Array Array - Atlas de geografía humana
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mamá, que suspira puntualmente cada vez que alguien pronuncia su nombre, tenemos la impresión de que le van muy bien las cosas. Angélica ha cumplido cuarenta años pero no los aparenta ni por dentro ni por fuera. Trabaja en una agencia de publicidad, gana montañas de dinero, se ríe muchísimo y, por fin, dice que está muy contenta con su vida. Rompió un matrimonio que todos creíamos que funcionaba, y del que tuvo una hija, enamorándose como una bestia de un músico un par de años más joven que ella con el que se casó enseguida, y enseguida tuvo otro hijo. Llevan siete años juntos y todavía se morrean todo lo que pueden en la calle, en el cine, y hasta en las comidas familiares. Natalia todavía no ha acabado la carrera, pero Carlos y yo seguimos estando bien, casados con nuestras parejas originales, ambas de piel blanca, nacionalidad española, y edad y aspecto y trabajo apropiados, siempre aparentemente contentos y tranquilos, sacando las notas más altas que mis padres han podido nunca atreverse a desear para sus hijos. A veces, en alguno de los raptos de melancolía que aislan a mi hermano por completo del mundo, en la cena de Nochebuena, o el día de su cumpleaños, siento la tentación de preguntarle si su serenidad representa para él lo mismo que la mía representa para mí.
Yo no odiaba el colegio, como Angélica, porque aquel estúpido edificio, por muy feo que fuera, por muy poca gracia que tuviera, carecía del poder suficiente para arañar siquiera mi conciencia de niña feliz, pero allí sin embargo aprendí el significado de la tristeza. Nunca olvidaré aquellas tardes horribles de lluvia infinita, la grisura del cielo desplomándose sobre el horizonte como una maldición que yo no merecía, la noche que se cerraba como el puño de un coloso malvado sobre las cinco y media de las tardes de invierno, a la misma hora en la que apenas empezaba a despertarme de la siesta en los deslumbradores días de veranos destilados con cloro de piscina y muchísima pereza, recuerdo el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales, aquellos enormes ventanales que me permitían distinguir, al fondo, las luces de los autobuses, encendidas ya cuando sonaba el timbre de la salida, y recuerdo el desconsuelo con el que recogía mis cosas, y bajaba las escaleras, y salía a aquel desierto solar al que todo el mundo llamaba jardín. Tenía que atravesarlo de punta a punta para llegar al autobús y entonces sí, entonces llegaba casi a comprender a Angélica, porque la falda me dejaba las rodillas al descubierto siempre, y algunos años también buena parte de los muslos, mi madre se negaba a comprarme un uniforme nuevo cada curso con la única excepción de los calcetines pero, a despecho del supuesto prestigio del colegio, éstos eran tan malos, tan finos, que aunque los estrenara a mediados de octubre, el elástico se había rendido ya para siempre a principios de noviembre, y desde entonces los llevaba arrugados alrededor de los tobillos, las piernas desnudas. Mi piel se erizaba al contacto con el frío, con la lluvia, con el viento, recuerdo esa humillación del invierno, el sendero plagado de charcos helados que empapaban mis zapatos, el pequeño pero inagotable azote de las gotas de agua que se estrellaban contra mis corvas, y una tremenda impresión de soledad que todavía hoy no sería capaz de definir, pero que me aplastaba contra aquel suelo líquido con la certeza de no tener a nadie en este mundo. El olor a tierra mojada, olor a abandono, a soledad, a amargura, a un exilio cruel del color de los veranos, me acompañaba al interior del autobús escolar, una cárcel portátil gobernada por el vaho que pintaba las ventanas con su horrible baba gris y condensaba la atmósfera hasta hacerla irrespirable, agudizando la tristeza de aquellos asientos de escay, el plástico rajado en las esquinas por las que asomaban las tripas de gomaespuma, y la lentitud, la humedad en todo, la odiosa sensación de llevar a cuestas toda el agua de este mundo y el odioso presentimiento de no ir a ser capaz de desalojarla jamás, porque ya se había infiltrado en la ropa, en la cartera de piel, en los zapatos manchados de barro, en mi imaginación y en mi alma. Entonces, cuando creía ahogarme ya en mi propia nostalgia, cuando llegaba a dudar de la niña feliz que apenas era, la puerta del autobús se abría para mí en el centro del mundo verdadero, Barquillo esquina a Almirante, donde el suelo era de asfalto y las aceras de adoquín, y el agua corría ordenadamente hacia los sumideros disimulados entre las ruedas de los coches, y había luz, y gente, y olía a hojaldre recién hecho en la puerta de la pastelería, y en mis manos, a la corteza de la mandarina que me regalaba el frutero al verme pasar, pronunciando la cálida contraseña de mi nombre, Rosa, un olor estupendo que sobrevivía en los resquicios de mis
dedos hasta después de merendar, bien segura ya en mi barrio, en mi casa, mi madriguera, una ciudad antigua de edificios altos como hadas madrinas y bares abiertos hasta la madrugada. El olor a pecado llegó después, como una precisión postrera pero definitiva.
Ya ni siquiera me acuerdo de cómo se llamaba aquel chico que estudiaba COU en el colegio de al lado, lo cual quiere decir que su verja estaba a medio kilómetro de la nuestra, en el último extremo de una urbanización perdida en el culo del mundo. Tampoco me acuerdo de su cara, pero tenía el pelo rizado, castaño rojizo, y sé que era alto, y muy corpulento. Era además lo que entonces llamábamos muy mayor, porque había repetido un par de años, y tenía una moto, y edad suficiente para sacarse el carnet de conducir. Por eso seguramente le hice caso, porque la verdad es que no me gustaba mucho, pero yo le gustaba tanto a él que siguió viniendo con nosotras después de dejar a su novia, una chica de sexto que desertó a cambio, incapaz de contemplar el intenso cortejo semanal que tenía a todas mis compañeras de curso muertas de envidia. Yo estaba en quinto y salía en pandilla todos los fines de semana, hacíamos el recorrido completo, Moncloa, Princesa abajo, Arguelles, Princesa arriba, Moncloa y vuelta a empezar, pero casi siempre me perdía el último tramo. Mis amigas tenían permiso para volver a casa a las diez, y los chicos podían seguir en la calle hasta las diez y media, pero a mí me había costado tanto trabajo convencer a mi madre para que alargara en media hora el vergonzoso plazo inicial de las nueve de la noche, que no me atrevía a desafiarla, nunca me había atrevido, yo me llevaba bien con ella, bien con mis hermanos, y con mi padre, nunca chillaba, como Angélica chilló antes, como Juan chillaría después, jamás di un portazo ni una mala contestación, y no llegaba tarde, nunca les había dado un disgusto, pero siempre en esta vida hay una primera vez.
Era la primera vez que quedábamos solos, sin la pandilla, y cuando llegué a la puerta del Parador de Moncloa y le vi, apoyado con aire de propietario en aquella furgoneta aparcada en doble fila, la emoción me desarmó en un instante, porque no era nada normal salir con gente que tuviera coche. Me decepcionó un poco que no fuera a conducir él, pero al mismo tiempo sentí una ambigua punzada de alivio al comprobar que nuestra intimidad no sería completa. En los términos típicos de la época, éramos tres parejas, y todo lo demás era igual de típico, el inequívoco aspecto de hippies de buena familia que tenían sus amigos, tan parecidos a los de Angélica, la pareja longitud de las melenas de todos ellos, las dos guitarras que cargaron en el coche con más cuidado del que empleaban en sí mismos, y hasta el perro sucio y peludo del conductor, que se tumbó apaciblemente sobre el colchón encajado en la parte de atrás, entre la pareja que teníamos enfrente y la que formábamos aquel chico del que ya no recuerdo su nombre y yo. Me dijeron que íbamos a Valdemorillo, a un mesón estupendo donde daban vino barato y un queso muy bueno, y a mí me pareció bien, quizás porque le di la primera calada a un canuto antes de salir de Madrid, los de enfrente liaban y pasaban sin parar, mi acompañante estaba misteriosamente pendiente de aquel tráfico aunque me metió la mano en el escote y la lengua en la boca justo después de pasar de largo por el último semáforo, yo le devolvía los besos y pensaba que estaba haciendo algo muy grande, muy importante y peligroso, digno casi de mi hermana mayor, y que me gustaba, todo me gustó, hasta aquellos porrones de vino barato en los que bebí demasiado y derramé lo suficiente para ponerme perdida la blusa, y las canciones, casi todas políticas, algunas procaces, brutales incluso, pero todo era divertido, y los besos constantes, inagotables, furiosos, llegaron a hacérseme imprescindibles en algún momento, y besé a aquel muchacho que ha perdido su nombre con un hambre de besar que también yo he perdido quizás para siempre. Me sentía maravillosamente hasta que miré el reloj, y vi que eran las ocho y media. Me daba tanta vergüenza decir en voz alta que tendría que estar en mi casa sólo una hora después, que esperé un rato a que alguien decidiera por mí que había llegado el momento de volver a Madrid pero, por supuesto, eso no ocurrió, y a las nueve menos diez tuve que susurrar en el oído de mi flamante novio que tendríamos que marcharnos ya. Él me dirigió una mueca de fastidio tan nítida que por un momento temí estar perdida, pero debía de gustarle tanto que acabó por complacerme. Sin embargo, no le resultó fácil convencer a los demás, y eran ya las nueve y diez cuando salimos de aquel mesón, donde ninguno de nosotros nos habíamos dado cuenta
de que la amenaza gris del cielo que nos había escoltado desde Madrid acababa de desatarse en un chaparrón atroz. Llovía con tal insistencia, con tal empeño, con tal ambición de anegar el mundo, que nos pusimos perdidos de agua en el brevísimo trayecto que nos separaba de la furgoneta, y cuando logramos acomodarnos dentro, convertimos el colchón que nos acogía en una somera e imprevista laguna. Pero todo seguía estando bien. Me entregué a una nueva sesión de muerdos y manoseos con el ánimo tranquilo y un humor excelente, porque no habíamos invertido más de veinte minutos en el viaje de ida, y por tanto, mi retraso no superaría el cuarto de hora, un plazo sensato, tolerable, inocuo incluso. La furgoneta avanzaba a buen ritmo por un sendero de tierra en dirección a la autopista, donde sin duda empezaríamos a ir más deprisa, eso pensaba yo, y sin embargo nos detuvimos justo cuando crecía la luz, y el estrépito de los neumáticos que rodaban sobre el asfalto mojado.
Era domingo. Yo lo sabía aquella mañana, cuando me levanté, y seguía sabiéndolo a la hora de comer, lo sabía mientras me arreglaba y hasta cuando acudí a mi cita, a las cinco y media, y al volver a Madrid, ya de noche, seguía siendo domingo aunque yo lo hubiera olvidado, y además llovía, y por eso, porque estábamos atrapados en la noche de un domingo lluvioso, la carretera de La Coruña era un inmenso río de luces detenidas, un infinito estanque de motores inútiles, una doble fila india de desesperados que arropaba mi propia desesperación y algo más, porque el repetidor del colegio de al lado me besaba y me metía mano en la oscuridad, y yo no podía dejar de corresponderle aunque fuera igualmente incapaz de dejar de pensar en la que se me venía encima, y me lo estaba pasando muy bien y me estaba jugando la vida al mismo tiempo, pero el embotellamiento era monstruoso y ninguna cantidad de angustia podría resolverlo, yo no tenía ningún control sobre la situación exterior pero podía aprovechar los beneficios de la interior, y eso fue lo que hice mientras dentro de mí florecía una sensación nueva y extraña, inevitablemente asociada a la lluvia y el frío de una noche de febrero, al olor de mi ropa húmeda de vino y de agua, de mis zapatos manchados de barro, y me sentía por dentro infinitamente culpable de no sentirme lo suficientemente culpable, y por fuera me reía, y bromeaba, retorciéndome por obra de ese inquietante placer que provocan las caricias que se quedan a medias, sabiendo que no me estaba portando bien, pero sin fuerza alguna para dejar de portarme exactamente así. Fuera de la furgoneta olía a tierra mojada, dentro de la furgoneta olía a tierra mojada, aquél era también el olor de los besos y del miedo, un escalofrío que no me abandonó hasta que entré por fin en el salón de mi casa, que ya no era la casa de una familia feliz, porque no era feliz mi padre, que rumiaba su furia en silencio, ni mi madre, que lloraba a gritos como si la estuvieran desollando viva, las doce menos veinte, decía, las doce menos veinte y no has llamado siquiera, las doce menos veinte, como si no tuviera ya bastante con tu hermana, las doce menos veinte y un día de éstos me vais a volver loca entre todos…
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