Array Array - Atlas de geografía humana
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Entonces levantó la vista y me miró, preguntándome con los ojos, y yo, la espalda rígida contra
el respaldo del sofá, las piernas juntas y quietas, los puños cerrados, como clavados a los cojines, no fui capaz ni de pestañear siquiera.
—Bueno… —dijo él después de un rato que pareció durar eternamente—. Si no tienes ganas de hablar, me voy.
Le vi levantarse, frotarse la cara con las dos manos, meterlas luego en los bolsillos y mover un pie, pero antes de que llegara a dar un solo paso, algo estalló dentro de mi cabeza, y sentí un eco de cristales rotos, y después una paz inmensa.
—Sí, quiero decirte algo —chillé casi mientras las lágrimas se agolpaban en la frontera de mis ojos, y no tuve tiempo para calcular cuántos años habían pasado desde que lloré por última vez—. No te vayas, Foro, por favor…
Sólo después se me ocurrió aquella estupidez, mucho después, él dormía como un niño pequeño, igual que la primera noche, y yo trataba de acostumbrarme a la idea de que siempre sería así, trataba de acostumbrarme al futuro que yo misma me acababa de asignar sin atreverme a decirlo siquiera, enunciando con cuidado todas las cosas buenas que me esperaban, sin olvidar ninguna, encerrando mis dudas en un cofre remoto cuya llave era imprescindible perder lo antes posible, entonces se me ocurrió, y me pareció una estupidez, seguramente lo era, pero todo parecía a mi favor, yo tenía por delante una semana de vacaciones y una coartada perfecta, Foro estaría trabajando en Madrid, los clubs como aquel de Hammamet funcionan todo el año, y no iba a hacer nada malo, sólo lanzar una moneda al aire, ésa era una manera como cualquier otra de decidir, de forzar al destino a elegir por mí, de devolver al azar un guante que llevaba demasiado tiempo en mi poder, y sería la última vez o sería para siempre, Alejandra Escobar me abandonaría definitivamente o yo me encarnaría para siempre en Alejandra Escobar, cara o cruz, par o impar, negro o rojo, habría otro hombre en mi vida o no habría ningún otro nunca más, sonaba bien, parecía astuto, emocionante, justo. Por la mañana, estaba decidida.
—Dame un poco de tiempo, Foro —le dije cuando se despertó, antes de levantarnos—. Seguramente no me lo merezco, ya has esperado bastante, pero los próximos quince días van a ser horrorosos, tú lo sabes, estamos acabando el Atlas y tengo que rematar un montón de cosas, voy a tener que ir a trabajar hasta los sábados. Luego me gustaría aprovechar la semana de vacaciones que nos va a dar Fran para irme al pueblo de mi madre, a Jaén, a arreglar lo de las tierras esas de mi abuela que te conté, porque mis primos me han llamado ya veinte veces y no pueden hacer nada sin mi firma… A la vuelta, si tú quieres, podemos empezar a vivir juntos.
Ningún traidor ha sido pagado jamás con un beso más dulce que el que recibí yo, aquella mañana.
Descubrí de repente que la tierra mojada huele a pecado.
Mientras aspiraba el sutilísimo aroma de la culpa emboscado en el prestigio de un olor tan poético, me resigné a vincular aquel hachazo de melancolía con el hueco del sofá donde ya no me sentaba a contemplar con mis hijos las sucesivas entregas de la epopeya imitante, el enigma de confuso principio y desenlace imposible que antes me había permitido regresar a mi propia niñez para gritar y aplaudir igual que ellos. Antes ya quería decir años antes. Aquella precisión cronológica desató un escalofrío de horror a lo largo de mi espalda, y me pasé el paraguas a la mano izquierda para cruzar las solapas de mi abrigo con la derecha pero, aunque hacía un día de perros, ningún gesto podría protegerme del frío que nacía del núcleo de mis propias vértebras.
Sin perder jamás de vista aquella verja pintada de negro, ni la placa de bronce que fijaba en el muro, a la derecha de la puerta, el número 48 y ningún nombre, ni el ciprés joven, pero robusto, que asomaba apenas por encima del seto de tuya verde impecablemente recortado, en el ángulo izquierdo de aquel jardín desconocido para mí, me obligué seriamente a pensar en mis hijos, Ignacio, 10 años, varón, moreno, desobediente pero muy cariñoso, un estudiante vago con intuiciones brillantísimas que debería aprender a explotar de una vez, y Clara, 7 años, mujer, castaña clara, obediente y disciplinada, buena estudiante, responsable pero bastante gruñona y hasta hosca a ratos, que creía aún en los Reyes Magos. Últimamente me imponía esta especie de gimnasia mental con mucha frecuencia y procuraba empezar por el principio, repitiendo los datos que jamás podría olvidar para protegerme de mi propia desmemoria, porque me aterraba la posibilidad de que los niños, con esa inteligencia simple y directa que los adultos han perdido ya, fueran los primeros en descubrir que su madre les había abandonado, que la mujer que les seguía despertando por las mañanas, les hacía el desayuno, les ayudaba a vestirse y los llevaba corriendo a la parada del autobús, esa misma mujer que se ocupaba luego de ellos por las tardes —cuando estaba en casa por las tardes— y los bañaba, les daba de cenar y los metía en la cama, no era la misma de antes, sino una impostora hábil, una copia idéntica que apenas les dedicaba ya una hebra de su pensamiento. Tenía que pensar en los niños porque la Navidad se me echaba encima, pero no tenía ni idea de qué regalos les gustarían más, no tenía cabeza para sentarme con ellos delante del televisor y anotar mentalmente los anuncios de juguetes que les hacían chillar, no les prestaba atención cuando me hablaban, y sin embargo sabía que antes o después tendría que llevarlos a la Plaza Mayor a comprar serrín, y corcho, un cielo de papel y alguna figura nueva para poner el belén y, naturalmente, habría que poner también el árbol, el año pasado se fundieron la mitad de las luces, tenía que contar también con eso, y con que haría falta reponer alguna bola de cristal, de las que se cargaron jugando al fútbol, y Clara se empeñaría en pedirme una zambomba, como todos los años, y luego, como todos los años también, sería incapaz de arrancarle el menor sonido, y lloraría desconsoladamente por su torpeza, como lloraba yo por la mía cuando ella no podía verme.
Un coche verde pasó a mi lado, salpicándome sin querer. Sólo estuvo a mi lado un segundo, pero tuve tiempo de ver la cara del conductor, paralizado por el asombro al comprobar que el bulto oscuro parapetado tras un modesto cartel publicitario de un restaurante de las inmediaciones era una mujer empapada, abrumada por la lluvia, igual que aquella calle, aquellas casas que parecían condenadas a disolverse en el torrente implacable y vertical que estaba a punto de desarbolar la modesta armazón de mi paraguas. Mientras me sacudía en vano, con las manos mojadas, los charcos de agua que aquellas ruedas habían sembrado sobre mi abrigo, sentí un desvalimiento estrictamente físico, una triste sensación de pobreza en la piel, como la fase inicial de un estado de enmohecimiento que ya conocía, aunque hacía siglos que había desertado de la memoria de las cosas recientes. Entonces me di cuenta de que mis hijos no tenían nada que ver con el olor a pecado
de la tierra mojada.
El recuerdo era mucho más antiguo, remoto incluso, las monjas habían vendido el colegio un año antes de que yo empezara la primaria, mi hermana Angélica me llevaba tres años de ventaja y yo solía ir a buscarla con mamá a aquel caserón inmenso, un jardín oscuro, de árboles antiguos, aristocráticos bancos de piedra tapizada de musgo, como los que salían en las películas de miedo, y glorietas pasadas de moda, con sus correspondientes arcos de hierro oxidado por los que ya no trepaba ni la memoria del último rosal. Los muros exteriores, altos y espesos como los de una fortaleza, aislaban a las alumnas del bullicio de la Castellana, creando la ilusión de un mundo independiente, suspendido por su propia voluntad en el espacio y en el tiempo. Eso es al menos lo que yo recuerdo de aquel misterioso castillo encantado del que Angélica salía corriendo cada tarde como quien escapa de una cárcel, justo cuando yo pensaba que daría la mitad de mi vida por entrar. Pero yo era una niña feliz, de una familia feliz, mi madre no trabajaba, mi padre sí, y ganaba lo suficiente para que ninguno de sus cuatro hijos, cinco después, cuando Natalia nació casi a destiempo, llegara a sentir jamás necesidad de ninguna cosa importante, y les daba tanta pena mandarnos al colegio que nos tenían en casa, jugando todo el día, calientes y protegidos, hasta que cumplíamos la edad máxima que marcaba la ley de escolaridad, seis años en mi caso. Justo entonces las monjas vendieron el colegio, el jardín oscuro con sus duendes dentro, las ventanas apuntadas con vidrieras de colores tras las que dolía casi no distinguir el capirote azul celeste de una princesa medieval, las glorietas de arcos de hierro oxidado y aquellos bancos de piedra vegetal, pero a mí no me lo dijo nadie, nadie me advirtió de lo que me estaba siendo arrebatado, era el primer sueño de mi vida y se desvaneció en el aire como los pétalos resecos de aquellas rosas perdidas, se deshizo en una nube de polvo de color, y luego en nada. Cuando me monté en el coche de mi padre, aquella mañana, no sospechaba siquiera lo que iba a ocurrir, pero me extrañaba que tardáramos tanto, y pregunté muchas veces, ¿adonde vamos?, al colegio, me repetía él, Angélica lloriqueaba a mi lado, la muy imbécil, pensaba yo, sin anticipar en las suyas mis propias lágrimas de otras mañanas, y al final, cuando ya me había aburrido de esperar, el coche atravesó una verja de barrotes cuadrados, vulgar y corriente, y se detuvo ante un edificio de ladrillos rojos con ventanales grandísimos, más vulgar y más corriente aún, ante un jardín que no era tal, dos o tres manchas de césped en una desnuda extensión de tierra y un inmenso patio de cemento adosado al ala izquierda del edificio. Entonces lo pregunté por última vez, ¿pero adonde me has traído…? A tu colegio, me contestó mi padre, míralo, es nuevo, lo vas a estrenar tú, ¿a que te gusta?
Nunca me gustó, nunca, pero tampoco nunca llegué a odiarlo, porque yo era una niña feliz en general, y quizás por eso dócil, alegre casi siempre, y disciplinada, es decir, una alumna ideal, sobre todo porque aprendí enseguida que el método más rápido y seguro para sobrevivir en aquel laberinto sin secretos consistía en estudiar y sacar buenas notas, y la verdad es que no me costaba un gran esfuerzo aplicarlo. Así que las monjas me dejaban en paz, aunque insistieran en llamarme siempre por mi nombre completo, Rosalía, que no me gusta, y yo las dejaba en paz a ellas, una relación mucho más fértil y apacible de lo que se habían atrevido a esperar de la hermana de Angélica Lara, niña conflictiva, rebelde e hipersensible a la vez, perpetuamente dividida entre los gritos y el llanto, que no sólo las odiaba sino que tenía valor de sobra para decírselo a la cara. Yo no comprendía la infelicidad de mi hermana Angélica, esa especie de perpetua desazón, de decepción constante frente a sí misma y a todas las demás cosas de este mundo que trazaba una parábola perfecta para conectarse con la infelicidad de mi hermano Juanito, tres años menor que yo y como ella inquieto, desilusionado, hermético, incapaz de contar nada de lo que le pasaba, de apreciar nada de lo que le rodeaba. Entre ellos, Carlos y yo solíamos estar bien, contentos y tranquilos, con buenas notas y el sueño sereno, profundo, que se le supone a todos los niños. Ahora, Juan, que abandonó un futuro brillantísimo en España y a su primera mujer al mismo tiempo, vive en Estados Unidos, está casado con una negra de piel bastante clara y una belleza tan espectacular que nadie adivinaría que es bastante mayor que él, da clases de Física en una universidad de Virginia, y tiene tres hijos muy morenos y tan guapos como su madre. Viene muy poco por aquí, pero todos, menos
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