Array Array - Atlas de geografía humana

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    Atlas de geografía humana
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Array Array - Atlas de geografía humana краткое содержание

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—No —admití—, eso es verdad.

—Claro que, a cambio, también eres mucho más religiosa que yo, así que no necesitabas ver para creer, pero yo sí, yo tuve que ver muchos niños descalzos en invierno, y muchas chabolas sin agua y sin luz eléctrica, y muchos hombres que vivían escondiéndose de la policía, antes de acabar de creerme lo que estaba viendo. Luego todo empezó a resultarme más fácil. Les llevábamos lo que podíamos, dinero, ropa usada, hasta comida, y el padre Ercilla hablaba con ellos, se enteraba de lo que necesitaba cada familia, intentaba organizados, resolver los problemas que surgían. Era un tío cojonudo, en serio, eso lo sigo pensando todavía, pero era cura, y por supuesto también decía misa en un altar improvisado en una casa, o en plena calle cuando hacia buen tiempo, porque aquella gente no estaba ni siquiera asignada a una parroquia, así que muchas familias no nos recibían bien, y otras ni siquiera nos abrían la puerta. Uno de nuestros enemigos más feroces era un hombre de la edad de mi padre, más o menos, que se había quedado sin trabajo porque siempre estaba borracho, o estaba siempre borracho porque se había quedado sin trabajo, vete a saber, nunca logré averiguar cuál era la causa y cuál el efecto. Se llamaba Fausto y cuando nos veía, nos insultaba y hasta nos tiraba piedras. Tenía una hija un poco mayor que yo, una chica muy guapa, muy muy guapa, que se llamaba Lucía, un nombre rarísimo en aquel barrio donde todas las niñas se llamaban Socorro, Antonia, o Juanita, cosas así, que entonces me parecían como de pueblo. Pero no me fijé en ella por su nombre, la verdad, sino porque estaba buenísima, pero buenísima, en serio, y además parecía una mujer mayor, tenía diecinueve años pero siempre iba muy arreglada, muy pintada, con las uñas rojas, y el pelo largo, y medias negras, con tacones, unos zapatos muy gastados, muy feos, pero muy limpios. Era imposible no fijarse en ella, porque tenía unas piernas de puta madre, unas tetas

enormes y un culo acojonante, era todo cuerpo, y unos ojos negros, inmensos, que brillaban mucho, siempre… —entonces se detuvo para mirarme—. Esto no te lo sabes.

—No, porque nunca me lo has contado.

—No podía —y antes de que pudiera preguntarle por qué, él mismo me lo explicó—. Me porté con ella como un cabrón. No me interesaba que lo supieras.

Aproveché esta pausa para mirarle, para intentar imaginar su fragilidad, su desconcierto, aquel voluntarioso afán de ser otro, alguien mejor, distinto, que había funcionado como motor de una metamorfosis que yo conocía tan bien, tan minuciosamente la había escuchado mil veces de sus mismos labios, como para dudar ahora de la eficacia de mis propios oídos, y tuve ganas de echarme a reír, de interrumpirle con cualquier frase hecha, venga ya, no te tires el rollo, pero sentí una curiosidad instantánea por la historia que podía haber llegado a inspirar aquella extravagante confesión, tan abrupta, tan brutal, tan increíble, y además, no conseguí descifrar del todo la expresión del rostro de mi marido. Porque Martín me miraba también desde su cara angulosa, levemente irregular, el pelo uniformemente oscuro todavía, las cejas muy anchas, sus raros ojos pardos de color animal, ojos de gran felino, instalados en un lugar extraño, a medio camino entre la nostalgia y la ironía, entre la obligación y el placer de recordar, una inaudita secuencia de luces que no cambió ni un ápice cuando por fin se decidió a seguir hablando.

—Todas las chicas de aquel barrio zumbaban a nuestro alrededor como un enjambre de abejas furiosas, persiguiéndonos corno si estuvieran convencidas de que éramos su salvación. Eso era exactamente lo que debíamos parecerles, un montón de niños ricos, bien vestidos, con dinero y mucha mala conciencia, la universidad por delante, y por detrás, una familia capaz de financiar cualquier sueño de unas niñas que se habían criado sin nada, o mejor dicho, con el deseo desesperado de una diadema para el pelo, unos pendientes con perlas, un traje de Primera Comunión y cosas por el estilo, las más tontas de las que les sobraban a mis hermanas. Suena a panfleto barato, pero así era el mundo, y el padre Ercilla apenas tenía una idea remota del envilecimiento moral al que nos exponía con esa ambición suya de redimir a todos los pobres de Madrid. Porque era difícil resistirse, ¿sabes?, por mucho amor a Cristo que uno sintiera, por muy buena voluntad que uno pusiera, por muy consciente que uno llegara ser de la injusticia, de los males de la pobreza, de las virtudes de la caridad, es que no había manera de resistirse, o por lo menos yo no la encontré, ésa es la verdad. Al principio, ellas se conformaban con que las invitaras a merendar, un batido de chocolate y un curasán decían, y con eso se ponían como locas, porque no pasaban hambre en casa, pero nunca veían un bollo, ni bombones, ni pasteles, esa clase de lujos superfluos, y estaban hasta las tetas de comer cocido todos los días, como es natural… Por ahí empezábamos los chicos del cura, como nos llamaban, por ahí empecé yo, un batido de chocolate y un curasán, la primera chica a la que invité se llamaba Socorrito, por eso me he acordado antes de su nombre, pero era bastante fea, la pobre, no me gustaba nada, y ella debió de darse cuenta porque no quiso ir más allá… Entonces yo ya me había enterado de que algunos de mis compañeros de aventuras, no todos desde luego, porque la mayoría eran auténticos meapilas que se rifaban el privilegio de hacer de monaguillos en las misas del colegio, pero algunos, los más mayores y los más concienciados políticamente, los que ya habían empezado la carrera pero seguían en el grupo del padre Ercilla porque no habían encontrado todavía un sitio mejor donde militar, estaban medio liados con algunas de las chicas de aquel barrio. Los más beatos hacían circular historias confusas de pecados mortales, una vez habían pillado a Fulanito con la bragueta abierta besándose con la hija de la dueña del bar detrás de una tapia, otra vez habían visto a Menganito en la Gran Vía abrazando a otra de aquellas chicas, cosas así… En las reuniones teóricas que celebrábamos antes de ponernos en marcha, el padre nos soltaba unos discursos terribles, en los que afirmaba que no podía concebirse nada más vil que explotar a los necesitados, y nos prevenía contra la tentación de abusar de aquellas pobres muchachas que apenas tenían más patrimonio que su cuerpo. No sé a los demás, pero a mí, aquella última frase me ponía cachondo. Luego nos poníamos el abrigo y, ¡hala!, a hacer caridad. El pobre padre Ercilla no veía más allá de su propia santidad, y no estaba dispuesto a

perder el tiempo vigilándonos mientras se convencía de que la mies era mucha y… ¿cómo era? ¿Los brazos pocos?

—No lo sé. Yo no daba clases de religión de pequeña.

—Eso que te perdiste —sonrió.

—Ya —y le devolví la sonrisa—, ya me estoy dando cuenta…

—Bueno, lo que fuera… El caso es que él estaba todo el rato muy atareado, dejándose besar la mano y haciéndose el imprescindible, porque una cosa es que siga pensando que era un buen tío y otra sería no reconocer el atracón de vanidad que se daba en aquellas expediciones, y nosotros íbamos a nuestro aire, ocupándonos mejor o peor de lo que nos había encargado. Estos chicos son mi infantería, solía decir, y la infantería, pues ya se sabe… A medida que me convencía de que la revolución y la Santa Madre Iglesia tenían muy poco que ver, fui descubriendo cómo funcionan las cosas en este mundo. Una chica que se llamaba Mari, me cogió una vez la mano y me la puso encima de una de sus tetas mientras me preguntaba por qué no traíamos nunca ningún bolso, porque ella ya tenía faldas y blusas y lo que le hacía ilusión de verdad era un bolso, que nunca había tenido ninguno. A la semana siguiente, le di un bolso que le robé por las buenas a mi hermana Rocío, me llevó a un descampado y me dejó que la metiera mano todo el tiempo que quise. Cuando me corrí, con los pantalones puestos, frotándome contra ella, me dijo que tampoco tenía medias… Te lo podría contar de otra manera, pero fue así, y sin embargo, aquella noche me fui a casa tan contento, y casi convencido de haber hecho una buena acción, porque no puedes figurarte cómo le gustó el bolso, no te puedes ni imaginar qué cara de felicidad tenía, cómo me abrazó, cómo me dijo, qué bueno eres conmigo… El curso siguiente yo mismo empecé a ir a la universidad, pero seguí formando parte del grupo del padre Ercilla hasta febrero o marzo, no me acuerdo exactamente, cuando entré en las Juventudes. Entonces ya estaba liado con Lucía. Era amiga de Mari, la chica del bolso, y no le di la oportunidad de acercarse a mí, fui yo directamente a por ella. Total, ya había perdido la fe…

Él no dejaba de atender a la expresión de mis ojos mientras hablaba, intentando anticipar la naturaleza de mis reacciones, pero no quise interrumpir su historia con el impreciso relato de una emoción difusa, que crecía, y retrocedía, y se multiplicaba, y se enredaba en sí misma a medida que se sucedían sus palabras, aunque habría podido resumirla en un simple par de frases, contándole cuánto me habría gustado conocerle entonces, qué feliz habría llegado a ser si él hubiera podido invitarme a merendar un batido de chocolate y un curasán. Nunca me había contado gran cosa de aquella época. Aunque le gustaba hablar del padre Ercilla y de sus clases, sólo había aludido alguna vez, y de pasada, a sus visitas a aquel barrio de la periferia que aun no quería concretar, como si le diera miedo volver a pronunciar su nombre, pero yo podía imaginarle muy bien en aquel papel, porque conocía a sus padres, a sus hermanos, y la casa en la que vivía entonces, tan distinta de la mía que al principio me provocaba menos respeto que temor, miedo de meter la pata, de decir algo inconveniente, de no haber aprendido nunca las fechas, las canciones, las historias que todos sus habitantes recordaban en voz alta. Cuando le vi por primera vez, todavía estaba en cuarto, había pasado muy poco tiempo desde que desistió de su amor a Cristo, su aspecto no podía haber cambiado mucho en sólo tres años, y tampoco su espíritu, su carácter, ese irresistible carisma de líder auténtico que ahora cabía en el pequeño hueco de un bolso robado sin perder ni una pizca de su brillo, y no me detuve en consideraciones morales, obedecí simplemente a su voz, aceptando que lo repugnante era repugnante, y lo inevitable era inevitable, y lo comprensible era comprensible, aunque no llegara todavía a comprender muy bien por qué me sentía tan cerca de él al escuchar aquel relato de unos años que no habíamos vivido juntos.

—Lucía iba un paso por delante de todas las demás chicas que conocí allí. En todo. Me di cuenta enseguida, porque la primera vez que intenté pagarle una Coca–Cola casi se rió de mí, y me dijo que me guardara mi dinero, que con ella no valían esa clase de trucos. Me sacaba sólo un año y medio, pero parecía una mujer hecha y derecha, y yo, que acababa de cumplir los dieciocho, me asusté un poco, la verdad, y decidí no volver a intentarlo. Pero ella tenía sólo diecinueve años, por más que

disimulara, y además, desde aquel día, ya no me perdió de vista. Aparecía cuando menos me lo esperaba, en las clases de alfabetización por ejemplo, aunque supiera leer y escribir, en las reuniones que convocábamos en el bar, o en la puerta de su casa, simplemente, justo cuando yo pasaba por la calle. Llegó a venir incluso a misa, a pesar de que su padre le había prometido una paliza si llegaba a enterarse de que se mezclaba con el cura. Y la verdad es que no se mezclaba, porque nunca intervenía, nunca decía nada, sólo se dejaba ver, y me miraba, con una sonrisa burlona que me sacaba de quicio, en serio, es que me ponía frenético sólo de verla, apoyada en la pared, descargando todo su peso sobre una pierna para balancear las caderas, bailando sola, y jugando con un collar de cuentas rojas que llevaba siempre colgado del cuello como si nada de lo que ocurría fuera con ella, como si estuviera empeñada en convencerme de que si no me la follaba pronto, me iba a morir, como si yo ya no lo supiera… Hasta que una noche, después de una de sus exhibiciones, convencí a Mari para que se viniera conmigo al descampado al que fuimos la primera vez, y ella, todavía no sé cómo, se dio cuenta, y nos cortó el paso en plena calle. Ahuyentó a su amiga diciéndole que su madre la andaba buscando y que ya se podía ir a casa si se quería salvar de una buena, y luego se encaró directamente conmigo. ¿Y a ti qué te pasa?, me preguntó, y yo le contesté que nada, que creía que era ella la que no quería saber nada de mí. Como ésa no, murmuró, señalando a lo lejos, y luego, más o menos, me expuso sus condiciones. Odio este barrio, me dijo, odio estas calles, odio estas casas, odio toda esta mierda… Quedamos al día siguiente, en la boca de metro de Quevedo, y la invité a merendar en una cafetería que se llamaba Madison y estaba en la calle Arapiles, no sé si te acuerdas, un sitio muy grande, con lámparas de las que colgaban una especie de estalactitas de cristal y mucho lujo del de entonces, mucho terciopelo y cristales ahumados… Le encantó.

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