Array Array - Atlas de geografía humana

Тут можно читать онлайн Array Array - Atlas de geografía humana - бесплатно полную версию книги (целиком) без сокращений. Жанр: Современная проза. Здесь Вы можете читать полную версию (весь текст) онлайн без регистрации и SMS на сайте лучшей интернет библиотеки ЛибКинг или прочесть краткое содержание (суть), предисловие и аннотацию. Так же сможете купить и скачать торрент в электронном формате fb2, найти и слушать аудиокнигу на русском языке или узнать сколько частей в серии и всего страниц в публикации. Читателям доступно смотреть обложку, картинки, описание и отзывы (комментарии) о произведении.
  • Название:
    Atlas de geografía humana
  • Автор:
  • Жанр:
  • Издательство:
    неизвестно
  • Год:
    неизвестен
  • ISBN:
    нет данных
  • Рейтинг:
    4/5. Голосов: 11
  • Избранное:
    Добавить в избранное
  • Отзывы:
  • Ваша оценка:
    • 80
    • 1
    • 2
    • 3
    • 4
    • 5

Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

Atlas de geografía humana - описание и краткое содержание, автор Array Array, читайте бесплатно онлайн на сайте электронной библиотеки LibKing.Ru

Atlas de geografía humana - читать онлайн бесплатно полную версию (весь текст целиком)

Atlas de geografía humana - читать книгу онлайн бесплатно, автор Array Array
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Me castigaron a quedarme en casa todos los fines de semana durante un montón de tiempo, ya no me acuerdo si tres meses, o seis, y yo acaté el castigo con una mansedumbre inexplicable en cualquiera que no estuviera acostumbrado a ser feliz, pero mi concepto de la felicidad, y del precio que hay que pagar por ella, cambió de una vez y para siempre. Eso no se lo pude explicar a aquel chico, que me abandonó casi en el acto, menos escandalizado por los resultados de nuestra aventura que por la docilidad con la que me plegué sin rechistar a la disciplina paterna. No me importó mucho, porque la verdad es que él no acababa de gustarme, y quizás por eso olvidé tan deprisa que la tierra mojada huele a pecado.

Tuvieron que pasar más de veinte años y una calamidad para que recuperara de golpe el sentido de aquel olor en el cruce de dos calles de la urbanización más remota de Pozuelo de Alarcón, mientras acechaba la verja de hierro de una casa en la que jamás había sido invitada a entrar, desde la parte trasera de un cartel metálico que anunciaba un restaurante de las inmediaciones. Y la tierra mojada me golpeó con más eficacia que ninguna palabra, ninguna reflexión, ningún consejo, quizás porque había eludido cuidadosamente el concepto de pecado durante los últimos tiempos y la lluvia y el frío de la última tarde de noviembre lo rescataron para mí, tan puro y deforme como antes, pero

distinto, porque al volver a casa me esperaba algo mucho peor que una bronca, que un castigo, que un disgusto, y mis hijos no tenían nada que ver con todo esto. Estaba pecando contra mí, y no existe perdón para un pecado semejante.

Estornudé dos veces y pensé en mi hermana Angélica, en mi hermano Juan. Quizás la costumbre de la felicidad es como una de esas drogas dañinas que se asimilan al organismo hasta el punto de llegar a resultar ineficaces e imprescindibles a la vez, destruyendo la voluntad para siempre. Quizás yo seguía siendo feliz pero no me daba cuenta. Quizás los niños felices llegan a creer que su estado es un don perpetuo, una condición irrevocable, un destino fijo, definitivo, como una posesión, y por eso se niegan a aceptar las reglas de otra vida, no pueden asumir un final diferente. Nacho Huertas no podía saber que estoy acostumbrada a ser feliz, y yo no había descubierto aún la manera de convencerle cuando la tierra mojada empezó a atormentarme con su olor a pecado.

No podía seguir soportándolo ni un minuto más. Estaba a punto de marcharme ya, cuando las verjas de hierro se abrieron por sí solas, como las puertas de la cueva de Aladino, y un coche negro, nuevo, pequeño, asomó el morro al camino de tierra que hacía las veces de acera y se detuvo, tan cerca de mí que, a través de la lluvia, podía leer sin ninguna dificultad los números de una matrícula que me sabía de memoria. El corazón me dio un salto en el pecho, creí que iba a morirme de ansiedad, pero no tuve suerte.

La mujer de Nacho Huertas pasó a mi lado y también ella me salpicó sin querer, pero no tuvo la curiosidad de mirarme siquiera.

Después de aquella noche de sexo aplazado que cobré a destiempo en el clandestino futón de su estudio, decidí que correspondería a aquel hombre que me había llamado amor mío con mi propio e ilimitado amor, pero esta determinación, que él todavía ignoraba, no le animó a llamarme, así que empecé a llamarle yo. Cuando dejó de coger el teléfono, para privarme de largas conversaciones de media mañana repletas de chistes sexuales y alusiones a citas inminentes que jamás llegaban a concretarse, empecé a dejar largos mensajes en su contestador. Cuando dejó de devolverme las llamadas, respuestas cada vez más breves y desganadas a reclamos cada vez más complejos y audaces, que llegué a escribir incluso, con el mejor estilo de la redactora de encargo que fui en otro tiempo, antes de vaciarlos en los insensibles oídos de una máquina, empecé a marcar su número a todas horas sólo para oír su voz al otro lado de la línea. Cuando empecé a tropezarme con el pitido de su fax, conectado durante muchas más horas de lo que parecía razonable, me convencí de que el legendario prestigio que las ciencias ocultas se han labrado durante milenios, no puede asentarse de ninguna manera en el vacío, y empecé a frecuentar a Bambi. Cuando recuperé por fin la cordura en la certeza de que el tarot es un camelo, porque ninguno de los augurios favorables inscritos en las estrellas para mí desde mucho antes de mi nacimiento llegó a cumplirse ni siquiera oblicuamente, escribí a Nacho Huertas una carta conmovedora, sutil, irónica, sincera y honda, a la que nunca contestó. Cuando me cansé de esperar una sola respuesta a mí segunda, mi tercera, mi cuarta, mi quinta carta, empecé a merodear furtivamente por su casa. Mientras tanto, pasaba el tiempo.

A aquellas alturas, ya no sabía muy bien lo que quería, lo que esperaba encontrar buscándole de aquella descabellada manera. Quizás no era más que una palabra, una respuesta, una fórmula capaz de despejar la incógnita que me mantenía en vilo, atada de pies y manos, suspendida de un gancho invisible atornillado en la clave de la bóveda celeste, planeando, como el Robin torpe, lento y voluntarioso que jamás ha sido aprendiz de Superman, sobre el mundo que los otros habitaban como lo había habitado yo hasta que aquella dañina pasión me expulsó violentamente de su seno, viviendo sin vivir, durmiendo sin dormir, sabiendo sin saber lo que todos los demás sabían. Me preguntaba si un hombre feliz con su mujer se habría lanzado de cabeza a los brazos de una imprevista compañera de viaje, si un hombre capaz de desatarse en una noche de amor no prevista habría podido salir indemne de esa prueba, si un hombre capaz de sumergirse en otra piel sin alterarse, se habría levantado por la noche para dedicarse a hacer fotos a una mujer accidental mientras dormía, si era posible, en definitiva, que ese hombre no hubiera sentido lo mismo que yo, que no le hubiera pasado lo mismo que a mí, que no estuviera escuchando al menos una vez, todos

los días, un susurro que nacía del centro mismo de su conciencia y no se cansaba de repetir siempre lo mismo, como un disco rayado, como una maldición sonora, como un inquebrantable desafío, todavía estás a tiempo, debía decir esa voz, a la fuerza tenía que decirlo, ella es el camino del resto de tu vida, llámala o te arrepentirás hasta en el día de tu muerte. Quizás habría bastado una palabra, olvídame, pero él jamás quiso salvarme al pronunciarla.

Aunque llegó un momento en el que dejó de existir para mí en el terreno neutral de la realidad, aunque a partir de entonces dejara de ser un hombre y se fuera desprendiendo poco a poco de su carne, de sus huesos, de su volumen y su capacidad de movimiento, para encajar más bien en el descarnado estuche de una idea, una obsesión permanente que se desentendía de sí misma para crecer sólo dentro de mí, reemplazando poco a poco todo lo que yo albergaba como si pretendiera hacerme reventar al final, desbordarse por las costuras de un cuerpo incapaz de sostenerla por más tiempo, el hombre llamado Nacho Huertas no había abandonado el mundo de los vivos y, de tarde en tarde, daba señales de su existencia.

Nada sería más injusto que reprochárselo, descargar en sus hombros el peso de mi propia locura, esa venenosa infección que él había causado sin pretenderlo, igual que un virus microscópico, egoísta e inocente de por sí, eternamente atrapado en su propia maligna naturaleza, pero lo cierto es que a él le gustaba aquella situación, estaba segura de que disfrutaba conmigo igual que un niño disfrutaría con un juguete cuyas pilas no se agotaran nunca, un muñeco capaz de hacer cada día una cosa distinta, cada día más complicada y difícil, más gratificante en su excentricidad. Su amor propio debía de dispararse con la intensidad de mi amor, con la incondicionalidad de mis ofertas, con mi resignación y con mi fe, alimentos de una autoestima que rozaría ya el rango de la divinidad, un prestigio íntimo al que no estaba dispuesto a renunciar porque jamás me dejaba caer hasta el fondo, nunca dejaba de enviarme una señal cuando yo desesperaba, cuando me cansaba de recuperar una y otra vez los recuerdos más placenteros, más intensos, más felices, cuando me daba cuenta de que ciertas frases, ciertos gestos, ciertos polvos, se estaban empezando a parecer a esos cromos sobados, con las esquinas dobladas y un impreciso barniz de mugre impregnando para siempre una ilustración que parecía ya impresa en cartón mate, que mi hijo barajaba sin parar a todas horas. Justo entonces me mandaba recuerdos con alguien, o llamaba por teléfono o, aunque esto sólo sucedió dos veces, aparecía por la puerta de mi despacho, saludándome como si no hubiera vuelto a saber nada de mí desde que regresamos de Lucerna.

La primera vez apenas logré entreverle a través de la puerta que había abierto con una aparente decisión que no le llevó sin embargo más allá del umbral. Desde allí dijo hola, me guiñó un ojo, y alguien a quien no pude identificar tiró de él inmediatamente hacia fuera. Luego nos vemos, fue la fórmula que escogió para despedirse, y yo le contesté con el mismo aturdido silencio que había opuesto a su saludo, porque la clásica imagen de la muerte como una anciana velada que arrastrara un manto negro por el suelo, la reluciente cuna de la guadaña festoneando el perfil de su enconada espalda, no me habría impresionado tanto. Pasaron por lo menos diez minutos, quizás más, hasta que logré recuperar un mínimo control sobre mis músculos, el justo para encender un cigarrillo y fumármelo muy deprisa, quemando tabaco como un adolescente escondido en un cuarto de baño. Sólo después comprobé que, para mi sorpresa, no estaba contenta. La certeza de que en aquellos momentos él se encontrara bajo el mismo techo que yo, quizás apenas a unos metros de distancia, me sumía en una profundísima inquietud, pero la tensión a la que me forzaba era tal que al principio pensé que habría sido mucho mejor no haberlo visto siquiera. Seguramente, esta reacción primeriza formaba parte de mi propio asombro, como una especie de resaca instantánea de una emoción dolorosa de puro intensa, porque enseguida me levanté, y salí a encontrármelo, buscándolo primero en el estudio, donde Ana se alegró casi de decirme que no le había visto, y luego en el Archivo, por donde jamás deja de pasar un fotógrafo que esté de visita en el edificio, y donde me dijeron que se había marchado por lo menos media hora antes, y después por Texto, por Grandes Obras, por Ciencia y Tecnología, hasta que recorrí todos los pasillos de todas las plantas sin resultado para salir después a la calle y comprobar que tampoco estaba en ningún bar de los alrededores, una

expedición fracasada que culminó en una larga serie de maldiciones que descargué sin piedad sobre mí misma, abominando de mi falta de reflejos, de mi lentitud, de mi torpeza. Pero en aquella época todavía hablábamos de vez en cuando, por las mañanas, él no había dejado de existir, ni de buscarme, yo aún no había perdido la esperanza.

Cuando le vi en la editorial por segunda vez, aún no había conseguido sacudirme los efectos del resfriado que obtuve como único premio después de aquella penosa sesión de vigilancia bajo la lluvia. Él no podía saber que había estado haciendo guardia durante horas enteras en la puerta de su casa, pero ya tenía que haber recibido todas mis cartas, y sin embargo, su saludo fue igual de trivial, igual de convencional y risueño, aunque después de decir hola, cerró la puerta por dentro y se dirigió directamente a mi mesa sin darme margen siquiera para la inmovilidad, porque me levanté como impulsada por un resorte al contemplar una turbia determinación en sus ojos, el anuncio de una violencia que no supe descifrar hasta que llegó a mi lado y me abrazó con fuerza. Aquélla file la última vez que lo besaría en mi vida, pero no sentí nada especial, quizás porque enseguida pude oír un ruido familiar, el de mi puerta, que se abría otra vez, y aunque él no se detuvo, no se volvió siquiera, yo giré la cabeza y abrí un ojo a tiempo para distinguir el estupor de Fran, paralizada en el quicio, el picaporte aún en su mano derecha, un gran sobre rectangular en la izquierda. Un instante después, ya había desaparecido. La puerta se cerró de nuevo mientras Nacho aflojaba lentamente su abrazo. Antes de deshacerlo por completo me miró, sonriendo.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать


Array Array читать все книги автора по порядку

Array Array - все книги автора в одном месте читать по порядку полные версии на сайте онлайн библиотеки LibKing.




Atlas de geografía humana отзывы


Отзывы читателей о книге Atlas de geografía humana, автор: Array Array. Читайте комментарии и мнения людей о произведении.


Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв или расскажите друзьям

Напишите свой комментарий
x