Array Array - Atlas de geografía humana
- Название:Atlas de geografía humana
- Автор:
- Жанр:
- Издательство:неизвестно
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг:
- Избранное:Добавить в избранное
-
Отзывы:
-
Ваша оценка:
Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание
Atlas de geografía humana - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)
Интервал:
Закладка:
Ya me había alarmado en vano un montón de veces cuando una ligera y repentina inquietud, como el presentimiento de otros ojos, me obligó a levantar la vista de la pantalla para dirigirla a las paredes de cristal de mi pecera, y allí le encontré, con la misma ropa de domingo y un nuevo control en el rostro, mirándome. Cuando obtuvo el pequeño premio de mi mirada, tosió ligeramente con la mano sobre la boca, improvisando una torpe táctica de distracción, y desapareció inmediatamente por mi derecha. En esto, como en todo lo demás, se portó siempre como un caballero, respetando las reglas que yo había impuesto con un escrúpulo que a veces parecía rayar en el temor. Por eso, porque sospechaba que la misión de no defraudarme era muy importante para él, siempre que le pillaba mirándome a hurtadillas, o le veía apartarse para dejarme sitio en un pasillo mucho antes de llegar al punto en el que íbamos a cruzarnos, o me sorprendía de la rapidez con que desviaba la mirada si nos encontrábamos en un ascensor, dejaba de pensar por un instante en mi propia confusión para preguntarme qué sentiría él en realidad, qué pensaría de mí, qué papel me habría asignado en su vida si es que él era como yo, incapaz de aceptar lo que el azar le ponía delante sin buscarse por su cuenta problemas que tal vez ni siquiera existieran. Entonces recordaba las bromas amables, inofensivas, casi tradicionales, con las que el resto del equipo celebraba los síntomas de la predilección que Foro solía mostrar hacia mí, las canciones que tarareaba cuando me veía aparecer, el gesto automático de adelantarse a pagarme el café o los imprevisibles accesos de timidez que le asaltaban sin motivo cuando me sumaba por sorpresa a la conversación más inocente. Rosa había afirmado siempre que estaba enamorado de mí, y Ramón la secundaba con tanto entusiasmo que
más de una vez, en los tiempos en los que tener razón o no tenerla me daba exactamente lo mismo, llegué incluso a pensar que tal vez supiera algo que no quería contarme, pero que entonces, tan poco me interesaban los sentimientos de Foro, ni siquiera se me ocurrió preguntar. Después de la noche del Ritz, en cambio, porque las cosas por fin habían cambiado aunque todavía no hubiera logrado precisar en qué dirección, la idea me gustaba y me aterraba a partes iguales, tan milimétricamente equilibradas como para animarme a seguir con la boca cerrada. Y sin embargo, había cosas que me daban más miedo que el amor de Forito.
Si hubiera leído mi propia historia en una novela, si la hubiera visto en una película o en una serie de televisión, sé con certeza lo que habría dictaminado sin dudar, ella es una hija de puta. Pero la ficción adorna a los personajes más insignificantes con encantos inéditos en el mundo real, yo lo sé muy bien, porque formo parte de ellos, y sé que la belleza interior ni es belleza ni nada, apenas un pretexto para que los que son bellos por fuera afirmen una calidad moral que no tienen porque no se puede tener, sencillamente. En el mundo no habitan maestritas esmirriadas con alma de poeta capaces de seducir a Gary Cooper, ni fantasmales espectros con el rostro quemado por el ácido y un espíritu tan exquisito como para rendir de amor a la novia del tenor más apuesto, todo eso es mentira. Las maestritas esmirriadas se masturban como locas después de cumplir treinta años y los espectros fantasmales se mueren de asco poco a poco decorando su guarida con los posters del Playboy, y al resto del mundo le importa una mierda la pobreza de su destino, por eso son necesarias las mentiras. Y las mentiras, como todas las drogas necesarias, son peligrosas, porque convierten a una pobre mujer confusa, una criatura tan insignificante que la vida jamás ha condescendido a ponerla a prueba en casi cuarenta años de existencia vana, en toda una hija de puta, y esa miseria ficticia puede llegar a destrozarla tanto como el crimen más cruel, más auténtico y sangriento que haya podido cometer jamás. Pero ni siquiera era eso lo que más me dolía, porque habría renunciado mucho más fácilmente al ficticio galán capaz de enamorarse de la ficticia belleza que me adorna por dentro si, al encontrarnos, Foro no hubiera formado parte ya de la reducidísima parcela de este mundo que es el mío, si lo hubiera conocido fuera de la editorial, en terreno neutral. Entonces, tal vez todo habría sido distinto, y mi silencio habría tenido otro valor.
Él sabía portarse como un caballero, y no me miraba, no me hablaba, no me buscaba por los pasillos, pero después de pasearse por la editorial con aquel traje de lino que nadie había visto nunca, apareció al día siguiente con un blazer azul marino con botones dorados, audazmente combinado con unos vaqueros casi nuevos, y este cambio radical de imagen no pasó desapercibido para las observadoras más malévolas, dos secretarias de dirección solteras y cincuentonas que no tenían nada que hacer y dedicaban las mañanas a pasearse por el edificio en busca de cualquier cosa que desmenuzar durante la comida con sus colmillos de hienas menopáusicas. Y fue en la cola del comedor donde escuchamos sus comentarios, ¿has visto a Forito, cómo se ha puesto?, ¡sí, hija, qué barbaridad!, ¿y a quién habrá enganchado?, a cualquier desesperada, vete tú a saber, desde luego que sí, porque ¡para cargar con eso, ya hay que tener ganas…!, bueno, mujer, ya sabes, siempre hay un roto para un descosido…
Fue Ana la que les plantó cara, Ana la que defendió a Foro, la que se rió de ellas sin mirarlas, pero en un tono lo suficientemente público como para que no dudaran de a quién iban dirigidas sus palabras cargadas de ironía, cargadas de desprecio, cargadas de un cariño incondicional por aquel hombre que se arrojaba por mí a las garras de las arpías, fue Ana, y no yo la que arremetió contra ellas en voz alta, no hay nada más patético que escuchar a alguien que habla de lo que no sabe, ¿verdad?, y fue Fran quien contestó en el mismo tono, desde luego, a mí no hay nada que me dé tanta pena, una de ellas volvió la cabeza a tiempo para comprobar que Ana volvía a la carga, por ejemplo los hombres, dijo entonces, si una sólo los conoce en sueños… ¿no os parece que debería estar callada en lugar de meterse con los que existen de verdad?, pero es que entonces se darían demasiada lástima a sí mismas, apuntó Rosa, sí, Fran se reía, y la cosa acabaría en un suicidio colectivo, pues mira, remató Ana, mucho más económico, y todas rieron, y el honor de mi amante fue vengado por ellas, que no se habían acostado con él, por ellas, que no lo habían negado fuera de
las paredes de su casa, por ellas, que no habían oído hablar a su madre, a su tía y a su abuela igual que hablaban aquellas dos mujeres malas e infelices a la vez, y que por eso nunca se habían prometido por dentro no llegar a ser jamás igual que ellas. Y yo estuve callada, y aún más, decidí no volver a acostarme con Forito en el resto de mi vida.
Al día siguiente todavía estaba satisfecha de haber tomado aquella decisión. Veinticuatro horas más tarde, ya había empezado a dudar. El siguiente paso no lo di exactamente yo, sino esa voz feroz que albergaba sin saberlo hasta que trepó por mi garganta desde su remotísimo escondrijo para empujarme a los brazos de Said, una voz que sonó como una alarma cuando Foro se las arregló para tropezarse conmigo el viernes por la tarde y yo no le dije nada, una voz que atronó como el eco de un pelotón de fusilamiento cuando volví sola a casa y cerré la puerta por dentro, una voz que no me dejó dormir, y me atormentó el sábado entero con palabras rotundas como cañonazos, imbécil, imbécil, imbécil, me decía, mira que eres imbécil, y tristísima, y cobarde, injusta, y penosa, sobre todo penosa, porque en el fondo él te gusta, claro que te gusta, si estoy hablando yo, cómo no te va a gustar, y aquí estás, haciendo el imbécil, ¿y a qué esperas?, dime, tonta, ¿qué estás esperando exactamente?, ¿encontrar un novio que le guste a la secretaria del director?, ¡qué pena, Marisa, hija, qué pena!, mira que eres imbécil, imbécil, imbécil, bien que se dio cuenta el tunecino aquel que ahora va a resultar el amor de tu vida, porque en otra como ésta no te vuelves a ver, imbécil, de eso ya puedes estar segura… Fue aquella voz la que el domingo por la mañana levantó el auricular del teléfono, y marcó un número que debía de saberse de memoria, y saludó a Foro, y le invitó a comer paella, y me empujó luego a la calle, a comprar una barra de pan y medio kilo de pasteles, y un ramo de clavellinas preciosas, pétalos de color fucsia atravesados por unas hebras blancas que parecían dibujadas a mano, y mucho muguete, un ramo que quedó estupendamente dentro de un jarrón de cristal, en el centro de una mesa para dos.
La paella la hice yo, y salió buenísima. Fui yo también quien escogió sentarse muy cerca de Foro, en el sofá, después del café, y quien pagó una amarga confidencia —estoy muy contento de que me hayas llamado, dijo, con esa peculiar elegancia natural que le permitía bordear cualquier precipicio por el sendero más precario, sin desprender jamás ni una sola china con el tacón de sus viejos zapatos marrones, ya pensaba que no nos volveríamos a ver— con un beso sincero, asombrosamente sincero, como lo fue mi dedo índice al encender la luz del dormitorio un instante después de que él la hubiera apagado, acertando a activar al mismo tiempo el ventilador del techo, que ya no quiso chirriar con su viejo acento de niño desamparado. Fui también yo, un yo tan puro, tan desprovisto de argucias íntimas que casi lo desconocía, quien desterró de mi conciencia esa confusa amalgama de mentiras innatas y verdades adquiridas que perdió lastre como un globo que se eleva a toda prisa, la noción de que mi cuerpo era feo, mi carne triste. Yo decreté su alegría, pero después, cuando el silencio dejó de ser un sonido armonioso para convertirse en un ruido que no podíamos escuchar mientras fabricaba aplicadamente un obstáculo invisible sobre la almohada, donde nuestras cabezas permanecían inmóviles, y tan juntas como si estuvieran condenadas a compartir un solo aliento a los dos lados de un muro de aire durante toda la eternidad, fue Foro el único que se atrevió a hablar.
—Es… Es una suerte eso de que se haya pasado de moda lo de comentar los polvos después de echarlos, ¿verdad?, porque era un coñazo, buah, no veas, aunque, en fin, también tenía su lado bueno, ya te digo… —entonces soltó una risita, y me miró—. Porque, bien mirado, la verdad es que uno se quedaba más tranquilo.
—Si es por eso —sonreí— puedes quedarte tranquilo. Has estado muy bien.
Hizo una pausa que no conseguí interpretar, cabeceando aparatosamente, como si se felicitara de poder darse la razón a sí mismo.
—Hay una cosa tuya que me hace mucha gracia —dijo después—. ¿Tú te has dado cuenta alguna vez de que después de follar no tartamudeas?
—No… —me quedé más muda que callada, mi lengua paralizada por el asombro.
—Pues es verdad. Me di cuenta la otra noche y ahora te he dicho la tontería esa de hablar de los
polvos sólo para comprobarlo, ya te digo. Y me has contestado de un tirón.
—¿En serio? —asintió con la cabeza y me resigné a que llevara razón—. Bueno, puede ser… Tampoco tartamudeo siempre. Digo bien la mayoría de las letras, normalmente me engancho en las aes, en las enes, y a veces, si estoy muy nerviosa, en las emes también —Alejandra nunca tartamudea, pensé entonces, lo sé desde el principio, desde que la escuché hablar en Túnez, su francés tan pobre como el mío—. ¿He tartamudeado ahora?
—No.
—¿Seguro? —volvió a asentir y yo le creí—. Desde luego, parece mentira… Avísame la próxima vez que lo haga.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка: