Array Array - Atlas de geografía humana
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—Tenemos que hablar. Rosa —dijo entonces.
—Sí… —acerté a responder solamente, alarmada al detectar ciertos indicios de la brevedad de su visita.
—Ahora tengo que irme… —después de recuperar un par de libros y una carpeta que había dejado sobre mi mesa, recogió del suelo la gabardina que llevaba doblada encima del brazo al entrar—, pero un día de éstos te llamo y quedamos… ¿Vale?
Me acarició la cara con dos dedos y se marchó.
—Vale… —contesté yo cuando ya no podía oírme, y luego me eché a llorar.
Cuando calculé que las huellas del llanto se habrían atenuado lo suficiente como para que cualquier espectador poco atento pudiera confundirlas con la congestión propia de mi indudable resfriado, me fui al cuarto de baño e intenté ahogarlas en agua fría. Tenía una cara horrible, pero no podía retrasarme más. Fran estaba en su mesa, firmando facturas, y cuando me vio se puso colorada, una reacción que no esperaba y no hizo más que acentuar mi propio sonrojo. Había decidido no comentar la escena anterior, pero antes de darme cuenta me encontré balbuciendo las excusas más tontas.
—Siento mucho lo que ha pasado, Fran, yo no… En fin, no sé qué decir…
—No importa, no importa —me contestó ella, como si también estuviera deseando pasar aquello por alto.
Luego sacó de un cajón el gran sobre rectangular que no me había podido entregar antes y desplegó su contenido sobre la mesa. Era la maqueta de un fascículo en el que nos habíamos quedado cortas de texto, pero que al final Marisa había logrado resolver jugando con márgenes casi imperceptibles de cajas y de interlíneas, hasta lograr que su aspecto fuera idéntico al de los demás. Después de celebrarlo brevemente, quise marcharme, pero antes de que lograra abandonar su despacho, ella me llamó con el mismo tono que habría empleado sí se le hubiera olvidado algo muy importante.
—Rosa…
—¿Qué? —pregunté, volviéndome, y vi cómo me miraba a los ojos, y comprendí que las huellas del llanto no habían cedido ni un ápice de su color sobre mi rostro.
—No… —dijo, sonrojándose de nuevo y clavando después la vista en los papeles que tenía delante—. Nada.
Entendí muy bien el sentido de aquella negativa, una ausencia de palabras raramente expresiva, los puntos suspensivos que rellené sin esfuerzo al regresar a mi sitio con el paso menos cansado que
harto de un ejército muchas veces derrotado, acaba con esto de una vez, había querido decirme, no te lo tomes en serio, y no se había atrevido, pero era eso, lo mismo que me había dicho Ana al principio, lo mismo que me había dicho Marisa hacía ya mucho tiempo, ella había querido repetirlo ahora, cuando yo ya estaba segura de que Nacho no me llamaría jamás, ni un día de éstos ni ningún otro, cuando ya presentía la negrura del final, una oscuridad sin matices como única cosecha, y entonces, mientras arrastraba los pies por el pasillo, me pregunté cómo habría reconstruido Fran el tormentoso argumento de mi historia, porque yo no le había contado nada, jamás se me habría ocurrido, nadie se había atrevido jamás a comentar con ella ni el menor detalle de su vida privada, y sin embargo lo sabía, de eso estaba segura, porque nunca me había mirado así antes, y nunca jamás la había visto ponerse colorada, ni muchísimo menos atreverse a insinuar un consejo para nadie, pero no me detuve mucho tiempo en aquel misterio porque su solución no me interesaba apenas, en realidad me daba lo mismo, no me importaba que la gente anduviera hablando de mí a mis espaldas, en el comedor, en los despachos, en los corros espontáneos que florecen alrededor de las fotocopiadoras, de las máquinas de café, Marisa me habría desmenuzado a conciencia con Ramón, Ana habría ido poniendo a Forito al corriente de todo, a Fran se lo podía haber contado cualquiera, porque hasta Bambi se había enterado por fin de la identidad de aquel hombre al que perseguía desesperadamente por encima de su mesa, y al final hasta hacía chistes, veo una cámara fotográfica, me dijo una vez, pero buenísima, eso sí, y él mismo se regocijó de su ocurrencia, y a mí no me molestó, al contrario, el hecho de que todos hablaran de Nacho y de mí respaldaba hasta cierto punto la existencia real de una historia que ya no existía, que tal vez no hubiera existido jamás, representaba un guiño reconfortante frente a la sordidez de la realidad, y además llegó un momento en el que aprendí a experimentar un cierto placer en mi propia degradación, cierta incomprensible alegría al reconocerme en los mezquinos límites de un gusano infinitesimal que se mueve arrastrando su vientre por el suelo, y sin embargo, hasta eso se acababa, lo supe ya antes de empujar la puerta de mi despacho, que aquella belleza trágica se estaba difuminando poco a poco como se borra la belleza en las fotografías de las muchachas muertas, que la aureola de heroína fracasada y maldita que era ya lo único que poseía se apagaba por momentos sobre mi vulgar cabeza de mujer, al cabo, típicamente insatisfecha, que la fuga de los años había triunfado y el futuro estaba ahí, despiadado e intacto, esperándome con la burlona sonrisa de un ganador que no ha llegado a dudar ni por un momento de la seguridad de su victoria.
La fórmula más sencilla y más tramposa a la vez para sujetar la felicidad entre las manos es la resistencia. Yo soy una resistente nata, igual que Madrid, y siempre lo he sabido, siempre he sido así, desde pequeña. Esa era la principal diferencia entre Angélica y yo, entre Juanito y yo, mi paciencia, mi constancia, y una facilidad congénita para hacerme un ovillo ante el menor signo de una amenaza, para improvisar un caparazón instantáneo y durísimo capaz de protegerme de cualquier agresión exterior, fuera de la naturaleza que fuera. Lo importante es resistir, conectar el oído izquierdo con el derecho a través de un túnel imaginario, su diámetro capaz de absorber cualquier caudal de palabras desagradables que me asalten por un lado de la cabeza y evacuarlas instantáneamente por el otro lado, manteniéndome a salvo de su significado y de sus consecuencias. Resistir, esperar el momento adecuado para rebelarse, fingir una conformidad completa en los malos tiempos, anhelar sigilosamente la llegada de los buenos, ceder antes de que ceder sea inevitable, disfrazar las cesiones de concesiones, asegurarse una posición, por pequeña que sea, antes de asaltar la siguiente, y nadar, lo más deprisa que se pueda, sin perder jamás la ropa de vista. Así había vivido yo, esquivando los problemas y las grandes decisiones, una actitud tan profundamente sensata que me había valido todos los augurios de una felicidad eterna, ya me lo decía mi padre, tú no te estrellarás, no, contigo estoy tranquilo, tú no acabarás como Juan, no acabarás como Angélica… En eso tenía razón, pero su acierto no me habría dolido tanto si el tiempo hubiera seguido siendo infinito, como aquella vez, cuando me castigaron a quedarme en casa todos los fines de semana durante un montón de meses y yo calculé que no merecía la pena armar un follón por un plazo tan insignificante. Pero luego empecé a perder los años, empecé a darme cuenta de que
miraba hacia atrás y no podía verlos porque ya no estaban en su sitio, se habían caído, se habían deshecho, se habían anulado salvajemente entre sí, y el tiempo que me quedaba era cada vez más corlo, más corto, demasiado breve para albergar con comodidad el espíritu de una resistente.
Sólo unos meses antes, tal vez sólo unas semanas antes, las borrosas promesas de Nacho Huertas habrían bastado para prolongar mi resistencia hasta los límites de mi propia agonía, pero siempre hay una primera vez para todo, y cuando llega su final, lodo se acaba, por eso ya no fui capaz de aferrarme a sus palabras como si fueran un globo que remonta el vuelo cuando parece a punto de deshincharse, no pude alimentar mi fe con ellas, no me bastaron siquiera para prolongar mi estado de moribundo pertinaz, de esos que, con un único, debilísimo hilo de vida, juegan hábilmente al escondite con su destino. Cuando lo comprendí, me miré por dentro y no vi nada, escudriñé hasta el último rincón y lo encontré vacío, me dije que era lo mejor que me había podido pasar, y no fui capaz de creerme ni una sola palabra de lo que me decía.
A la mañana siguiente, no fui a trabajar. Llamé para anunciar que estaba enferma y me quedé todo el día en la cama. Estaba enferma de verdad. La Navidad había llegado por fin y yo nunca había tenido tantas ganas de morirme.
Mis hijos pusieron tal empeño en rescatarme de aquel misteriosamente placentero y a la vez terrible estado de aniquilación interior, que al final lo consiguieron. Insistieron tanto en movilizarme, en convencerme de la absoluta necesidad de inaugurar a tiempo los ritos menores que preceden a la gran celebración anual de la familia, la indigestión y el despilfarro, que antes de darme cuenta me encontré sobrecargada de trabajo, mi agenda repleta de pequeñas tareas tan laboriosas y urgentes que no me dejaban mucho tiempo libre para ocuparme de la desoladora certeza de no tener ya nada que hacer. Ignacio tenía un papel importante en una obra de teatro sobre el espíritu navideño que había escrito su profesor de Lengua, y me tuve que aprender de memoria sus réplicas para ensayar con él a todas horas. Clara iba a hacer de pastorcilla en el Belén viviente que recibiría a los padres en el vestíbulo del colegio el último día del trimestre, justo antes de la función, y tuve que ir con ella a escoger las telas para su vestido, y llevarla un par de veces a casa de mi madre, que conservaba en buen estado su vieja máquina de coser y la pericia con la que nos había hecho ropa a todos durante años, para probárselo. El esfuerzo mereció la pena, porque estaba monísima con su falda larga, de rayas, una blusa blanca con el cuello de encaje, y un chaleco de borreguillo sintético en el que su abuela había echado el resto, tan perfectamente cortado y cosido estaba que parecía casi de piel natural. Creo que en el instante en que apareció ante mí con el disfraz completo fue la primera vez que conseguí mirar algo de verdad desde hacía muchísimo tiempo, y la contemplé sin pensar en ninguna cosa que no fuera su divertido regocijo de niña presumida y encantada de sí misma. El fenómeno se repitió a partir de entonces con cierta frecuencia, y disfruté de verdad con las gamberradas de mi hijo Ignacio, que en cuanto le daba la espalda, me colocaba un muñeco del Increíble Hulk entre los pastores que adoraban el portal del Belén, o secuestraba al niño Jesús para pedirme después un rescate de quinientas pelas, y con los berrinches de Clara, que se echaba a llorar sin remedio cada vez que descubría la rosquilla, la longaniza de chorizo o la figura articulada del Doctor X que su hermano había colgado del árbol entre las bolas de cristal, y le amenazaba con escribir una carta suplementaria a los Reyes Magos para chivarse de todo.
No sé lo que se siente al salir de un periodo prolongado de amnesia, pero no debe de ser muy distinto de lo que experimenté yo entonces, mientras paseaba con los niños por los alrededores de la Puerta del Sol, todas las calles comerciales de los alrededores reventando de luces, arcos y más arcos de bombillas de colores amparando el entusiasmo de centenares de ojos clavados en los escaparates de las jugueterías, un bosque de pequeñas manos enguantadas firmes contra los ventanales de cristal, como si pretendieran proteger del frío su precioso contenido. y las narices heladas, como se quedaban las narices de mis hijos cuando por fin conseguía arrastrarlos de la puerta de una tienda para que se helaran de nuevo un instante después, ante el siguiente reclamo,
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