Array Array - Atlas de geografía humana
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apenas dos pasos más allá. Todo les gustaba, todo les maravillaba, todo les asombraba y les obligaba a cambiar varias veces cada tarde su lista de prioridades en los regalos irrenunciables, modificando la lista de sus benefactores hasta agotar todas las combinaciones posibles, y ya no le voy a pedir esto a la tía Angélica, ¿sabes, mamá?, le voy a pedir mejor esto otro, y lo que le iba a pedir antes se lo pido mejor a los abuelos, que siempre consiguen que los Reyes les traigan justo lo que yo quiero, y al tío Alvarito le voy a pedir aquello, que me ha dicho que pida una cosa pequeña, que no se debe de portar muy bien porque los Reyes nunca se gastan mucho dinero en sus regalos… Yo les miraba con placer, y envidiaba su ambición, un caudal de alegría intacta, los constantes signos de un tiempo infinito, e intentaba recordar qué había ocurrido doce meses antes, y no podía recuperar siquiera un fragmento de aquellos días, aunque sabía que todo había sido igual, que habría paseado con ellos por las mismas calles, que se habrían quedado helados delante de los mismos escaparates, que habrían formulado los mismos deseos, sumando y restando cifras del total de la felicidad posible, todo habría sido tan parecido que me parecía increíble haber perdido también aquel recuerdo, pero era así, porque la mujer que había acompañado a los mismos niños un año antes en las mismas expediciones de descubierta, a la caza del placer, era mucho más que yo y era a la vez muchísimo menos, y aunque pudiera estar atenta a la mecánica tarea de esquivar a los coches o a retener la marca de un futbolín sin apuntarla en ninguna parte, no llegaba a vivir de verdad en aquel tiempo, porque estaba presa a voluntad entre los perversos barrotes de un amor imaginario.
No recordaba nada, ni fechas, ni frases, ni anécdotas, pero podía reconstruir sin dificultad las sucesivas fases del espejismo fabricado en otras tantas sesiones de tarot, y el día exacto en el que un fotógrafo salvadoreño había venido a verme para darme los cariñosos recuerdos que Nacho le había encargado con mucho interés que me transmitiera un mes antes, en un campamento guerrillero perdido en una sierra de América Central. Cuando me di cuenta de todo esto, sentí un amago de terror auténtico porque, por no perder los años, había estado a punto de perderme la infancia de mis hijos, había perdido ya algunos tramos que jamás lograría recuperar, fechas, frases y anécdotas para las que yo misma había decretado que no había espacio posible en una conciencia repleta de estupideces. Sólo entonces empecé a pensar otra vez, y apliqué mi imaginación, tiranizada durante tanto tiempo por la monótona estrechez de una obsesión, al diseño de un futuro posible con los niños y sin Nacho Huertas. Entonces me di cuenta de que, además, seguía teniendo un marido.
Ignacio se convirtió repentinamente en la gran incógnita, y creo que siempre conservará para mí un paradójico carácter de misterio sin interés, como el de aquel feo edificio que una vez fue mi flamante colegio. Arropada por el ambiente familiar y festivo del mes de diciembre, me dediqué a observarle a todas horas como jamás lo había hecho antes, con atención y a la distancia justa, analizando objetivamente sus palabras, sus gestos, sus hábitos cotidianos, sus humores y sus manías, su forma de vestirse y los programas que le retenían ante el televisor. Obedeciendo a un mandamiento generacional que no invalida un porcentaje todavía alto de excepciones, acababa de cumplir cuarenta y dos años pero conservaba un juvenil aspecto de muchacho alto y delgado, que las canas caprichosamente repartidas entre sus cabellos y las arrugas finas, levísimas, que prolongaban la línea de sus ojos, matizaban en la medida justa. Siempre había sido atractivo pero tal vez ahora estaba en su mejor momento y eso significaba también que, desde un punto de vista estrictamente físico, una mirada imparcial le concedería quizás cierta ventaja sobre Nacho Huertas. Lo sé porque, aun proponiéndome lo contrario, nunca pude conseguir que mi mirada dejara de ser imparcial. En lo demás, mi marido tampoco había cambiado mucho durante los tres años en los que había fingido con éxito seguir viviendo con él. Estaba perpetuamente ocupado, a menudo completamente ausente hasta cuando regresaba a casa a media tarde, jugaba al tenis todos los sábados, y controlaba satisfactoriamente una incipiente adicción a la cocaína que no le impedía reprocharme casi a diario que siguiera enganchada al tabaco que él había abandonado poco después de cumplir los treinta. Los fines de semana invertía su mejor voluntad en ocuparse de los niños y jugaba con ellos hasta caer reventado por muy pronto que se agotara su paciencia, una virtud escasa que él suplía a fuerza de tesón sin consentirse el menor desfallecimiento, inmolándose por su propia
iniciativa en un sacrificio semanal que mis hijos, incapaces aún de apreciar estas sutilezas, nunca llegarán tal vez a agradecerle lo bastante. Por las noches, todos los viernes, muchos sábados y algunos jueves, salía a cenar y tomar copas con sus amigos de toda la vida, otros hombres de cuarenta y dos años que conservaban mejor o peor un juvenil aspecto de muchachos más o menos altos y delgados, y que le recibían con chistes archisabidos y palmadas en la espalda, ¿qué pasa, chavalón?, pues aquí estamos, mejor que nunca… Habían pasado ya bastantes años desde que los dos renunciamos a la vez a seguir saliendo juntos, pero decidí acompañarle un par de veces seguidas y me aburrí mucho, y, lo que es peor, me sentí como si estuviera viviendo una noche de diez, de quince años antes, pero sin ganas de reírme con las bromas que entonces lograban que me desternillara de risa.
Mi investigación terminó pronto, después de haber cosechado los resultados más distantes que puedan concebirse de aquellos que me habían empujado a iniciarla. Yo deseaba haber estado enferma de verdad, estar equivocada, llegar a lamentar la pérdida de Ignacio como había lamentado la de los niños, incorporarle de nuevo a mi vida, si es que era vida lo que yo vivía, pero no funcionó. El único elemento que tenían en común la Rosa que había ardido entre las llamas de una pasión insensata y la que se había propuesto renacer con trabajo de sus cenizas, era una indiferencia profunda por aquel hombre que no dejó de ser un extraño cuando todo lo demás volvió a pertenecerme, y la sorpresa fue aquí en dirección contraria. Lo que me asombraba no era ya ser incapaz de recordar las cosas, sino haber sido efectivamente capaz de hacerlas, porque yo nunca había dejado de vivir con aquel hombre, nunca había dejado de follar con él, le había hecho regalos y los había recibido, le había besado varias veces al día y le había cogido del brazo al salir del cine, me había preocupado por su salud y le había comentado mis preocupaciones más corrientes, habíamos llevado juntos a Clara al hospital cuando hubo que operarla de anginas, habíamos recogido juntos las notas de Ignacio el año que suspendió las matemáticas para septiembre, habíamos ido juntos a bodas, bautizos y funerales, compartíamos los mismos coches, la misma casa y la misma cama, nos lavábamos los dientes dos veces al día delante del mismo espejo, y de repente, no podía creerme nada de esto, no entendía cómo había podido llegar a ocurrir, no me reconocía en aquella mujer extraña que caminaba al lado de un hombre extraño.
Esa insoportable sensación de ajenidad, como una sucia y permanente sospecha de vivir atrapada en el cuerpo de otro, la casa de otro, la vida de otro, cualquier ser extraño nacido de un mal sueño y aterradoramente capaz de medrar en mi propio cuerpo, en mi propia casa, en mi propia vida, relegándome insensiblemente, sin brusquedades, a una especie de estado de no existencia que apenas me consentía contemplarme a lo lejos, desde una perspectiva lejanísima y traidora, se convirtió en la herencia póstuma de mi malhadado amor por Nacho Huertas, en el último dolor, la última ofensa. La ilimitada ambición de aquella fantasía que me había extirpado del mundo real para mantenerme dentro de los límites de una aventura imaginaria funcionaba en todas las direcciones, igual que una mampara de cristal instalada en una terraza para proteger su interior del frío del invierno, acaba concentrando inevitablemente el calor del sol en las tardes del verano. Mientras viví pendiente de un hilo, a merced de mi propia voluntad y de los caprichos del azar, la realidad se mantuvo aparte para lo bueno y para lo malo, para negarme la clemencia de un amante desmemoriado, pero también para protegerme de la existencia de un marido tan tenazmente rebelde a mis planes como aquél. Mientras soñaba con Nacho Huertas, mientras le hablaba a todas horas sin mover los labios, mientras le buscaba en cada cosa que me sucedía, mientras le acariciaba con los dedos del pensamiento y le coronaba en el enjoyado pedestal de mi futuro, mi marido había sido tan inofensivo como un títere, una figura de cartón instalada en un tosco decorado que no lograba engañarme, por más que simulara no haber dejado de ser jamás el mundo auténtico de todos los días. Por eso podía vivir con él, hablar con él, dormir con él sin ser muy consciente de lo que arriesgaba cada día en empeños tan triviales, porque entonces era yo misma quien dictaba las leyes de la realidad, era yo quien decidía lo que era real, lo que era importante, y lo que no existía ni tenía importancia alguna. Pero cuando desperté contra mi voluntad de aquel sueño de poder ilimitado,
descubrí que la realidad no había dejado nunca de avanzar por más que yo hubiera decretado implacablemente su suspensión, y me pareció más extraña que nunca, e insoportable, increíble, mucho más ajena a todo lo que soy de lo que se atrevió a resultar en el peor de mis delirios. Mis hijos se salvaron enseguida y por sí solos. A Ignacio, en cambio, no pude rescatarle ni siquiera tirando de él con todas mis fuerzas.
Después de renunciar al enésimo intento, seguía sin entender cómo había llegado al punto en el que me encontraba, pero lo más asombroso de todo era que mi marido, que no había aparentado detectar ningún cambio en mi conducta durante los últimos años, tampoco parecía detectarlo ahora, y asumía con una naturalidad pasmosa mi repentino interés, mi observación constante, como si estuviera resignado a vivir con una autómata, de un signo o del contrario, o como si más bien le diera exactamente igual con quién vivía. Mi inquietud llegó a rebasar tal punto que, durante la última cena del año, cuando noté por primera vez que mi hermana Natalia me miraba con un insistencia extraña, como si intentara acercarse a mí para hacerme una confidencia y no acabara de decidirse por alguna oscura razón, me sentía ya como si estuviera viviendo dentro de una película de terror y cualquier detalle de esos que antes habrían logrado alarmarme por lo insólito de su naturaleza, me parecía ya de lo más natural.
Pero Natalia seguía mostrando el mismo interés por mí la siguiente vez que nos encontramos, y ya me costó trabajo pasar por alto su repentina afición a mi persona. Diciembre había expirado al fin, y celebrábamos el cumpleaños de mi padre, tan equidistante del Fin de Año como de la Noche de Reyes, tres de enero, una fiesta extra en nuestro agotador calendario navideño de familia numerosa. Mi hermana pequeña no hizo otra cosa que mirarme para desviar inmediatamente su mirada cuando se tropezaba con la mía, vigilándome con la misma atención que yo había volcado en el malogrado estudio de mi marido, perforándome con los ojos como si pretendiera llegar mucho más lejos de la frontera de mi ropa, de mi piel y de mis palabras, pero aunque me hice la encontradiza aposta en el vestíbulo, tardando un poco más de lo imprescindible en ponerle el abrigo a los niños mientras Ignacio iba a buscar el coche, no quiso decirme nada.
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