi única experiencia previa había consistido en un polvo improvisado a última hora con un amigo del novio de mi amiga Mercedes, un chico bastante guapo y muy gracioso que apareció por sorpresa a las dos de la mañana en una fiesta de Nochevieja en la que hasta entonces, la verdad, me estaba aburriendo bastante. Aquello fue un error lamentable, inconcebible y abrumador pero, aunque como justificación no resulte mucho más inteligente, la verdad es que estaba hasta las narices de ser la única virgen que quedaba en mi pandilla, y en aquel momento ni siquiera me arrepentí. Tres meses después, mi profesor de Dibujo obtuvo un beneficio incalculable no sólo de la torpeza de mi primer amante, sino también, y sobre todo, de la trivialidad del deseo que me empujara hasta sus brazos, porque había empezado el año satisfecha de mí misma, contenta en general y con ganas de contárselo a mis amigas, pero la saliva huyó de mi boca cuando salté de la cama que Larrea, perezoso, se resistió a abandonar mientras me vestía, y ni siquiera reconquistó mi paladar tras el último beso de despedida. Las vacaciones de Semana Santa fueron un infierno.
Ahora creo que no era exactamente amor, supongo que no era amor, aunque bordeara sus límites con tanto arrojo, pero yo no conocía otra palabra para nombrarlo, para designar esa sed perpetua, las vueltas del veleidoso nudo que cerraba de golpe mis pulmones al aire, la inexplicable percepción de mi propia piel como una funda ajena o al contrario, una hipersensibilidad repentina que se activaba sin previo aviso para que el roce más leve me fulminara de dolor, signos de los días más internos y
más estériles al mismo tiempo, noches habitadas por fantasmas esquivos, insolentes, horas angustiosas de insomnio y de vigilia… Quizás no era exactamente amor, pero fue mucho más que un capricho, más que una novedad cegadora, aunque nunca una novedad ha llegado después a cegarme tanto, e infinitamente más que un ataque de ansiedad. El deseo me poseyó por completo, se adueñó de mis cimientos, de mis proyectos, de mi ambición, creció entre mis paredes como un parásito voraz, una gigantesca oruga capaz de arrasarlo todo, de devorarlo todo, de ocuparlo todo y exigir todavía más, aunque yo no tuviera con qué alimentarla. El primer día de clase, cuando salí del instituto, me encontraba físicamente mal, un poco mareada y muy pálida, exhausta sin motivo alguno, aturdida. Mi madre, que fue en busca del termómetro nada más verme la cara, me mandó a la cama sin proponerme siquiera una loncha de jamón de York para comer, y allí, en la precaria intimidad del dormitorio que compartía con mis dos hermanas, mientras me tapaba la cabeza con la sábana en un vano intento de cerrar mis oídos a la lejana sintonía del telediario, exploté en llanto, y lloré hasta que me venció un sueño nacido del puro agotamiento. Desperté un par de horas más tarde con nuevas esperanzas y un apetito asombroso, porque, después de todo, mi mal se reducía a no haberme encontrado con Larrea aquella mañana, y de repente ese detalle no me pareció tan grave como la posibilidad de que me viera y no quisiera reconocerme, una hipótesis que no había considerado hasta entonces y que me tuvo en vilo hasta el mediodía del martes, cuando la sonrisa inequívoca, cómplice, que me dirigió desde el descansillo del primer piso mientras yo atravesaba el vestíbulo, desheló los cristales de sangre que ensartaban mis venas y devolvió a mi maltrecho cuerpo la condición de templado. El miércoles, durante la clase de dibujo, me miró con la ternura sólida y levemente nostálgica de un amante que confirma con placer la calidad de su memoria, pero el timbre sonó diez minutos antes de tiempo y tuvo que salir corriendo porque había claustro. A cambio, el jueves, de madrugada, el tío Arsenio murió a tiempo para regalarme algunas horas de vida auténtica.
Decir que mis padres fueron a enterrarlo sería mucho decir. Fueron, más bien, a ver qué pasaba, y no tanto para curiosear como por ese repentino brote de responsabilidad que abrasa durante un par de días la conciencia de quienes han perdido algún familiar por el camino sin saber muy bien por qué. Mi padre, que no movió un músculo mientras recibía la escuetísima información —«ya sabes, hijo, estos hielos tardíos, que son tan malísimos…»— que quiso proporcionarle la vecina del único hermano vivo de su propio padre, reaccionó con una sorprendente mezcla de lentitud y extrañeza, limitándose a contener la avalancha de preguntas de mi madre con monosílabos y algún gruñido, mientras desayunaba con más parsimonia de la habitual. A despecho de su ensimismamiento, la mesa de la cocina se convirtió enseguida en el centro de un previsible guirigay, todos mis hermanos indagando a la vez acerca de la fortuna real de aquel tío abuelo que había comprado tantas tierras, haciendo conjeturas sobre los términos del testamento, y ofreciéndose a acompañar a mis padres a donde hiciera falta. En medio del barullo, papá acabó fijándose en mí, tan absorta en mis pensamientos como un preso que intuye la oportunidad de fugarse, y no sé si interpretó mi silencio como una muestra de respeto, pero no me dijo nada. Al final, decidieron llevarse a los mayores, que podían perder clase porque para eso estaban ya en la universidad, y dejar a la Paula más furiosa, maledicente e indignada ante tan flagrante discriminación, en la puerta del instituto, que les pillaba casi de camino. Cuando me quedé sola en casa, a las ocho y media de la mañana, ni siquiera me concedí a mí misma un momento para el estupor. Mientras me duchaba, me lavaba la cabeza, me hacía a toda velocidad una toga de emergencia y me vestía de domingo, con tacones, a pesar de la hora, apenas me daba cuenta de que Félix ocupaba ya hasta el menor resquicio de mi entendimiento, la más leve fibra de mi voluntad. Y no dudé al salir del portal en dirección contraria a la que tomaba todos los días, ni al embocar el callejón donde estaba su estudio, no me tembló la mano al llamar al timbre, ni la voz cuando le solté el discurso que había venido preparando por el camino —una florida explicación que él encajó de pie, apoyado en la puerta, medio dormido y casi desnudo, después de tirar de mí hacia dentro como si quisiera driblar al frío—, no me detuve siquiera a decidir si lo que estaba a punto de hacer era bueno o malo, inteligente o estúpido, rentable o un
error que lamentaría el resto de mi vida, y no lo hice porque no podía pensar ni hacer ninguna otra cosa que no fuera precisamente lo que estaba haciendo, ir hacia él. Y sin embargo, cuando ya no podía volverme atrás, una especie de asombro muy raro me desarmó de mi aplomo como de un vestido que siempre me hubiera quedado demasiado grande, y en la frontera de aquella enorme cama de sábanas revueltas y todavía calientes, la enajenación me pasó factura. A la intensísima luz de un repentino estado de conocimiento, me pregunté cómo, por qué camino habría llegado yo hasta allí, y no supe muy bien qué contestarme. Entonces, como si hubiera podido intuir la dirección de mis pensamientos, Félix se acercó a mí por detrás, me rodeó con los dos brazos y no hizo nada más, sólo abrazarme, respirar al borde de mi oreja izquierda, acoplar a mi relieve el relieve de su cuerpo, y esperar.
En aquel gesto estaba escrita la suerte de mi vida y él lo sabía. Lo supo siempre, desde el principio, ésa fue su principal ventaja sobre mí, tal vez la única, tan descomunal, de todas formas, que supongo que no llegó a echar otras de menos, él sabía tratar a la serpiente que vivía enroscada alrededor de mis vísceras, aprendió a domarla muy deprisa, cuando yo aún no me daba cuenta de nada, ¿te pasa algo, Ana?, me preguntó mientras aún esperaba, cuando todavía no había ocurrido cosa alguna, salvo que la dureza de su sexo marcaba ya en diagonal mi nalga izquierda, y le contesté que no con la cabeza, entonces sus manos treparon unos pocos centímetros, se cerraron sobre mis pechos en el preciso instante que escogieron sus dientes para atacar el perfil de mi cuello, yo acusaba la tensión de mis pezones resbalando contra sus pulgares y pensaba que todo iba a ocurrir muy rápido, pero sus labios rozaron mi oreja otra vez, no sé, dijo, parece como si te ahogaras…, y de nuevo se quedó quieto, me impuso una inmovilidad que ya no soportaba, y acabé confesando lo que él quería oír, sí, murmuré, me estoy ahogando… Nunca sabré dónde, en qué remoto pliegue de mi cuerpo, en qué escondida esquina de mis ojos, en qué precisa fibra de mi boca aprendió él tantas cosas de mí, nunca sabré cómo atinó a presentir con tamaña intensidad, tal precisión, la potencia de la serpiente que alentaba, como una fiera dormida sólo a medias, tras la torpe impasibilidad que embotó mis sentidos aquella primera vez de tanteo y borrachera, nunca sabré cómo lo hizo, pero acertó de lleno en el centro exacto de lo que yo era, y así me poseyó por completo antes de quitarme la ropa con aquella parsimonia exasperante, ¡miraque eres ansiosa!, fingía asombrarse, mucho antes de rodar conmigo sobre una cama que de repente quemaba, no seas tan ansiosa, en serio…, reía, acabará sentándote mal, infinitamente antes de concederme por fin esa gracia que yo no hubiera sido capaz de escatimarle, ¿quieres que te folle?, sí, pues pídemelo, fóllame, no así no…, pídemelo por favor, por favor, Félix, fóllame, cuando ya estaba a punto de deshacerme de angustia. Luego besé su cara, sus hombros, sus manos durante mucho tiempo, mientras el placer, ese traidor, me abandonaba despacio, como si le diera pena devolverme al mundo.
—¿Qué somos ahora? —le pregunté al final, cuando ya debería haber empezado a vestirme para no llegar tarde a comer—. Yo ya no podré verte como a los demás profesores. No sé si sabré disimular…
—Sí sabrás —se giró hacia mí y me besó brevemente en los labios—, porque no pienso hacerte ni puñetero caso.,.
Me eché a reír y él rió conmigo, pero eso no era bastante.
—¿Qué somos ahora? —repetí.
Él sonrió, y me miró de una manera especial, con dulzura, pero también con cierta secreta astucia.
—Somos amantes —contestó por fin, y yo, que no las buscaba, sucumbí sin condiciones al oscuro prestigio de esas dos palabras que parecían bastar para hacer de mí una persona importante. Por eso, justo antes de irme, volví la cabeza un momento para mirarle por sorpresa, y por eso, sin ser ni remotamente consciente de que acababa de empezar a aflojar el último freno, me dije que nunca jamás podría llegar a merecer la gracia de un destino tan magnánimo como el que acababa de convertirme en la amante —¡a–man–te!— de un genio auténtico.
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